/ por Nicolás Meneses
Cementerio General acaba de ser publicado en Chile por Ajiaco Ediciones en conjunto con Editorial Desbordes. Hay que destacar que esta es la cuarta edición del libro, cuya primera aparición data del año 1989 en Perú. En él, Tulio Mora, escritor y poeta peruano, reconocido por integrar el grupo Hora Zero, se propone una empresa colosal: perfilar una breve historia del Perú, contada por esos protagonistas fuera del reparto, cuyas versiones difieren enormemente del relato oficial.
Se me viene a la mente al leer las primeras páginas del libro la idea del poeta como una especie de chamán, capaz de exhumar las ánimas de antepasados –e incluso lugares– y hacerlos hablar. Los poemas corren por dos vertientes: por un lado, tenemos la veta enciclopédica que se propone trazar un glosario que explica, a grandes rasgos, quién es la persona detrás de la voz; y, por otro, el testimonio mismo de esas voces: vidas enteras reducidas a un par de versos donde se condensa el quid de cada biografía, su supuesto “lugar en la historia”. El acercamiento es íntimo y descarnado, sobre todo para nosotros, lectores no peruanos. Observamos un país más allá de los folletos turísticos y los libros escolares, sobrepasando el juicio de los especialistas.
El poeta horazeriano esboza en setenta y dos poemas un universo–cementerio. La principal diferencia entre el cementerio pueblerino de Lee Masters y el camposanto de Mora reside en que este último acude a diferentes tiempos para traer consigo vestigios no de un pueblo, sino de un país. Los poemas se sitúan desde el año 20.000 a. C. hasta el Perú de los años ochenta. No es, como en Spoon River, una aldea haciéndose universal, sino todo lo contrario. Otro elemento diferenciador tiene que ver con los territorios: Mora da voz a lugares y culturas, les permite que se narren y muestren su propia historia, su propia versión de los hechos.
La violencia es un fenómeno que atraviesa a los “personajes” de Cementerio General. Una práctica que funda y destruye culturas, encarnada aquí en estos hablantes, como en el caso de Curi Ocllo: “Nada más que intriga y miedo es nuestra historia. / Lo supo de mis labios el niño que hoy me mata, / cuando, a los siete años Gualpaya, su maestro / quiso ahogarlo en el río Huatanay, y yo misma / lo obligué a ejecutarlo, y así de sol a sol me expuse” (22). Así, las voces continúan casi en un lamento que relata, sin miramientos, el proceso de exterminio del mundo inca, sangre que corre sobre la herida de un pueblo ahogado en la brutalidad de sus gobernantes.
Españoles, criollos, negros y, sobre todo, mestizos son los que conforman el coro de la primera parte del libro que, después del halo independentista, abre paso a las voces anglosajonas que traen consigo la modernidad del transporte junto a los abusos de los cabecillas de la industrialización, como Henry Meiggs, “el Pizarro yanqui”: “Nadie ha de perder algunos despropósitos: / destruir murallas coloniales, importar más chinos / aplicar el big stick a los obreros / (chilenos peruanos bolivianos), / comprar terrenos a precios irrisorios / que una vez urbanizados adquieren un 1500% de ganancias” (107). Pero dentro de esa corruptela y violencia que trae consigo el apetito neocolonialista e independentista aparecen voces que intentan labrar otra patria, como la del niño héroe Néstor Batanero: “Ellos me guardan en las faldas del cerro Kunturhuasi / donde morí de pie, apoyado a mi fusil. / En su memoria no hay ejércitos, combates, / patria o generales, solo lluvias y sequías. / Pero saben ellos –y yo entre ellos– /aquí vencimos defendiendo nuestras chacras / y no el sagrado territorio del Perú” (110).
Ya hacia las últimas luces del libro el relato del Perú se vuelve más contemporáneo, aunque perdura la inquietante violencia. Estas voces subterráneas, ánimas que parecen haberse apartado momentáneamente de la tierra que sella sus restos, cultura y testimonios, dan cuenta de un país con múltiples máscaras, cada una confrontando una oficialidad: sujetos fuera del catálogo de héroes patrios hechos estatuas y calles, mitos que intentan embellecer la identidad. Lo único que queda es la sombra de una multitud desprotegida, siempre avasallada, como refleja Néstor Rojas Medina, una de las últimas voces, casi plegaria: “Agua de malva dicen que corre por el pecho de los justos, / agua que beberás, vieja, como purgante; / desafiando a las alas de polvo, a los remolinos de quejas / que te imaginas brotaron aquí / de donde dije tu nombre cuando no era más que una hoja / en tu mano picada de sal y agua” (178). Y son los restos de esas voces, el eco lejano, lo que se recicla en nosotros y proyecta una sucesión de continuidad.
El libro podría resumirse en la parte final del monólogo de Antonio Díaz Martínez: “(El cementerio general: una pampa azotada por el frío. / Sombras intrusas arrebatan la calma / de congeladas tumbas. Resecas coronas de flores / y montículos pétreos entre desvencijadas cruces / crujen. Un pájaro huye despavorido. / Sobre la viva cal de las lápidas / las sombras inscriben dos letras culposas: NN, / el verdadero nombre del Perú)” (172). Apuntando a la diversidad de voces, trabajando sobre el español antiguo, desenterrando personalidades como piezas perdidas de un mapa que necesita ser completado, al menos, desde la ficción, Tulio Mora nos regala este trabajo de arqueología poética, un país entero en un coro desolador.
Cementerio General
Tulio Mora
Ajiaco Ediciones / Editorial Desbordes, 2017
Poesía, 200 págs
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