Una estrella de rock decadente relata a un discreto periodista como ha logrado salvar su vida gracias a las descabelladas leyes de Milei.
Cualquier parecido con la realidad futura será pura coincidencia.
Yo sé que lo que hice no es del todo correcto, pero es legal. Fue su presidente que lo anunció con bombos y platillos, si mal no recuerdo dijo: “En nuestro país hemos dado un nuevo paso hacia la libertad”. Claro que hubo escándalo, por todo el mundo aparecieron supuestos especialistas, estaban los que condenaron la ley, tachándola de peligrosa e inmoral y por otra parte los que pensaban lo contrario, los que vieron en su presidente a un innovador, a un “nuevo mesías de la libertad”. De todos modos, perdóneme que me ponga filosófico tan pronto, pero la palabra “libertad” significa cualquier cosa, basta con revisar la historia. Napoleón, Hitler, Mussolini, Stalin, Mao, Mickey Mouse y cuantos otros más persiguieron la libertad ¿y qué pasó? Usted ya sabe. Lo siento si me voy por las ramas, es que estos temas apasionan. ¿Dígame que le sirvo? ¿Lo mismo que yo? Perfecto. Ah ¿¡ya encendió la grabadora!?, me hubiese dicho. En ese caso seré directo, a su presidente yo lo encuentro detestable. Anótelo. ¿Que no es necesario?, anótelo igual. Estoy convencido de que el pueblo se ha equivocado, y si hubiese votado por el otro mafioso también se hubiese equivocado, y es más, aquí en mi país también se equivocaron, todos nos hemos equivocado al seguir votando, al continuar con este modelo de “democracia representativa” que representa solo a los jodidos reptilianos y sus monigotes. Como me dijo un sabio que conocí en un bar de Los Ángeles: “la única diferencia entre una dictadura y una democracia es que en la democracia tú eliges al que te va a pisotear las entrañas”, y hablando de entrañas… ¡vamos sírvase con confianza!
Apenas supe del Boom, pues no la pensé dos veces, es que el Boom hay que aprovecharlo, porque tú sabes, ¿te puedo tutear? Perfecto, el Boom hace BOOM y después queda el silbido solamente, las copas rotas, las botellas vacías, los globos desinflados, las guirnaldas pisoteadas. Aproveché entonces. Tú pensarás que soy un cínico. Probablemente lo soy, pero a la vez soy extremada mente talentoso y rico. En mi país dicen que soy el padre, el rey del Rock, la ciudad donde nací, una ciudad gris y sin interés, hoy es conocida como la cuna del Rock. ¿Increíble no?, anótalo. Pero volviendo al canalla de tu presidente y el Boom. Confieso que al principio como todos, no creí posible que pudiera llegar tan lejos. ¿Comercializar órganos legalmente? es una idea a todas luces descabellada. ¿Cuántas veces le rechazaron el proyecto? Tres o cuatro veces, ya no me acuerdo. Pero lo increíble fue cuando la gente comenzó a pedirlo en las calles. Honestamente yo pienso que el pueblo se vio empujado por el hambre y la miseria. La gente protestaba con el slogan “mi cuerpo mi decisión” y como sabes, ese era un eslogan de las abortistas que paradójicamente hoy ya no tienen el derecho a abortar. Pero volviendo al tema. Cuando la ley pasó por la cámara de diputados y luego fue ratificada por el congreso, pues, ahí fue que la cosa explotó.
