/ por Sandra Trafilaf
Ser revolucionario/a y no ser anti patriarcal no sólo es una contradicción biológica sino también ideológica. Eso estaba masticando mientras me comunicaban la muerte de un ex combatiente. Ya se sabe, por cultura general, que hablar mal de un muerto es mal visto. Pero como todo en mi vida, me cuesta seguir la etiqueta del “deber ser”.
Cuento la historia y hablo mal del muerto y alguien me dice “pero…”, otros lo entienden y mis amigas siempre estarán al pie del cañón. Lo cierto es que revivo un episodio violento y traumático.
Tengo eso sí el apoyo de mis grandes y entrañables amigas. La solidaridad entre mujeres amigotas es así, incondicional. Porque mi vida, en tanto mujer, no es distinta a la de mis amigas, madre, abuela, hijas, compañeras. Todas en algún momento o en varios, hemos sufrido la violencia de género, incluso de aquellos que dicen ser nuestros “compañeros”.
Es lamentable, pero nuestras vidas se parecen en este aspecto. En la micro, muy pequeña, un sujeto puso su pene en mi mano, mientras iba en brazos de mi madre que estaba sentada a la orilla, aprovechando la gran cantidad de personas. Adolescente y con uniforme escolar, sentada al lado de la ventana, un sujeto metió su mano en mi vagina, cuando le pedí permiso para bajarme. Y los toqueteos y “apuntalamientos” eran pan de cada día.
Cual psicópata, hastiada de tanto abuso y ultraje, fabriqué mi propio alfiler de gancho. Era enorme y de cobre, lo desgasté en la punta para que fuera muy afilado bajo la mirada atenta de mi padre y lo prendí al morral que usaba en aquella época de combate a la dictadura. Armada, cada día me subía a la micro para llegar a mi liceo, dispuesta a usarlo con el primer desgraciado o pedófilo que me acosara.
Lo usé varias veces, otras sólo lo mostré. Aprendí a gritar dentro de una micro y decir que había un degenerado molestando a una mujer. Sacaba mi alfiler y lo clavaba sin compasión. Desde ese momento, me defendí ante cualquier ataque.
Como algunos saben, pasé una temporada larga tratando de hacer una maestría en “Jarvart”. Era una adolescente de 19 años cuando ingresé. Salí a los 26, un poco ignorante debo reconocer. Sabía mucho de muchas cosas, pero poco o nada de los flirteos o enredos amorosos. Mi vida hasta ese momento había estado dedicada a la revolución, y salvo por un pololo que tuve, al que amé durante muchos años, que dejé porque según yo el amor y la revolución no iban juntos (eso en algún momento iba a ser nuestra perdición ante la CNI), tenía poca o nada de experiencia en esas lides.
Recién de vuelta a la vida, quería recuperar los años, la experiencia. Salí y me puse a estudiar en la Universidad. Trabajaba de junior en una oficina de arquitectos por la tarde, y militaba, tratando de cambiar el mundo. Con ese ritmo, pronto me quedaba dormida en todos lados, especialmente en la micro, y me pasaba de largo. Siempre terminaba en Callejón Lo Ovalle. Los más perspicaces dirán que no era mera casualidad.
Un día en plena asamblea del Comité Central, que quedaba en San Pablo por ese entonces, me senté en el suelo, al final de la sala.
Alguien tocó mi brazo y me despertó. “Compañerita, ¿quiere que la lleve a su casa? Se quedó dormida”. Era un ex PP, siempre lo veía en las reuniones. “Vivo lejos”, le contesté. “Lo sé, en San Miguel” afirmó él. “No se preocupe compañero, me puedo ir sola, gracias”. Yo me creía una mujer grande (siempre me creí más adulta de lo que era). Y obvio, empoderada, me podía ir sola, no necesitaba que nadie me fuera a dejar.
