El autor del premiado libro de cuentos El año en que hablamos con el mar acaba de publicar una nueva edición de su novela Taguada, que recoge un antiguo relato chileno sobre un duelo de payadores. Acá nos habla de su estilo de narración y sobre cómo, viajando, recolecta mitos y anécdotas de distintos territorios: “Hay muchísimas más de las que uno cree”, afirma.
¿Cómo sería poder hablar con todas las personas que conocen retazos de una leyenda, y entrevistarlas una a una como un investigador, tratando de encontrar el origen de la historia, incluso si son personajes que vivieron en otro tiempo y otro lugar?
Ese es el viaje al que nos invita el escritor Andrés Montero en la nueva edición de su novela Taguada (editorial La Pollera). A través de los testimonios de feriantes, soldados, periodistas, poetas, cantores, entre muchos otros, el libro nos lleva en búsqueda de la historia de un contrapunto o duelo de payas entre un terrateniente y un peón, que habría ocurrido durante varios días con sus noches en la zona central del Chile del siglo XIX . “Taguada es la idea de hacer un viaje que alguien ya hizo, recorrer el mismo camino que hizo una historia”, dice el autor.
En el lanzamiento de esta nueva edición, a inicios de abril en el Museo Violeta Parra, participaron, cómo no, los payadores Guillermo “Bigote” Villalobos e Ignacio Reyes, y también Joaquín Reynaud (Albo Lectura), quien entrevistó a Montero, autor de novelas y cuentos traducidos a varios idiomas. Ya ha recibido varios galardones, como el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska y el Premio Municipal de Santiago, y ha escrito también libros juveniles y el ensayo Por qué contar cuentos en el siglo XXI.
Montero dedica gran parte de su tiempo a eso, a contar historias. Además de escribir, forma con su pareja Nicole Castillo la compañía de narración oral La Matrioska y ambos dirigen la escuela de literatura y oralidad Casa Contada. Y, de alguna forma, varios de sus textos giran en torno a lo que las personas relatan: los narradores orales son parte de la novela que está escribiendo actualmente. Y Tony Ninguno (2016, La Pollera) es protagonizada por una joven que cuenta las historias de Las mil y una noches ante el público de un circo, tal como lo hacía Sherezade ante un rey. “Es el arquetipo de la contadora de historias”, explica. “Los arquetipos tienen la particularidad de que se van repitiendo en el tiempo. Que aparezca una contadora de historias maravillosa en otro lugar, en Chile, o un país muy parecido a Chile del año 60, es una posibilidad”.
—Hay un elemento que está en dos de tus libros, que es el viaje en el tiempo. En Taguada hay un viaje hacia el pasado y también hacia una historia que existe, que está contada de antes. En La muerte viene estilando (2021, La Pollera) hay un personaje que se traslada en el tiempo. ¿Cómo surge la convicción de incorporar ese recurso —que puede ser más común verlo en la ciencia ficción, la fantasía o los cómics—, y cómo trabajaste la necesidad de que fuera verosímil su uso?
—Esa afición con los viajes en el tiempo nace con Ogú y Mampato. Me parece que la premisa de un niño que tiene un cinto espacio-temporal y puede viajar a cualquier parte y tiempo de la historia, incluso en el futuro, es muy increíble. He sido muy lector de Ogú y Mampato y de historietas en general. Yo estudié Historia como un semestre y medio, y ahí me di cuenta de que, al menos como esos profesores pensaban la Historia, no era como la pensaba yo, porque estaban tratando de interpretar a partir de fuentes, y yo lo que quería era estar ahí: no me interesaba mirar las fuentes, ni citar, nunca me interesó eso. Obviamente es imposible, no se puede ir al pasado, pero la ficción tiene esa maravilla que permite hacer esos viajes.
»La otra vez leía una crónica de Martín Caparrós: él trataba de hacer el mismo viaje que hizo un cronista que fue en busca de Livingstone, el famoso aventurero inglés que se había perdido en África. Este cronista hace un viaje enorme y finalmente lo encuentra. Martín Caparrós hace el mismo viaje como cien años después para rememorar eso. Entonces, en Taguada yo pienso hacer lo mismo, pero recorrer el mismo camino que hizo una historia, que es algo que en verdad no se puede hacer, son puros imposibles, estoy partiendo de esa base, y los caminos de una historia tienen que ir hacia el pasado, y la única forma de hacerlo era inventarse el camino. Así que finalmente miro Taguada y digo: esta es la forma de escribir este libro, solamente se puede escribir así».
