La primera vez que se utilizó en Latinoamérica la técnica soviética de construcción de viviendas sociales por ensamble de paneles prefabricados (krupno–panelnoye domostroyenie, КПД) fue en los primeros años de la Cuba revolucionaria, cuando el ciclón Flora avanzó a través de la isla desde la provincia Oriente (hoy Holguín, Granma y Las Tunas) hasta Camagüey. La devastación que dejó tras de sí el ciclón sirvió en algún grado como mito originario de la solidaridad cubano–soviética que se abrió paso luego de la Declaración socialista del 16 de abril de 1961 y de la II Declaración de La Habana del 4 de febrero de 1962.
La fábrica de “Gran panel soviético” inició sus trabajos de producción a comienzos de 1965 –estratégicamente en el Reparto de San Pedrito, Santiago de Cuba– para la reconstrucción de las provincias orientales. Doce años después del paso del ciclón Flora, había en Cuba más de veinte fábricas análogas repartidas a lo largo de la isla. Las fábricas cubanas tuvieron un recorrido propio y diverso en gran medida porque, ya desde antes de la Revolución, las propuestas de viviendas sociales de Antonio Quintana y José Novoa mostraron su eficacia al no necesitar ningún tipo de maquinaria pesada para la construcción. Esa eficacia fue la que popularizó al sistema “Novoa” en México, Honduras y Nicaragua (fue justamente a propósito de Nicaragua que tras la Revolución se le conociera en Cuba como sistema “Sandino”, utilizado especialmente en la construcción de escuelas rurales). En 1969, un grupo de estudiantes de arquitectura, coordinado por Fernando Salinas, sería premiado por sus paneles Multiflex en el Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos de Buenos Aires. Desde comienzos de los 70 operó en Cuba el Centro Técnico para el Desarrollo de los Materiales de Construcción y, por los mismos años, proliferaron otros sistemas de construcción gracias a la incidencia de la ingeniería yugoslava y húngara. Las fechas y los países de este contexto, cubano y global, no son fortuitos ni decorativos.
Para 1970, el sistema KPD había entrado en un transversal desuso técnico y desprestigio político tanto en Cuba como en Europa. La necesidad de una reconstrucción barata y acelerada de la Europa de posguerra supuso un vertiginoso proceso de competencia entre fábricas especializadas en espacios habitacionales. En 1948, Raymond Camus patentó su sistema de paneles (que luego vendería a Rusia bajo el nombre de I–464 en 1956) que, tras asociarse con la fábrica Coignet, lo posicionaría de manera nada despreciable en la reconstrucción de Europa central. De la eficacia del sistema inaugurado por Camus no hay dudas. Sólo en la Unión Soviética posibilitó la construcción de millones de viviendas sociales. A nivel técnico y económico, el sistema Camus–KPD aceleró la competencia internacional que vio surgir propuestas análogas y cada vez más eficientes en Inglaterra, Dinamarca y Suecia. Y sin embargo, según Jean–Claude Croizé, las construcciones erigidas por “el sistema Camus y sus análogos contemporáneos” entre 1952 y 1958 comenzaron a ser sistemáticamente demolidas desde 1968 en adelante.
Además de problemas técnicos asociados al aumento de la competencia inmobiliaria y el desmantelamiento estructural del estado de bienestar europeo desde mediados de los 70, las viviendas sociales prefabricadas enfrentaron problemas políticos marcados por la singularidad cultural de los espacios donde se ensayó su aplicación. En Rusia, por ejemplo, el sistema KPD distó significativamente del imaginario creativo de los primeros años de la revolución y de la proletkult sostenida por Lunacharski y Krúpskaya hasta el inapelable ascenso de los apparátchiki estalinistas hacia fines de 1920. Un imaginario que llevó a Lunacharski a juzgar y sentenciar a Dios.
Si bien la II Guerra Mundial supuso un suspenso en el proyecto de urbanización soviético, tras la toma de Berlín Stalin abogó casi inmediatamente por un doble movimiento de transformación espacial, asociado, de una parte, al monumentalismo propio de los edificios públicos (las Siete hermanas de Moscú) y, de otra, al funcionalismo habitacional del nuevo programa de distribución poblacional. Estos espacios habitacionales dieron forma a las stálinskie, las viviendas estalinianas que luego Kruschev denunciaría, además, como estalinistas. En la Unión Soviética de 1956 esa tenue diferencia terminológica valía el peso de toda la realidad.
Dos años antes de presentar su Informe secreto sobre el culto a la personalidad y sus consecuencias en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, Kruschev insinuó los principios que coordinarían los procesos posteriores de urbanización a través de una absoluta “austeridad” habitacional. La Conferencia Nacional de los Trabajadores de la Construcción de 1954 y la disolución de la Academia Soviética de Arquitectura sepultaron el modelo de urbanización estaliniana–estalinista, y las stálinski pasaron a significar espacios de prestigio partidario–hereditario que Kruschev quiso subvertir con la modelación de microdistritos (mikrorayoni) autónomos y funcionales, erigidos a partir de una reformulación de la “fanfarria” de las stálinskie: las kruschevskie del periodo 1956–1970.