Yo ya me había hecho un trasplante hace casi dos años, el programa de salud pública de mi país lo había cubierto, y no pagué un peso, bueno quizás algo pagué, algunos milloncitos para aceitar los engranajes de las listas de espera. Un pelo de la cola de este perro viejo, el rey del rock. Y todo fue de maravilla, me sacaron el órgano en mal estado y me instalaron uno bueno de un muerto fresquito. La prensa inventó que usé mis influencias para colarme en las filas de espera, la gente se escandalizó, me acusaban de haber “corrompido el sistema” ¡ja! Si el sistema ya está todo podrido. Después de darme de alta el doctor me dijo que no me hiciera ilusiones sobre volver a hacer mi vida normal. El matasanos que era rígido como un poste de luz y que de seguro fan mío no era, me dejó estrictamente prohibido beber una gota de alcohol. Se me vino el mundo encima. Te lo juro que intenté dejar el alcohol. Bebí litros de té y café en invierno y en los días calurosos de verano probé beber zumos de frutas, agua con gas e incluso kombuchas. No pude. Es que el proceso creativo exige ciertos sacrificios Dionisiacos y eso si no lo vives no lo entiendes. Así somos los creadores. Hay contratos y hay necesidad espiritual también. Además, soy responsable de mantener mi paisucho a flote, tú ya sabes, basta con un par de acordes y unos quejidos temblorosos de mi voz de plata, y el radar de la Rolling Stones Magazine se vuelve loco. Pero volviendo al tema. Me abstuve. Momentos jodidos y creativamente nulos, en las redes mis fans comentaron pestes por la cancelación de mi gira sudamericana. Los últimos meses de abstinencia fueron un horror, me peleé con medio mundo. Me peleé con mi grupo, con mi productora, con mis distribuidores… mis amigos huyeron, mi mujer se fue a vivir con su madre, mis hijas se fueron al extranjero, entonces de pronto me quedé solo en mi casa, mirándome en un espejo que ya no me reflejaba, comprendí que una parte de mí también había escapado, comprendí y no aguanté, me pedí por internet un container de licores espirituosos y me puse a chupar otra vez, como un cosaco. Es que yo soy peligroso. Yo no soy uno de esos rockeritos de porcelana, yo soy PE-LI-GRO-SO. Deliré de lo lindo y escribí poemas preciosos que después resultaron ser horrendos, pero me sentí bien, me sentí de nuevo como yo mismo, me volvió el alma al cuerpo. Hasta comencé a sentir los dolores de antes… y mi reflejo volvió al espejo, pero lo que vi ahí al frente francamente me asustó. Tenía la piel y los ojos amarillos, mis encías inflamadas apenas sostenían mis dientes, y además orinaba sangre… el médico me internó inmediatamente. Un día me habló en privado y me dijo que la había cagado de lo lindo y que era un irresponsable al pensar que mi hígado iba a resistir un maratón de chupitos y combinados. El matasanos me recordó que había recibido un trasplante de un hombre viejo, bebedor también, pero no compulsivo como yo. Sentí náuseas al pensar que tenía dentro mío un repuesto de segunda mano, un hígado de algún obrero o de un oficinista. Entonces le pedí al doctor que me pusiera uno nuevo. Pero él me respondió que había un protocolo y que además era imposible hacerlo de un día para el otro, que ni él ni ningún otro médico del país podrían hacer nada por mí de manera irregular, esto a raíz de la última polémica. Me dijo que él arriesgaba su pellejo solo por tener esta reunión informal. Le ofrecí una buena suma. Sus ojos brillaron y pude ver como saboreaba aquel dinerito. Pero se negó, el hijo de puta no me dejó otra opción. ¿Quieres otro? Yo me serviré otro. Ahora viene lo que te interesa.
Entonces me comuniqué con un músico de tu país, que en los viejos tiempos me movía una falopa de los dioses, obvio que lo conoces, el caso es que el músico pasó algunos llamados y en cuestión de días me puso en contacto con una pequeña y al parecer reconocida clínica de Buenos Aires. Contraté a dos guardaespaldas para que me llevaran. No me sentía de lo mejor, así que los guardaespaldas se encargaron de todo, me subieron al avión y vigilaron mi dieta. También cuando yo lo deseaba me servían algún traguito, de esas botellitas que hacen que uno lleve mejor el viaje y se ponga ingenioso y atrevido. Intenté pagarle a una azafata por un servicio especial, tú sabes, pero ella me acusó y estuvieron a punto de lanzarme en caída libre sobre la cordillera. Hubiese sido un glorioso final. Pero no, este poeta, el rey del rock debe vivir. Me comporté. En el estacionamiento del aeropuerto Ezeiza me esperaba un Sedan de espejos ahumados, el auto estaba recién encerado. El conductor me abrió la puerta y partimos rumbo a la clínica.