»Y después hay otro tema que aparece y que tiene más que ver con La muerte viene estilando, y que es una pequeña convicción de que el tiempo en algunos lugares existe de una forma distinta, no es que no existe el tiempo, sino que no puede ser el mismo que en la ciudad. Cuando uno va al sur o a pueblos cerca de Santiago también, llega y dice: acá hay otro tiempo, en el horario, porque nada se respeta en la hora que se había dicho, pero incluso en la tecnología, porque hay menos, porque no llega la señal todavía. Los días son más largos, porque hay menos cosas que hacer, hay menos películas que te hagan sentir el tiempo más corto. Mi impresión es que en esos lugares, especialmente en los rurales aunque no son los únicos, hay más tiempo para las historias. A partir de esta convicción de que el tiempo corre distinto, integro el tiempo en todos mis relatos, en algunos con viajes en el tiempo, como en La muerte viene estilando, pero también en El año en que hablamos con el mar, que es mi última novela, todo se trata del tiempo, del tiempo que ha pasado de los hermanos que no se han visto, del tiempo que se pasa en la isla, del tiempo en que no se puede salir (de la isla, por la pandemia)».
—Tus historias en general transcurren en escenarios distintos a la ciudad o al entorno urbano, por ejemplo, el fundo, la caleta, el circo, el campo, una isla. ¿Qué te motiva a buscar ese tipo de escenarios? Porque hay una literatura contemporánea que es muy de la ciudad, quizás del drama más existencial de la vida actual, y es muy distinta a tu narrativa.
—Primero tengo que confesar que no lo sé. También he escrito de la ciudad, tengo una novela juvenil que está ambientada cien por ciento en Santiago, mi primer libro de cuentos que nadie recuerda, ni yo, son todos cuentos ambientados en la ciudad. Y dentro de la pluralidad de mis libros también aparece la ciudad, lo que pasa es que aparece secundariamente. Así como desde la ciudad vemos el campo como “eso que está pasando más allá”, en mi libro está lo rural, el campo, la caleta o la montaña, y la ciudad es eso que está pasando más allá, es al revés. Quizás por un lado, como lector, no engancho mucho con el libro contemporáneo del hombre o la mujer que vive solo en su departamento y está un poco deprimido, me aburre, la verdad, entonces puede que tenga ganas de hacer algo distinto. Y también me pasa que yo recorro mucho los campos, especialmente, o ciudades más chicas, buscando historias, y también lo he hecho en Santiago, en poblaciones, barrios. La dinámica que se da en el campo me resulta mucho más atractiva, es un lugar muy privilegiado para escuchar historias y para contarlas también. Entonces, por ejemplo, creo que una historia sobre dos hermanos que no se han visto hace mucho tiempo (El año en que hablamos con el mar), ¿podría haber funcionado en una ciudad? Probablemente sí, pero todo lo que contamina la historia tengo que ir despejándolo de la ecuación, entonces funciona mejor para la historia que sea en una isla. Tiene que ver con eso: uno, elegir un escenario donde las historias tienen más lugar, o un lugar más privilegiado, y también con un gusto o inclinación más personal por describir la naturaleza más que describir los edificios y las calles. Eso no creo que sea ni bueno ni malo, hay escritores que lo hacen increíble describiendo la ciudad, yo no sé si estoy en ese lugar.
—En una entrevista más antigua contaste que para escribir Tony Ninguno estuviste un tiempo viviendo en un circo. ¿Cómo fue esa vivencia? ¿La has replicado para escribir otros libros?
