17.11.2017

¿Arte en la producción?
El título de este texto nos pone de inmediato ante un problema: ¿existió realmente un arte capaz de ingresar a la fábrica y transformarse en una técnica productiva al servicio del industrialismo y la producción en masa? ¿Existió, en la práctica, más allá de los llamados, tratados y consignas, un arte verdaderamente “productivista”? Y suponiendo que realmente existió, que los artistas ingresaron a las industrias con sus bártulos técnicos (compases, escuadras, tiralíneas, etc.) y que aportaron con su ingenio constructivo tanto al diseño de nuevos productos como a la organización del trabajo en la producción, ¿podríamos seguir hablando de “arte” y no, en cambio, de una “técnica de producción” a secas? Comienzo con estas preguntas porque de algún modo son preguntas que, pese a la información cada vez más vasta que tenemos, aún no podemos responder del todo, y es de suponer que por más documentos y fuentes de primera mano que tengamos tampoco podamos hacerlo con certeza. Hablamos de un problema que exige un esfuerzo interpretativo, y no la capacidad para establecer una marmórea verdad histórica.
Primer problema: no tenemos certeza absoluta de cuándo surge la noción de “productivismo”, ni tampoco si este se desprende de la noción más conocida de “constructivismo” o si este último se desprende del primero en tanto rama ligada al diseño de objetos y espacios. Los historiadores occidentales han supuesto comúnmente que primero existió el constructivismo, que esta fue la escuela, o más bien la doctrina, que sirvió de puente entre el arte y la producción. Y que ese puente se levantó a través de la definición y práctica del diseño. En ese sentido, el constructivismo es entendido como una práctica experimental que, en tanto experimento, sería el último estertor del arte autónomo y autosuficiente (lo cual, para los vanguardistas rusos, era sinónimo de “burgués”, “reaccionario” y “decadente”), y cuya superación procuró ser el productivismo, una doctrina que llamaba a que los ya devenidos “artistas–constructores” dispusieran de su inteligencia creativa e ingenieril para cumplir con las tareas productivas de la aún escuálida industria soviética.
Si bien este esquema es más o menos justo, la reciente traducción de Carlos Henrickson de algunos artículos publicados en la revista LEF –que aunaba a los futuristas, constructivistas y productivistas en el arte y la cultura–, y en específico el artículo “Bajo el signo de la construcción de la vida (un intento de percepción sobre el arte de hoy)” de N. F. Chudshak, invitan a pensar lo contrario. Cito: “Más afortunado para la idea de una fecundación del proceso de trabajo por el arte (y la ciencia) fue que en el área misma de la construcción directa de objetos a través del arte, tras el infértil inmovilismo de lanzar términos, la idea del productivismo cristalizase en el así llamado constructivismo, que de algún modo ya antes había empezado a echar brotes.”
Como sea, es de suponer que los primeros en hablar de productivismo hayan sido Rodchenko y el teórico, lingüista y agente de la Cheka, Osip Brik, quien a propósito del trabajo como diseñador de Rodchenko escribió el famoso artículo «¡A la producción!», publicado en 1921 en la compilación El arte en la producción, antologada por el mismo Brik. En este artículo, Brik establece las diferencias entre las artes aplicadas (que “embellecen el objeto”) y el diseño (que concibe la composición del objeto según su función y sus características materiales), a la vez que establece coordenadas propias de la economía política para pensar la práctica constructiva del nuevo tipo de artista–diseñador: “Hay un consumidor al que no le hacen falta ni cuadritos ni ornamentos, que no teme ni al hierro ni al acero. Este consumidor es el proletariado. Con su victoria vencerá también el constructivismo”. Ya en este fragmento, si nos detenemos con atención, es posible hallar una pequeña mutación terminológica que sería fundamental y completamente idiosincrática de la transición de un “arte creativo” a un “arte productivo”. Me refiero en específico a la noción de consumidor, que aquí se emplea donde debería aparecer una palabra más propia del arte: el espectador.
¿Por qué entonces cuando Rodchenko no había realizado, al menos todavía, algún trabajo de diseño que haya sido efectivamente comercializado, Brik es capaz de hablar de consumidores en relación con un objeto de diseño experimental? La respuesta es quizás paradójica, pues sabemos por la información de la que disponemos que el salto a la producción se dio primero en la teoría, y sólo luego en la práctica. Aún más: quizás nunca se realizó en la práctica, salvo honrosas excepciones (Stepánova y Popova en una fábrica textil, Tatlin en el diseño de objetos domésticos y Karl Ioganson, acaso el productivista más puro, como inventor en una fábrica metalúrgica). Esta mutación terminológica es síntoma de un cambio paradigmático en el modo de concebir la función social de la práctica artística: de ser una práctica ligada a lo inútil y el ocio (idea que Kant sistematizó ideológicamente en su estética), a una ligada a lo útil y el trabajo. Consumidor en lugar de espectador, producción en lugar de creación, construcción en lugar de composición, objeto en lugar de obra, técnica en lugar de inspiración, productor en lugar de artista: el productivismo existía como lenguaje y teoría antes que como práctica propiamente productiva. De ahí que el «salto» a la producción de estos artistas, que tanto se esmeraron en quemar las naves del arte del pasado y armarse de un aparato técnico y conceptual nuevo, pueda asemejarse a un salto al vacío. Esto por una razón bien sencilla: en el fondo, la alicaída industria soviética de los años veinte no necesitaba artistas–ingenieros, sino ingenieros a secas, especializados en las técnicas de producción modernas, sobre todo en los modelos tayloristas y fordistas que los bolcheviques admiraban abiertamente. En ese sentido, creo que no sería erróneo pensar que más que presidir la producción de “objetos socialistas”, los productivistas, en boca de sus grandes teóricos como Tarabukin y Arvatov, habrían configurado una cierta ideología de la producción y del trabajo creativo, interesantísima por cierto, pero a fin de cuentas más eficaz en términos propagandísticos que en los hechos de la industria.
Por eso, volviendo a las preguntas de un comienzo, me parece que es más interesante pensar que la relación entre arte y producción fue más bien una tensión irresoluta, un horizonte que chocó constantemente con la realidad de la producción moderna, en este caso la industrial, que exige que el artista sea, en el mejor de los casos, un diseñador de productos. Es decir, alguien que está al servicio de la producción, que alimenta su suministro, no alguien que la transforma o que cumple una función progresista; no, en definitiva, un “organizador de la producción”, como los mismos productivistas querían. Sin embargo, y de esto quisiera hablar en lo que viene, es justamente esta tensión la que hace que la experiencia productivista brille con mayor intensidad a la hora de pensar las posibles tareas transformadoras del arte de hoy en su relación incómoda con la técnica.
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