Entrando en la capital pude observar que la miseria en el conurbano había empeorado, la gente se reunía frente a fogatas para pasar el frio, tomaban mate y compartían sobras de la merienda. El conductor me decía que la dolarización del peso había fracasado y como era previsible, los ricos que pudieron comprar más dólares se hacían más ricos y los pobres más pobres. Sin la asistencia social ahora era verdaderamente un sálvese quien pueda. En las callejuelas también pude ver a varias menores de edad ofreciendo servicios, la policía les ignoraba, era como si esas niñas fueran invisibles. Una calle más arriba, observamos una trifulca de drogadictos, algunos de rodillas daban golpes al aire, se movían de manera torpe como títeres enredados en sus hilos, el conductor me dijo que eran los enganchados al fentanilo, una droga barata que se vendía libremente en las farmacias de todo el país, sin embargo, tal había sido su éxito en la capital que ya no había abasto. Me dieron ganas de escribir una canción. Tragué unos sorbitos de vodka que me ofreció el conductor y garabateé algunas frases sueltas sobre mis impresiones de la ciudad… ¿Qué pasó con la furia? Justo hoy cuando la libertad de morirse de hambre es ley ¿qué pasó con la furia de la ciudad? ¿Es que la locura se apoderó de todos los corazones? ¿es que el pueblo se resignó a vivir en la distopía de Cadillacs y Dinosaurios? Sonreí. Bebí otros sorbos del vodka barato. Tengo un pie en la tumba, pero todavía tengo el tacto, me dije.
Llegando a la clínica, que parecía la casa de un millonario snob de pésimo gusto y no una clínica,nos recibieron un par de jóvenes. Me esperaban sonrientes y me invitaban a sentar mi culo en una silla de ruedas, primero me negué, no soy un inválido les dije, pero al salir del auto y tocar la acera sentí que me desvanecía. Todo se fue a negro. Desperté completamente entubado y rodeado de monitores. El doctor, un rubio de ojos claros y de unos sesenta y tantos años me dijo que no me asustara, se presentó como el doctor Rainer. Le quitaremos esto en un instante, me pidió que me relajase, que respirara por la nariz para evitar el vómito. Le hice caso y respiré por la nariz mientras que los enfermeros o paramédicos o secuaces del alemán me quitaban todo el asunto de manera eficaz como plomeros sin sentimientos, después me dieron un vaso de agua, con el cual me enjuagué el sabor a sangre y plástico, escupí el agua en el mismo vaso. Los guardaespaldas entraron, uno de ellos me tomó la mano, me la besó y no pudiéndose aguantar se puso a llorar. Le di una bofetada, le dije que se comportara. El doctor sonrió cuando vio la escena. El guardia salió sonándose los mocos. Le dije al alemán que ese era el riesgo de contratar a un fanático. Ajá, dijo el doctor y luego carraspeó. Me pidió disculpas por la bienvenida, a nadie le gusta despertar entubado. Me contó algo que yo ya sabía, que llegando a la clínica me había descompensado. Después fue directo al grano y me explicó claramente como serían las cosas. ¿Sigues grabando no es cierto? muy bien, porque esta es la mejor parte, voy a contártela de corrido. Dejaré aquí la botella si quieres servirte. Entonces el doctor Rainer me dijo: tenemos tres hígados disponibles, donantes certificados. Puso el énfasis en la palabra “certificados”.
*Hígado en buen estado (20.000 dólares)
**Hígado en muy buen estado (30.000 dólares)
***Hígado en perfecto estado (50.000 dólares)
Me sentí como en el Mère Brazier de Lyon o como en aquella subasta donde conseguí a “Lucille”,la Gibson de BB King. Después puedes tomarme una foto con ella si quieres. Le dije al llorón de mi guardaespaldas que trajera mi chequera. Escribí la cifra millonaria y firmé. Le advertí al doctor que este cheque valía más por mi autógrafo que por las cifras. El alemán graznó agudamente como una gaviota y guardó el cheque en un bolsillo de su bata blanca inmaculada. El doctor Rainer llamó a un empleado y le ordenó algo, se lo dijo muy suave, casi al oído, y después me miró sonriente sin decir nada. ¿Estamos esperando algo? le pregunté. Y ahí fue que en el pasillo escuché el sonido inconfundible de cristales tintineando, el empleado traía una bandeja con una botella de Moët y algunas copas. Brindamos por el Boom. Siniestro ¿no? Mientras bebíamos el champán, se me ocurrió preguntarle al doctor si acaso él tendría algo que ver con Rainer María Rilke, él me dijo que con judíos él no tenía nada que ver, le dije que Rilke no era judío que era un poeta, entonces el me respondió que no lo conocía. Le señalé que eso era lamentable, siendo Rilke un alemán como él. El doctor sentenció, “honestamente yo creo que la poesía es un asunto de maricones”. Le respondí con todo respeto “yo creo que usted es un cretino”. El rio de buena gana, gruñendo como un cerdo, y levantando su copa me dijo “pues, este cretino te va trasplantar un hígado nuevecito de paquete ¡un hígado cero kilómetros!”. Estaba imitando a Don Francisco…tú sabes, un reconocido judío. ¡Qué paradójico no!