—Bueno, “viviendo” es mucho decir, estuve una semana, pero me fui a meter un circo itinerante que estaba en Rengo en ese momento y estuve ahí unos días aprendiendo, mirando, me sirvió muchísimo. Recuerdo con mucho cariño esos días. Era un mundo muy desconocido y a mí no me interesaba el circo como cuando pago una entrada, sino que me interesaba lo que pasaba atrás del circo, así que fue muy necesario (estar ahí). Y después he tratado de replicar eso para Taguada: hice un viaje a San Vicente de Tagua Tagua y estuve preguntando, y fui a los museos, y después en Santiago también, preguntando. Bueno, (hubo) mucho de meterse en el mundo de la paya, de conocer a payadores, el canto a lo poeta en general. Con La muerte viene estilando, no: lo escribí en pandemia, así que no hice ningún viaje, sino que más bien recuperé las historias que yo había escuchado y había visto cuando viví en La Unión un año, y de todos los viajes al sur, hice un compendio de lo que ya había. Y con El año en que hablamos con el mar, yo estaba viviendo en Barcelona, así que toda esa parte está ahí con esa experiencia, y no pude ir a la Isla Mocha —que es donde se ambienta, aunque no está mencionado—, por la pandemia. No pude viajar porque corría el riesgo de que me pasara lo mismo que a mi personaje (quedarse atrapado en la isla sin transporte hacia el continente).
La búsqueda de historias: “Yo lo que hago es ir a escucharlas, porque están vivas”
—En varios de tus libros hay elementos de leyendas, de hechos mágicos o sobrenaturales, como el pacto con el diablo, la campana sumergida que suena, el bastón del Trauco en el cuento Te vai a quedar colgado, diablo (2025, revista Origami). Tienes el libro El bestiario de Chile (2023, SM). ¿Cómo te adentras tú en ese mundo de las leyendas? Como también son muy orales, no necesariamente hay un canon de cuáles son las historias y las características de cada personaje, si tenía dos patas, tres patas… ¿Cómo lo abordas tú?
—En El Bestiario de Chile están retratados 26 seres mitológicos chilenos, y la información toma un poco de lo que otros investigadores han recogido a lo largo de la historia, pero la mayor parte, digamos el 70 por ciento, es de lo que me han contado. Entonces, lo más lindo es que nadie te lo cuente igual. Y por eso yo tenía tanto miedo de fijarlo. Y además que (los relatos) iban a ir ilustrados. Entonces (me preocupaba) que después un niño lo lea y diga “no, el Piuchén es así”, porque lo vio en un libro. Tratamos incluso de que la ilustración no coincidiera cien por ciento con lo que estaba escrito. Y además yo lo redacté con un narrador colectivo, que fue una prueba de lo que hice después en El año en que hablamos con el mar. Entonces (en el libro) decían, “bueno, a nosotros nos han contado que el Piuchén es así, otros dicen que…”. Cada uno es un pequeño relato en que le están contando a un viajero que va recorriendo Chile “mire, siéntese aquí, le vamos a contar, el Caleuche se aparece”, y le van contando. Eso se integra en los libros, porque estos son libros más como de leyenda, más juveniles, donde entran súper bien, a los cabros les encantan las leyendas. Y en los libros más de adultos, (las leyendas) aparecen como parte del relato general de los habitantes de una comunidad. Entonces aparece la leyenda de la campana un día —acá aparece la isla Mocha, pero yo la escuché en la zona de Coquimbo, que decían que sonaba una campana—. Si hay una campana o no, no importa. Lo importante es que la gente dice que suena una campana. Yo nunca entro en el tema de si es verdad o no es verdad, sino de si es importante o no para las personas que cuentan esa historia. Eso está retratado, la síntesis de eso, en el cuento que mencionabas, Te vai a quedar colgado, diablo.
—Yo soy originalmente de Copiapó, y me ha pasado que si uno empieza a buscar leyendas, encuentra, encuentra, encuentra. Al menos con el norte, me impresiona la cantidad de historias que hay y que están escritas por aquí y por allá. En tu caso, ¿cómo empezaste a descubrir este abanico de leyendas?