Pero él insistió tanto, estaba tan agotada, que terminé subiendo a su auto. Antes de llegar a la Alameda, me había invitado como tres veces “a tomar algo”. Las tres veces dije: “No, estoy muy cansada, gracias. Para otra vez”.
Enfilamos por la Panamericana. Y me preguntó otra vez: “Qué tal si vamos por un trago, aquí cerca hay un local. ¿Lo conoces? Es un Drive-In. Nos tomamos el trago y te voy a dejar a tu casa. Está muy cerca”. Ante su amabilidad, y la insistencia, pensando que a lo mejor quería hablarme de algo, porque en ese tiempo andaba con la idea fija de hacer un grupo que se dedicara a analizar y documentar todas las caídas de nuestro aparato, acepté.
No tenía la más mínima idea qué era un Drive-In. Cuando entramos, un señor nos preguntó si queríamos ir al “Privado”. Él, a su vez, me preguntó si quería ir a este sitio que nos recomendaban. Le dije que me daba lo mismo, que me tomaría el trago y nos iríamos de allí, porque estaba muy cansada.
En el umbral, mis sentidos se pusieron en alerta. Un pequeño y estrecho cuarto de madera, con una mesa y dos sillas, más un sofá enorme, que tenía más pinta de cama, nos recibieron. El mozo preguntó por los tragos, dije que quería una gaseosa y nada más. El “compañero” insistió en que tomara algo más fuerte para relajarme. Pedí un margarita que no tenía intenciones de tomar. El mozo volvió con los tragos y pregunté por qué ese cuarto tenía pestillo por dentro. Me quedé sentada, petrificada en mi asiento frente al margarita. Él todo canchero, se fue a sentar al sofá-cama y con su palma golpeaba el sofá. Me invitaba a sentarme a su lado, con una amplia sonrisa triunfadora.
Dije: “No, estoy bien aquí, gracias”. Pensando cómo cresta me iba a zafar de esa situación que estaba escalando de mal en peor, no pude reaccionar. Cuando creí que se levantaba a buscar el trago que había dejado en la mesa, en realidad venía por mí. Me agarró del pecho y me tiró en el sofá. Encima de mí, decía: “¿pa qué te hacis la gueona? Si andai siempre con mini, mostrando todo, andai puro provocando”; “aceptaste que te trajera, deja de hacerte la mojigata”. Mientras tanto, sus manos y piernas intentaban neutralizarme.
Ser botín de guerra es algo propio del enemigo que pretende así castigar doblemente el compromiso de las mujeres que combatimos frontalmente a la dictadura. La violencia patriarcal es parte de la ideología del enemigo. Su táctica es simple: ultrajan y denigran nuestros cuerpos, para quebrarnos, por atrevernos a tomar las armas, por atrevernos a enfrentarlos. La mayoría de las mujeres lo sufrimos cuando fuimos secuestradas y posteriormente encarceladas.
¿Qué mierda era esto? Un hombre que se creía con el poder de reducirme a un pedazo de carne que él quería saborear y poseer.
Tal vez él se creyó el cuento de las sopaipillas y se olvidó por un momento que algo de agilidad tenía ese cuerpo que él quería penetrar a la fuerza. De un rodillazo lo mandé al suelo. Luego, lo golpeé con todas mis ganas y sentí mucho no haber tenido a mano mi gran alfiler de gancho, mi arma hechiza contra penetradores malditos, para que nunca se olvidara de este episodio.
Salí gritando, arreglando mi ropa y maldiciendo. Después conté esta historia a mis amigas que me abrazaron. También a mis compañeros de ese entonces, los que me miraron con cierto descrédito. Con los años, mi cerebro lo olvidó. Hasta hoy, que me avisan que ha muerto. Hoy traigo su nombre y su apellido a la memoria, mientras me mandan las coordenadas de su entierro. Y yo mastico: ser revolucionario/a y no ser antipatriarcal es imposible. Ergo, el maldito nunca fue un revolucionario. Hay muertos que no merecen ser nombrados.
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