Esa noche soñé con esos tres órganos metidos en un refrigerador, en mi sueño uno de mis guardaespaldas, abría el refrigerador y elegía uno de los hígados, el más rosado y suave, el cero kilómetros que yo había comprado. El desgraciado lo picaba en pedacitos y lo cocinaba con cebollas. Desperté horrorizado. Llamé a mis guardaespaldas. Apestaban a cigarrillos y a café. Les pregunté qué habían cenado, y ellos respondieron que pizzas, milanesas, y unas Quilmes. Le pedí a uno de ellos que me trajera algo de beber, obediente como un perro, él me trajo un vaso de cartón relleno con coñac hasta el tope. Se lo agradecí, mañana sería un gran día y como no podía dormir le pedí otro trago. Y después otro, y así sucesivamente hasta que el vaso de cartón empezó a deshacerse. El licor me adormeció el cuerpo y después el cerebro hasta que finalmente me apagué como un televisor en un asilo de ancianos.
A primera hora una asistente soñolienta me preparó para la intervención. La asistente me afeitó el pubis, el vientre y el pecho. Le pedí que se detuviera, que quería conservar mi barba, ella sonrió fastidiada y apagó la maquinilla. Luego me lavó el cuerpo con una esponja enjabonada y después me pidió que me pusiera una bata limpia. La bata dejaba mi culo peludo al aire. No me sentía muy bien así que le pregunté si de casualidad no tendría un traguito. Me dijo que no era posible. Pero de todos modos ella me fue a buscar un vaso de agua con gas, bebí un sorbo y de inmediato sentí que las burbujitas me quemaban el esófago y después las tripas. La asistente me llevó al baño. Diarrea sanguinolenta, no era buena señal. Mientras la asistente enjabonaba y lavaba mi trasero, pensé que había hecho bien al firmar ese cheque.
El doctor Rainer me dijo que estaba todo listo, solo faltaba que los padres de la niña firmaran el consentimiento. Al principio no supe que decirle. Pensé que era una broma, lo juro. Le dije ¿doctorcito usted me está jodiendo no es cierto? Y él, mirándome extrañado, no respondió mi pregunta, pero con un aire de superioridad me dijo: “Señor Manríquez, usted vino a Buenos Aires a conseguir aquello que en su país no pudo conseguir”. Abatido, afirmé moviendo la cabeza. Y siguió, “usted está al borde de la Cirrosis señor Manríquez, su cerebro está en riesgo, su vida está en riesgo, usted necesita este trasplante, sino ¿cómo seguirá creando canciones que hacen más llevadera la miseria de esos millones de fans repartidos en el mundo? Usted no puede echarse para atrás y menos por un dilema moral tan básico. Qué cree usted que hacen todas esas niñas en la calle, ¿usted cree que se prostituyen? no señor, se equivoca, la próxima vez fíjese bien en sus cicatrices. Esas muchachitas ofrecen sus córneas, algunos metros de su piel, riñones, pulmones. Son jóvenes, algunos de sus órganos se pueden regenerar. Aquellos que han logrado vender sus órganos han podido sacar de la miseria a toda su familia. Vamos, usted no es ningún ingenuo, usted esto lo sabe, en todo el mundo se habla del Boom. Lo que yo le ofrezco es totalmente legal. No hay riesgos de litigios en su contra y todo se hará en la más perfecta confidencialidad”. El alemán era brutal, pero estaba en lo cierto. Aun así, no podía entrar en el quirófano sin saber quién era esa niña a la que le estaba comprando un extrade vida.