—Primero, mi papá ha sido muy de contar historias y entre esas, él nos contaba que se le había aparecido el Tuetué. Yo después tomé esa historia y la escribí en un libro juvenil. Entonces estaba ahí dando vueltas. Las historias que a mí me interesaban eran cuando hablaban de que al abuelito se le aparecía el diablo… Después yo fui scout y desde los 13 años teníamos que recorrer a dedo, en grupo sí, pero sin jefes, los puros cabros, y ahí, sobre todo los camioneros que te llevaban estaban aburridos y querían ir contando. Entonces ahí iban contando cosas y yo me fascinaba especialmente de todo lo que se contaba. Después, cuando ya era más grande y podía mochilear por mi cuenta, lo que hacía era siempre irme a dedo, incluso aunque hubiera trabajado y tuviera plata para pagarme un bus, era mucho más choro irse a dedo, porque aparecían las historias. Y creo que ahí fue cuando me di cuenta de que estaba repleto. Muchas veces me preguntan, ¿tú haces rescate de leyendas? Y yo digo, no, rescate no, porque rescate sería si están enterradas y nadie se acuerda de ellas, pero yo lo que hago es ir a escucharlas porque están vivas. Lo que pasa es que desde Santiago o desde las grandes ciudades de Chile no hemos hecho ese ejercicio, no más, pero no es que no estén. Entonces, yo digo que rescate no: rescate sería lo que hacen la gente que trabaja con archivos y se va a meter algo que está perdido en la biblioteca, y eso es un rescate. Nos pasa con la Nicole, mi señora, que tenemos la compañía La Matrioska, cuando tenemos tiempo y terminamos una función de cuentos con niños, con adolescentes, abrimos la palabra. Y entonces los cabros empiezan a contar cosas y todos tienen un montón de leyendas, de historias, o historias que les han pasado, y solamente que a lo mejor nos les han dado el espacio para que las cuenten. Está súper vivo, y hay muchísimas más de las que uno cree. Y no solo leyendas, sino que sucedidos, todas las formas que tiene la realidad, chistes, todo eso.
Una revelación o muchas: la diferencia entre el cuento y la novela
—En tus libros en general hay una historia que avanza, hay un escenario, personajes, diálogos, hay voces diversas, hay cierta acción, aventura, y también hay reflexión, pero no son historias de un monólogo interior en donde lo que prima son las sensaciones, las reflexiones, como ocurre a veces en la autoficción. Tus historias son bien visuales, podrían ser un cómic o una película. Y si bien hay cosas que ocurren dentro de los personajes —incluso Tony Ninguno está narrado directamente en primera persona—, hay una historia que está ocurriendo siempre afuera, en la interacción de los personajes, en el entorno, en el viaje, en el que llega, en el que se va. ¿Por qué prefieres ese tipo de narrativa?
—A mí hay libros, como lector hablo ahora, que no tienen una trama demasiado clara, que tienen un personaje que puede divagar y que uno no sabe exactamente hacia dónde está yendo, o en los que directamente no pasa nada, que me encantan. Yo puedo, como lector, enganchar mucho con una voz. Y yo creo que la gente, cuando lee, finalmente está buscando una voz, por sobre todas las cosas. Yo trato de construir una voz. Eso es lo primero. Pero es verdad que siempre voy a la figura del viajero que se pierde en la noche, y va a tocar a una puerta de una casa y aparece un viejo y dice “bueno, sí, yo lo alojo esta noche”. Y entonces están los dos ahí, y el joven mira al viejo y le dice: “Cuéntese un cuento, usted que vive acá, ¿qué onda? ¿Por qué vive acá tan solo?”. Y el viejo le dice: “bueno, te puedo contar cómo es un día de mi vida, un día cualquiera, o te puedo contar la mejor historia de mi vida. Elige. Pero te voy a contar solamente una o las dos”. Yo he visto que hay escritores y lectores que elegirían un día cualquiera de su vida. Y eso puede ser muy bonito. Y hay otros que elegirían, “no, cuéntame la mejor historia que tengas, ya que estamos en ésta”. Yo creo que yo elegiría la mejor historia que tenga. Ahí hay una elección que puede dividir a los escritores en dos. Pero, sin que sea mejor o peor, porque como dije, me gustan mucho otros que eligen la historia de un día cualquiera. Y ahí, como la trama no es tan atractiva, se la juegan todo en la voz y tratan de que ese día represente algo que puede ser incluso mucho más profundo. Pero yo preferiría que me cuenten una buena historia. Y que ojalá también hable de todo lo demás, ¿no? Creo que hay un desafío interesante.
