Para muchos ‒no sabemos bien cuantos, no los hemos podido contar‒, el teatro se presenta como un espejo de la sociedad (los hay empañados, trizados o de esos que distorsionan el cuerpo que reflejan). Desde uno de sus ‒rebuscados‒orígenes en la antigua Grecia, se utilizaban las comedias satíricas para reírse de la impostada afectación de los poderosos. Y probablemente en muchos momentos de su trayectoria, el teatro le ha puesto palabras a aquello que el vulgo, demasiado inmerso en las dinámicas de producción y explotación, no tiene la capacidad de pronunciar por sí mismo.
Atentos a su poder reflexivo y catalizador, las autoridades históricamente han querido manipular el poder del teatro. Numerosas obras han sido censuradas; quizá el caso más elocuente sea la puesta en escena de Las Bodas de Fígaro, a la que incluso se acusó en su momento de azuzar a los parisinos en la antesala a la revolución francesa. Sin ir tan lejos temporal y espacialmente, podemos mencionar la obra Pinochet, recuperada por la compañía Perro Muerto el pasado 2015; esta obra fue inicialmente censurada en 1986 y luego se extraviaron los apuntes originales. De su autor, el dramaturgo Rolando Negro Vargas, poco se sabe.
Sin embargo, los dueños de la pelota son quienes fijan las reglas del juego. Y en el teatro, como en la cultura, el espacio se encuentra en constante disputa. Hoy, claramente la política no va dirigida a censurar, sino a cooptar: vender la pomada de que son «ellos» ‒los dueños de la pelota‒ los que «nos dan» el teatro a nosotros, la plebe. Tarde, mal y nunca, el asistencialismo cultural nos trae un festival o una obra artística para enseñarnos qué es la cultura y cómo debe ser consumida. Y los medios nos indican que el regalo debe ser recibido con bombos y platillos en esta fiesta de las migajas.
Los veintiséis años de funcionamiento del festival de teatro Santiago a Mil han ayudado a construir un lugar común según el cual el mes de enero es sinónimo de actividad teatral. Como cualquier lugar común, la cita es reduccionista y arbitraria, como también violenta: encarna el centralismo brutal de Chile, el desastre cultural provocado primero por la dictadura de Augusto Pinochet y luego por la acentuación de las políticas neoliberales de los gobiernos posteriores, los que abandonaron el medio artístico a la suerte de la «libre competencia».
Esta debacle cultural nos ha tenido maniatados a todos por largo tiempo y ha generado un clima de orfandad tan agudo, que pareciera ser que ante cualquier hueso que nos lancen debiésemos mover la cola agradecidos. Tenemos que suponer que los habitantes de esta larga y angosta faja de tierra esperan enero para «nutrirse» de las artes escénicas, de la misma forma en que esperan octubre para leer con la FILSA.
¿Qué hacemos para que la gente vaya al teatro?, se pregunta la élite ilustrada y paternalista. ¿Qué hacemos para que la gente lea? ¿Qué hacemos para que la gente se comporte? ¿Qué hacemos para civilizarlos?
El problema, como todo en este país que se cae a pedazos, es estructural. Y, aunque «nos falte cultura» (según ellos), nuestros cerebros involucionados perciben con poco entusiasmo cuando anuncian más dinero para los fondos de cultura: porque continuar alimentando la cultura neoliberal no nos interesa. Más dinero a fondos de cultura en un país donde no existen las herramientas, ni el tiempo, ni el esparcimiento, es poner plata en un saco roto. Nos quieren brutos, nos venden un festival el primer mes del año que debiese dejarnos sumidos en un éxtasis estético que debería durar exactamente una vuelta de calendario. Aspirinas de cultura regaladas paternalistamente, como si la cultura nos llegara desde arriba, por obra y gracia de la caridad de nuestros gobernantes.
Sin embargo, ante esto que parece un panorama desolador, hay algunas cosas que podemos hacer. Pensamos que, como siempre, se debe partir por la crítica; rechazar el halago fácil y desconfiar del asistencialismo avaro que viene desde arriba. Proponer formas de hacer teatro diferentes, más inclusivas, más dinámicas, más rebeldes… póngale el adjetivo que desee. Aquí en La Raza Cómica, en donde usted ya se habrá dado cuenta, tenemos unos grados de parentesco con aquel antiguo histrión enmascarado de las fiestas saturnales, hemos abierto las puertas a que uno de los protagonistas de este montaje, los artistas (pues el otro protagonista es usted), hablen y representen, ya sin maquillaje, a foco apagado (¿y calzón quitao?) los parlamentos de sus propias inquietudes. Salimos a dar una vuelta más allá del FITAM, y nos encontramos con compañías moviéndose por todos lados, montando a como dé lugar sus peregrinas escenografías, construyendo silenciosa y poderosamente una tozuda alternativa a la propuesta dominante del festival particular subvencionado. Lo que vislumbramos fue inabarcable, claro. Pero basta de indicaciones, mejor vamos a las escenas.
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Equipo Editorial LRC