/ por Marcelo Sánchez
En el año 1908 llegó a Chile el médico alemán Max Westenhöfer. Vino al país contratado por el gobierno para realizar clases en la Escuela de Medicina y profesionalizar el servicio de autopsias de los hospitales de la Junta de Beneficencia. Su protocolo de clasificación de cuerpos era esencialmente racista, ya que identificaba a los cadáveres como europeos, mestizos o indígenas. En el curso de su tarea registró algunas formas orgánicas diferenciadas en los cuerpos del bajo pueblo chileno, lo que le llevó a realizar en el año 1910 una “excursión antropológica” a la zona Mapuche para realizar autopsias en cadáveres de araucanos de raza pura. El proyecto del médico alemán era realizar expediciones similares que abarcaran a todos los pueblos indígenas chilenos y además establecer una red de extracción de órganos en las futuras autopsias que se les hicieran; órganos que debían ser enviados a la capital. Sus estudios le llevaron a identificar lo que llamó la “triada progónica”, formada por una forma diferente del riñón, la vesícula y el bazo. Y le llevaron, finalmente, a formular una teoría sobre la evolución del hombre alternativa a la de Darwin, por la que se hizo mundialmente famoso en 1926.
Pero quedémonos con su sueño científico inicial: extraer los órganos anómalos de los cuerpos indígenas que habitan Chile para así identificar sus características degeneradas, anómalas y/o primitivas. Inmerso en un conflicto épico con el profesorado médico chileno, Westenhöfer abandonó el país en 1911 y su sueño quedó en eso, en un idílico proyecto conservado en formol, como los órganos que quería coleccionar.
109 años después se ha cumplido el sueño de Westenhöfer: una completa articulación del sistema sanitario chileno en pos de establecer una correlación entre ancestría mapuche y cáncer, a través de la extracción de muestras en casi dos mil indígenas a lo largo de la país. La vesícula mapuche nuevamente entra en escena. Y también la ciencia alemana atenta otra vez con estudiar, esperemos que por razones diferentes esta vez, lo que hace cien años se conocía como la “biología de los bastardos”, es decir: el estudio de la degeneración de los “mestizos”. Como se ha informado por estos días, los investigadores Justo Lorenzo Bermejo y Félix Boekstegers, pertenecientes a la Universidad de Heidelberg, Alemania, junto a Katherine Marcelain, del Departamento de Oncología Básico Clínico de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, y Bettina Müller, del Instituto Nacional del Cáncer, presentaron resultados en relación a una clara asociación entre la ancestría mapuche y la mortalidad por cáncer de vesícula biliar. Queremos creer, buena fe de por medio, que el objetivo final de esta investigación es proveer mejoras en el diagnóstico y en las terapias del cáncer de vesícula en grupos determinados de la población y en el conjunto de la población chilena. Hasta ahí, poco más que comentar desde la vereda crítica, y tan sólo esperar mejoras concretas en la atención sanitaria nacional. Visto desde la vereda de la comunicación y los prejuicios racistas, la noticia da mucho paño para cortar. O mucho poncho.
¿Cómo presentaron la noticia los diferentes medios? Pues, ya pueden intuirlo. La culpa la tienen los Mapuche y sus genes, su maldita vesícula. El portal de noticias de la Universidad de Chile tituló “Población con herencia genética mapuche presenta mayor riesgo de morir por cáncer de vesícula biliar”; guioteca.com siguió la línea: “Estudio científico asocia mayor riesgo de cáncer de vesícula con la ascendencia mapuche”; El Mercurio no se quedó atrás: “Científicos encuentran una asociación entre la ascendencia indígena y diferentes patologías”, extendiendo la enfermedad mapuche más allá de la vesícula, tan digna ella; Economía y Negocios hizo una mezcla doblemente burda y racista: “El ADN de los pueblos originarios es determinante: La genética chilena aumenta el riesgo de morir de cáncer de vesícula”; y, finalmente, la aséptica plataformacientifica.cl no se quedó en menos titulando “Investigación vincula ascendencia mapuche con riesgo de cáncer de vesícula”.
Por supuesto, al interior de los textos algo se dice sobre futuras terapias y algunas otras maravillas, pero la llamada de todos los medios coincide en algo: la genética mapuche es la culpable de la alta incidencia del cáncer de vesícula. Es su herencia la que nos enferma y no de un pasajero y ecológico resfrío o una fiebre chamánica, sino de ese pérfido monstruo, el innombrable c____r. Resumen noticioso del evento: genética mapuche = cáncer. El festín quedó servido. Si esto estaba en las ideas de los investigadores, no lo sabemos. Pero su enfoque ya es determinante. Mismos recursos y profesionales podrían haberse puesto a la tarea de encontrar una correlación entre hábitos alimenticios y cáncer, depresión y cáncer, contaminación del aire y del agua y cáncer.
Que la genética sea un factor determinante e inalterable de ciertas enfermedades es algo que se cumple en un set bastante acotado y muy identificado de ellas. Por otra parte, existen varios ejemplos de cómo los estudios genéticos han sido de beneficio para algunas comunidades, como el caso de la incidencia de la talasemia (una enfermedad de la sangre), que afecta en el sur de España y de Italia (regiones de Apulia, Calabria, Sicilia y Cerdeña), donde son portadoras de talasemia hasta unas 700.000 personas. Es una enfermedad claramente hereditaria, pero por supuesto allí no se le ha ocurrido a nadie culpar a la raza alpina o a la mediterránea, a los godos, a los siluros o a los cretenses. La comunidad judía askenazi presenta un alto riesgo de presentar la enfermedad hereditaria Tay–Sachs. Al estudio y prevención de esta enfermedad le debemos algunas de las técnicas más avanzadas del diagnóstico prenatal y de preimplantación de embriones; técnicas que se utilizan para diagnosticar otros males como la fibrosis quística, la anemia de células falciformes y la enfermedad de Huntington. Lo importante en estos casos ha sido el logro de herramientas diagnósticas, y no necesaria y exclusivamente encontrar culpables a la ancestría italiana, española o judía de tener la enfermedad y de transmitirla al resto de la población. Seguramente, han pesado en ello razones de decencia moral que no se han considerado al hablar de la ancestría Mapuche o de los genes aymará.
Para finalizar quiero enunciar otro flanco sobre esta noticia, uno que podría llevar a este proyecto hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos o hasta alguna secretaría de algún organismo internacional. ¿Cómo y de qué manera participaron los pueblos indígenas en este estudio? ¿Se tomaron en cuenta sus intereses, dignidad y derechos? ¿Se han seguido protocolos previamente acordados con las comunidades? ¿Están de acuerdo los miembros de la comunidad Mapuche en que se publiciten los resultados de sus marcadores genéticos? Estos y otros procedimientos ya son parte de protocolos, por ejemplo en Kaupapa Māori, en la estructura teórico–práctica de investigación establecida por la etnia neozelandesa y en el OCAP (Standing for ownership, control, access and possession), con los que se espera se realicen las investigaciones en el contexto de los pueblos originarios en Canadá.
La vesícula mapuche lleva el mal en sus genes. Por supuesto, ella no lo sabe, pero ha sido declarada culpable. Las vesículas europeas pueden seguir tranquilas. Si el enfoque de los resultados de la investigación fuera presentado de otra manera podríamos verlas juntas, caminando de la mano hacia un mañana mejor.
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[Portada] De la serie Mapuche. Viaje en tierra lafkenche, colectivo Ritual Inhabitual
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