Me arrastré afirmado en mi porta sueros hasta que llegué a una ventanilla que daba a la sala de espera. Y ahí pude verla. Era una muchachita morena, digamos, una pre adolescente, de trece años quizás. Por cómo iba vestida se podían adivinar sus orígenes provincianos y humildes. La niña ya había firmado el documento y eran los padres los que no se decidían. Esperé cruzando los dedos. Pude observar el momento exacto en que el padre deslizaba el lápiz, firmando el contrato, pero faltaba la madre. Parecía ser que la mujer no quería firmar, entonces al percatarse, el hombre agarró a su señora de un brazo y la llevó a una esquina y le dijo algo, leyendo sus labios pude comprender que le decía, que ya basta, que reaccionara, que ya lo habían conversado. La niña leía una Cosmopolitan pero se veía fuera de sí, como intentando visualizar aquello que sucedería, la vida que tendría de aquí en adelante o la muerte incluso. La madre volvió a sentarse y besó a la muchachita en la frente, le dijo que la amaba, y luego se dobló sobre la mesita. La mujer firmó el papel mientras sus lágrimas le lavaban el rostro sucio.
Volví a mi habitación retorciéndome de dolor y al rato me anestesiaron y de ahí no recuerdo nada más.
La operación fue un éxito. La recuperación más rápida de lo que había pensado. La primera semana ya podía beber agua y comer algunas papillas. Después pasé rápidamente al helado. Admito que jamás había comido tanto helado en mi vida, un helado delicioso que me traían de una gelateria italiana. Mi cuerpo había asimilado bien el trasplante, mi cicatriz apenas me picaba, el doctor Rainer estaba complacido. En tres semanas ya podía caminar nuevamente, daba paseos por el parque privado de la clínica. Sentado en una banca leía a Borges y miraba pasar las nubes de Buenos Aires. Unas nubes bajas y polvorientas. Sin embargo, mientras las nubes desfilaban sobre mí, algo me inquietaba. Pensaba en la niña. Un día le pregunté al doctor qué había pasado con la donante, él me dijo, lo único que usted debe saber es que, la “vendedora” y su familia hoy tienen una mejor vida. ¿Ella puede comer helados y saltar la cuerda? le pregunté. El doctor no me respondió. Pero en su boca apareció ese tic, una especie de sonrisa que solo los alemanes pueden hacer. Me dio unos golpecitos en el hombro y se fue a deambular por los rosedales. Al día siguiente me dio el alta.
El viaje de vuelta fue rápido, en el aeropuerto no había ni periodistas ni curiosos, al parecer nadie se había enterado de mi operación y aunque hubiesen sabido, yo era otro. Estaba irreconocible, estaba sano. Mis dientes estaban bien clavados en mis encías rosadas, había bajado de peso, mi piel estaba lisa y mi barba bella como la de un filósofo, me sentía un filósofo. Le di una patada en el culo a la muerte y podía hacer canciones de ello. Necesitaba volver a crear. Al llegar a mi casa mi mujer y mis hijas me esperaban. Comimos helados y vimos una película.Cuando mi mujer se fue a dormir, pensé en mi suerte y me dije: me siento bien, estoy bien. Salí al patio y miré el cielo infinito repleto de estrellas y satélites, y debajo de la vía láctea el silencio frío de la cordillera y mientras contemplaba toda esa grandeza pensé con ternura en la muchachita de provincia que me dio otra oportunidad. Bueno, que me vendió otra oportunidad. Busqué un puro que me había regalado el mismísimo Fidel y me serví un whisky de reserva, doble y sin hielos. En mi boca mezclé el humo con el licor. Qué mezcla deliciosa, digna de un rey, me dije y mientras el habano se consumía y la botella comenzaba a vaciarse, sentí como en mis labios afloraba una canción. Un tango. Recité mi poesía al cielo nocturno. El cosmos me observaba indiferente…
-¿Indiferente?
-Indiferente, anótalo.
Sergio Palav[ecino] Herrera (1990) Nació en la ciudad de Concepción, Chile. En su ciudad natal realizó estudios universitarios en filosofía y luego comenzó un magister en investigación social que jamas terminó. En su época universitaria publicó poesías y relatos en fanzines ahora perdidos. Al finalizar sus estudios, trabajó en una biblioteca y mas tarde de profesor de filosofía en Valparaíso.
En formato físico ha publicado poemas y crónicas en la revista hilo negro y el fanzine matamoscas. En digital ha publicado poesías en el sitio carcaj.cl.
Actualmente reside en Marsella, Francia.