»Después, creo que también pasa que hay muchas historias dando vueltas y las series se están produciendo cada vez más, la televisión, el cine, para hacer historias muy increíbles donde termina el capítulo y tienes que seguir viendo. La competencia es muy desleal. A mí no me gusta hacer pantanos: yo le llamo pantano a cuando uno está leyendo algo y como que no avanza, está medio perdido… No es lo que yo quiero hacer. Hay lectores a los que les encanta ese desafío; yo soy lector como hasta la mitad, a veces, y cuando ya es mucho rato ya me empiezo a aburrir. Y también esto se lo escuché a (Alejandro) Zambra alguna vez, que decía: “Yo cuando era chico lo que le pedía a los libros era que no me aburrieran y ahora que soy grande le pido a los libros que no me aburran”, o sea, como que no ha cambiado nada, les sigo pidiendo lo mismo. Yo sí tengo una preocupación por no aburrir y sé que a veces aburro o que eso puede pasar pero al menos he hecho un esfuerzo por no hacerlo. Y entonces la trama y los personajes y que la historia avance tiene que ver con que lo que finalmente uno quiere decir, que está escondido, la gente no se lo pierda por aburrimiento. No es más que eso, al final».
—En una entrevista contabas que cuando escribiste La muerte viene estilando, primero escribiste un cuento, el del velorio, y que de ahí fuiste tirando hebras de otras historias, pero que dejaste otras hebras sin contar que podrían ser para otro relato. ¿En qué momento tú dices “hasta acá voy a contar, hasta acá está el libro y si hay otro relato lo voy a tomar después”?
—Buena pregunta, porque no lo tengo tan claro. Ahora, lo que yo sí sé es que para que un cuento funcione tiene que tener zonas grises y zonas nebulosas. Los cuentos que son diáfanos no funcionan. Sabía que había algunos aspectos del relato breve que tenían que quedar sin responder, aunque uno se los pudiera imaginar. Yo creo que los cuentos funcionan así. En cambio, las novelas no tanto. Yo creo que la diferencia entre los cuentos y las novelas, obviamente tiene un elemento que es la longitud, pero la longitud no es porque sí, sino porque un cuento persigue una única revelación. O sea, está todo el cuento hasta llegar a una revelación, en el lector y en los personajes. En cambio, la novela puede tener muchas revelaciones. Ésa es la diferencia entre el cuento y la novela, al menos como lo entiendo yo. Entonces, si bien hay historias que se van abriendo, no pueden completarse porque habría más revelaciones y eso ya es una novela, en mi opinión. Y quizá por eso decido dejar algunas afuera para que nos vayamos a la revelación que a mí me interesa. Por ejemplo, en el cuento “El duelo”, que es el cuarto cuento de La muerte de viene estilando, son dos tipos que se van a enfrentar a duelo después de 15 años. Caminan por el mar, las olas les pegan encima, se tienen que ayudar para salvarse y finalmente casi se mueren. Y la revelación tiene que ver con que miran su vida, ahora que en verdad están a punto de morirse, es más interior. Si yo contaba por qué se están enfrentando y me iba por allá, ya estaría hablando de otro tipo de relato, más largo, una novela corta. La historia de por qué se pelearon y se estaban buscando para enfrentarse a duelo 15 años después de lo sucedido, yo sí me la sé. Otra cosa es que no la haya contado. La tengo abierta para poder contarla en otro momento o para no contarla nunca.
La próxima novela
En el camino de buscar historias, Montero está preparando un viaje a Bogotá: parte importante de su próxima novela ocurre en esa ciudad. “Es la mejor investigación del mundo, porque yo mismo me pongo el tema. Voy a lugares donde tengo ganas de ir”, dice.
Esta vez la historia será del género policial y, según indica el escritor, será más larga que las novelas que ha escrito hasta ahora.
“Uno de los temas centrales es el viaje y aborda el mundo de los narradores orales profesionales, de los festivales de narración y de los egos que hay dentro. En Bogotá, la narración oral latinoamericana tomó mucha fuerza en los 90, en la época de Pablo Escobar. Fue una respuesta a la violencia de los jóvenes universitarios de Bogotá y después de Medellín, de Cali”, cuenta. “Quiero tomar esa fuerza para construir este relato que nace ahí, en ese espacio, pero que después viaja por todo el mundo”.
Perfil del autor/a: