/ por Luis Martín–Cabrera
Profesores hay muchos, maestros hay muy pocos, cada vez menos. Los primeros transmiten conocimientos, información, datos; los segundos enseñan a pensar, abren horizontes y sobre todo transforman a las personas. Josefina Ludmer era una Maestra en toda la extensión de la palabra, era portadora de un “enseignement”, como lo llamaba Lacan: un estilo, un lenguaje, un don del que nadie podía salir indemne. Por eso, sus clases provocaban rupturas epistemológicas, desgarros íntimos, epifanías o catástrofes, pero al final del camino siempre nos aportaba su lucidez de judía errante porteña, su vagar intelectual que abría horizontes para pensar la literatura y el mundo siempre de manera original y provocadora.
Recibo la noticia del fallecimiento de Josefina Ludmer a través de un correo de mi amiga Luz Horne y se me agolpan los recuerdos en el pecho. Llegué a Yale una primavera de 1998 para observar una de sus clases y me dejó completamente deslumbrado. Yo no era más que un joven de provincias con una formación clásica en filología, esa atrabiliaria disciplina que todavía da nombre a la carrera de letras en España, y con un conocimiento más bien exiguo de América Latina. En aquella clase, Josefina Ludmer cuestionó todas mis certezas: preguntaba a sus alumnos cómo leían literatura latinoamericana, porque hay muchas maneras de leer –muchas “posiciones de lectura” decía ella– y cada una de ellas implica riesgos, motivos y efectos políticos diferentes, armaba constelaciones de textos impensables para mí -Bolívar con el Subcomandante Marcos, Borges con un Foucault puesto patas arriba desde las orillas del Río de la Plata y hecho carne en los idílicos pastos de la Universidad de Yale– y, sobre todo, hacía que la literatura importara para el mundo, que leer literatura latinoamericana fuera una manera de entender las vicisitudes del continente, la relación entre economía, política, cultura, historia… en una hora me llevó para siempre a años luz de las clases de la Universidad de Salamanca, en tres años me dio un lenguaje para hablar de América Latina del que carecía hasta ese momento.
A Josefina Ludmer le precedía su leyenda. “La china” como la llamaban en Argentina, y como nosotros –Luz Horne, Daniel Noemi, sus estudiantes de Yale– nunca osamos llamarla. Había sido la “profesora compañera” en los años montoneros, discípula de David Viñas, junto a Beatriz Sarlo (de quién se distinguió en tantas cosas que no vale mencionar ahora); participó del mítico grupo de la revista “Contorno”, donde conoció a su primer marido, Ramón Alcalde; fue profesora de la “Universidad de las Catacumbas” cuando la dictadura la expulsó de la cátedra de literatura latinoamericana de la UBA y, desde su casa, decidió sostener el pensamiento crítico en una serie de lecciones que sus estudiantes de entonces no han olvidado. Era también la profesora exiliada que viajo a San Diego primero y a Princeton más tarde con Ricardo Piglia. Era, sobre todo, la autora ya entonces de tres libros imprescindibles: Cien años de soledad: una interpretación (1972), Onneti. Los procesos de construcción del relato (1973) y El género gauchesco: un tratado sobre la patria (1988).
El primer seminario que tomé con ella fue su fundacional “indios, gauchos y negros: alianzas y voces en las culturas latinoamericanas”. La premisa fundamental del seminario –la ”hipótesis de lectura” en su terminología– era que las literaturas indigenista, gauchesca y anti-esclavista surgieron en momentos de internacionalización de las economías exportadoras de cada uno de los países en que surgían. En esa coyuntura económica los letrados hacían una alianza con estos Otros (indios, negros y gauchos) por la cual “usaban” el cuerpo y la voz de éstos para construir una literatura que mediaba entre el Estado y las clases subalternas dando voz en la escritura a ese gigantesco repositorio de conocimientos e historias que es la oralidad en América Latina.
La hipótesis era sugerente, pero lo más interesante es que el “tema” servía como pretexto para enseñar a leer literatura latinoamericana a través de la construcción de “máquinas de lectura”. En un gesto muy latinoamericano, Ludmer había canibalizado completamente el pensamiento deleuziano para sus propios fines. La máquina de lectura debía, en primer lugar, construir una constelación de textos que transcendiera las categorías clásicas de la teoría literaria (i.e. autor, obra, género) poniendo un problema en el centro (“aquello que se trataba de conocer en y desde la literatura”). La máquina incluía temporalidades, conflictos, voces, espacios, problemas, líneas de fuga desde donde construir un diálogo crítico y anti–totalitario y, sobre todo, relaciones de poder: asimetrías de raza, género, clase, los modos de construcción de la ley y su transgresión, los relatos del dinero y su reverso. Creo que si se pudiera resumir la obra de Josefina Ludmer en dos términos, estos serían “literatura y poder”, y tal vez dependiendo de la época, “cultura y poder”. Para quien no conozca la obra de Josefina Ludmer basta leer “Las tretas del débil”, su artículo sobre Sor Juana Inés de la Cruz, para entender como pensaba la relación entre cultura letrada y poder a partir de las máquinas de lectura que construyó y deconstruyó toda su vida.
Pero Josefina era además una gran lectora, dueña de una imaginación crítica insuperable y de un rigor intelectual que no cedía ante nada ni ante nadie. En sus clases aprendí que leer es una forma de creación, una forma de construir significados a base de asociaciones libres, como en el psicoanálisis, que, a la vez, se deben apoyar en un cruce de discursos que las sostengan. Las lecturas de Josefina no dejaban indiferente a nadie, siempre se rehusaba a tomar caminos ya transitados por la crítica; buscaba iluminar. Una vez armó una lectura de Los Naufragios de Álvar Núñez Cabeza como relato de ciencia ficción: los españoles perdidos en la península del Yucatán y viviendo entre los indios eran como terrícolas enfrentándose a una serie de extraterrestres con los que no compartían lenguaje ni cultura, los tropos del género ciencia ficción servían de pantalla para leer la crónica colonial desde otro lado. Se divertía, como Borges, usando el anacronismo para desarmar la linealidad de la historia literaria y generar lecturas nuevas de textos viejos.
