/ por Marilyn Lizama Muñoz
“¡Auxilio, auxilio!”, gritaba una voz llorosa frente a mi ventana en San Cristóbal de las Casas, México. “¡Me está pegando correazos!”. Eran las 2:30 de la madrugada. Miré por la ventana, se encendió una luz del balcón de la casa contigua y salió un hombre en polera sin mangas. Miraba. Mientras, una mujer se asomaba por la puerta. No pude distinguirla. Escuché la voz de un hombre que decía: “¡Señor, basta!”. Ante eso una sombra se convirtió en hombre y a paso lento, aletargado, queriendo correr, se alejaba por la calle de tierra con una correa en la mano.
Tras mi ventana sentí una impotencia y una angustia terrible. Sentí miedo de esa voz, de mí, de todas. No de un hombre desconocido, sino del que duerme contigo, el que te manipula para hacerte creer que hay una pizca de amor en sus entrañas, el que llega a casa de noche y te saca a golpes de la cama, sin importarle nada. Ese, el que te abraza, el más temible, con el que deben lidiar miles de mujeres por tanto miedo a tener más miedo, a no despertar un día, sin pensar que se están muriendo de a poco.
Lo comenté al desayuno y me dijeron que siempre era así. Los gritos siempre se escuchaban de noche. Un escalofrío me recorrió el cuerpo al pensar que mañana ella podría ser un número más en la larga lista de mujeres asesinadas por cuestión de género en México: un número incierto, de hecho, porque las autoridades no se atreven a contar, no quieren contar. Porque se les vendría un balde de sangre encima.
Viví esto durante mis últimos días en México, luego del segundo terremoto y del asesinato de Mara, la joven de 19 años que, pensando que estaría más segura, subió a un taxi de Cabify para llegar desde la discoteque de Cholula, Puebla, hasta su casa. Al quedarse dormida en el auto quedó a merced de un hombre (como ese otro hombre) que pensó que violarla a metros de su casa en un motel no era suficiente, y la mató, dejándola luego envuelta en una sábana en una barranca.
Yo me pregunto quién es tan absurdamente descuidado de dejar la ropa, los objetos personales de la víctima y los rastros de sangre en su propia casa, y envolverla muerta después con la misma sábana del hotel donde estuvo. Dejarla tirada ahí, llena de huellas y rastros de ADN. Me respondo: sólo alguien que no teme a la justicia. Y no es de extrañar, porque la justicia no escucha el grito de miles de mujeres que son asesinadas cada año en México.
Las cifras son escalofriantes. Pero pareciera que en el país es tema añejo o repetitivo para algunos, sabroso para los medios. A mí se me aprieta el corazón al saber que cada día son asesinadas siete mujeres, según contabiliza la ONU, o al pensar que en entre 2007 y 2016 fueron asesinadas 22 mil 482 mujeres en los 32 Estados, como revela el Instituto Nacional de Estadística y Geografía. Es decir, se mata a una mujer cada 4 horas. Y el tema es que estas cifras no son del todo confiables y podrían ser muchas mujeres más.
En México prefieren desaparecerte, violarte y matarte antes que dejarte viva. Sólo en los primeros siete meses de 2017 el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas consigna 260 casos de mujeres desaparecidas. Ya no recuerdo tantos nombres de chicas que he visto en Facebook buscadas por sus familiares o amigos/as. ¡Y cada vez son más! Entre 2012 y 2016 el aumento de denuncias fue de un 51%, pasando de 3.271 a 4.951 casos. Y es que la cuestión aquí es la impunidad, pues según el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio el 60% de estos casos quedan sin culpables.
En México el tema se cuela por los oídos en cada tertulia. Las mujeres se recomiendan tener cuidado cada vez que salen, y siempre que alguien abre la boca para destapar la violencia machista salen más y más historias cotidianas donde han estado al borde de la muerte.
¿Qué necesita un país para comenzar a educar, a castigar con más dureza estos crímenes, a dar el punto final al exterminio masivo y constante de sus mujeres? No basta con separar el metro de su capital en vagones para hombres y mujeres. El respeto, la educación y la convivencia son claves para enfrentar esta crisis humanitaria que pone, como muchas otras veces, a mujeres sin vida como protagonistas de las noticias diarias.
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[Portada] Fotografía de la exposición «Femicidio en México ¡ya basta!» de Linda Atach
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