A diferencia de otras y otros críticos literarios, los escritores la respetaban precisamente por eso, por su imaginación crítica. Cuentan -probablemente sea una anécdota apócrifa- que Osvaldo Lamborghini se encontró a Ricardo Piglia en el metro tras la publicación de Respiración Artificial y le dijo “Che, qué linda novela te escribió La China”. Como digo, es muy probable que sea una anécdota apócrifa, pero como todas las historias apócrifas contiene una verdad: que para Ludmer la crítica y la escritura literaria eran el haz y el envés, que había múltiples puentes entre las dos orillas, que la mejor crítica y buena parte de la mejor literatura latinoamericana surgían de esa lubricidad que desarmaba los límites de la autonomía literaria y subvertía todos los órdenes discursivos heredados de los amos del norte.
Pero no todo eran días de vino y rosas con Josefina. Cualquiera que haya estado en sus seminarios sabe que era una persona difícil. Su metodología de enseñanza se basaba en decir frontalmente las cosas, con una honestidad muchas veces rayana en la crueldad. En sus clases, no era raro que alguien saliera llorando o que te soltara un exabrupto hiriente que te dejaba pensando que no servías para nada. Una vez –lo he contado tantas veces– me soltó de improviso un: “Vos, el problema que tenés es que teorizás demasiado rápido y el resultado es un poco simplista”. Me quedé una semana angustiado (éramos muy dramáticos, cosas de la juventud). No era infrecuente tampoco que prohibiera palabras o conceptos: en plena efervescencia de los estudios subalternos, nos prohibió usar la palabra «subalterno». Otra vez también prohibió la palabra «representación» obligándonos a hacer piruetas retóricas para hablar de la representación literaria. Las palabras y los conceptos prohibidos cambiaban de semana en semana, complicando las cosas aún más. Le cargaba la pereza de pensamiento o las modas teóricas, era su manera –tal vez autoritaria– de enseñarnos a no caer en los lugares comunes, de exigirnos pensar por nuestra cuenta y no con conceptos prestados.
No era fácil trabajar con ella, yo no fui capaz de hacerlo, tuvimos un desacuerdo antes de escribir la propuesta de tesis, discutimos, decidí marcharme de la Universidad de Yale y no trabajar con ella. Sus condiciones eran imposibles, su brillantez (eso probablemente lo veo sólo ahora) tampoco me dejaba pensar por cuenta propia, sólo ser su epígono. Hay que matar al padre para contar la historia. Cuando se jubiló de Yale, Daniel Noemi me propuso ir al homenaje que le hacían. Dudé un momento, igual que a la hora de escribir estas palabras, si debía asistir. Al final fui por respeto a todo lo que me había enseñado, más allá de cualquier diferencia. Al entrar en el café donde estaba con muchos de sus estudiantes, muchos de los cuales no conocía, me sonrió, me dio un abrazo y dijo: “Luis es el estudiante más subversivo que he tenido nunca”. Dado el peso simbólico de la palabra le pregunté: “¿Y eso es un elogio o una crítica?” Me miro fijamente y me respondió “Obvio, que es un elogio”. Supe en ese momento que todo estaba perdonado y que todo Maestro, o Maestra en este caso, necesita de uno o más discípulos heterodoxos.
A partir de ese momento nos escribíamos de vez en cuando. Fui dándome cuenta con el correr de los años de todas las cosas que me había enseñado. En el año 2013 la visité en su casa de Buenos Aires, ya estaba enferma. Había publicado recientemente una serie de artículos sobre la crisis de la autonomía literaria y su libro-crónica-diario Aquí América Latina. En las entrevistas que concedió decía que ya no le interesaba leer sólo literatura, sino usar las herramientas de la crítica literaria para leer el presente, para destejer los hilos que construyen la realidad, decía incluso, como provocación, que ahora se dedicaba a leer en la borra del café las claves del presente. En el libro escrito –como todos los suyos– en un estilo heterodoxo e irreverente se mezclan el presente político, el neoimperialismo español en América Latina (un tema que compartíamos y del que hablamos mucho), las series de televisión, las últimas novelas… en el libro fue alumbrando una teoría nueva en la que la literatura como institución y la autonomía como dispositivo aparecían en ruinas, agujereados decía ella. La especificidad literaria en América Latina se desvanecía y volvía a su origen post-autónomo. Leyó el Nobel a Vargas Llosa como el canto del cisne, un síntoma que mostraba una crisis. El último premio Nobel de literatura a Bob Dylan no ha hecho más que darle la razón. Si todavía estaba consciente cuando se lo dieron se debe haber divertido mucho. Nuestra última conversación fue serena. Habló ella sobre todo, me dijo que ya no le apetecía escribir otro libro, pero que si lo hiciera tendría que ser sobre series de televisión, pero tendría que aprender bien el lenguaje de la televisión, volver a empezar.
La muerte corta el tiempo, vuelve las cosas definitivas, es un tiempo cero, por eso la muerte ha sido lo único que ha podido obligar a Josefina Ludmer a dejar de pensar. Nosotras, nosotros las y los que te heredamos seguiremos en, desde y más allá de la literatura latinoamericana pensando el presente. Hasta siempre maestra, seguiremos con el trabajo de Sísifo que nos asignaste.
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[Portada] Fotografía de Pablo Carrera Oser
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