La construcción de viviendas con paneles prefabricados tuvo experiencias análogas en prácticamente todos los espacios de influencia del modelo de urbanización soviética post–estalinista: el panelák checo, el ungsarmal mongol, el plattenbau alemán o el panelház húngaro no sólo representaron ejemplos técnicos y productivos, sino también modelos civilizatorios precisos de urbanización y distribución poblacional a través de mikrorayoni. Esta última dimensión, sin embargo, es justamente la que denunciaba Béla Tarr en Gente prefabricada de 1982. Para Tarr (no precisamente un socialista entusiasta), la Hungría satelital supuso la imposición de un modelo civilizatorio cotidiano que, en última instancia, negaba la posibilidad de una individualidad imponderablemente creativa, una supresión de la diferencia por la identidad. Una denuncia análoga a la que Eldar Riazánov había propuesto con lenguaje satírico en su filme La ironía del destino, de 1976. Tras la fantástica escena inicial de las kruschevskie animadas marchando sobre las ciudades soviéticas, sobre los balnearios de Crimea, el desierto de Ryn–Peski y las montañas de Sverdlovsk, se escucha el relato de un aparente modelo de urbanización soviético de mediados del siglo XX: “Las villas suburbanas de Moscú: Troparevo, Chertanovo, Medvedkovo y, por supuesto, Cheremuskhi, nunca pensaron que serían inmortalizadas el mismo horrible día […] la villa de Cheremuskhi dio su nombre a un nuevo barrio, que creció en la parte suroeste de la capital. Hoy casi todas las ciudades soviéticas tienen su propio barrio Cheremuskhi. En otros tiempos, cuando uno se encontraba en una ciudad desconocida, se sentía solo y perdido. Todo alrededor era extraño: las casas, las calles, la vida misma. Pero ahora todo es diferente. Cuando una persona llega a una ciudad extraña se siente en casa […] hoy en día se puede encontrar en cualquier ciudad un cine estandarizado, donde puedes ver una película estandarizada”. Por cierto, una crítica completamente ausente en la intratable versión norteamericanizada, con renos y pinos atiborrados de luces y regalos, de Timur Bekmambétov, de 2007.
La paradoja de esta estandarización, sostiene irónicamente Natalya Chernyshova, estuvo en que el “minimalismo económico y funcional” de las kruschevskie despertó en las clases medias tímidamente ascendentes de las grandes ciudades una más que curiosa nostalgia por los amplios espacios habitacionales y los decorados de las stálinskie de posguerra, a la vez que propiciaron el desprestigio de las kruschevskie, que pronta y espontáneamente pasaron a denominarse kruscheby (una contracción satírica entre Kruschev y trushchoby, tugurio). Las kruschevskie que llegaron a Chile quizás lo hicieron fuera de su tiempo y de su espacio, pero inaugurando también sus propias contradicciones locales.
En un relato recuperado por Andrés Brignardello, Gabriela Correa –trabajadora de la fábrica KPD instalada en Chile en 1972– denuncia que en un reportaje de El Mercurio se decía que los edificios “tenían baños comunes, duchas comunes, lavaderos comunes, o sea, ¡eran tan hijos de puta que eran capaces de mentir a ese nivel!”. Paradójicamente, esos eran en gran medida los principios materiales de la cultura kommunalka, heredera simbólica del comunismo de guerra y que encontraría en el constructivismo de espacios comunes de Ginzburg y El Lissitzky a sus grandes antecedentes, exponentes y defensores.
En 1964, el programa presidencial de Eduardo Frei Montalva comprometió la construcción de 360.000 viviendas en los seis años de gobierno. Para esta propuesta se creó la Consejería Nacional de Promoción Popular y el Ministerio de Vivienda y Urbanismo. Sin embargo, las tomas de terreno que se venían sucediendo desde mediados de 1950 excedieron por mucho las capacidades técnicas y políticas del gobierno democratacristiano. Entre 1967 y 1970 se produjeron al menos 155 tomas, escenario que supuso que sólo en Santiago existieran 238 campamentos hacia 1971. Al asumir el gobierno de la Unidad Popular, el déficit habitacional ascendía a 592.000 viviendas. El MINVU, que incorporó un Subdepartamento de Campamentos y la Oficina del Poblador, debía coordinar programáticamente el “Plan de Emergencia” que implicaba la construcción de 31 millones de m2 habitacionales entre 1970 y 1976, que se debiesen haber traducido en 500.000 viviendas sociales. En la práctica, la Corporación de Mejoramiento Urbano (CORMU), la Corporación de la Vivienda (CORVI) y la Corporación de Servicios Habitacionales (CORHABIT) y la COU (Corporación de Obras Urbanas) debían llevar a cabo un programa que, por ejemplo, en el caso de la CORMU, incluía la construcción de complejos habitacionales para el Ejército.
El 8 de julio de 1971 el terremoto de Illapel significó un golpe de timón en la conducción de las soluciones para el déficit habitacional, que ahora sumaban la devastación del interior en las actuales regiones de Coquimbo y Valparaíso (Salvador Allende designaría a Augusto Pinochet jefe de Zona de Catástrofe y luego de Zona de Emergencia, cargo que ostentó hasta noviembre de 1972 al asumir como representante nacional de la delegación de Fidel Castro en Chile).
Fotografía de Nolberto Salinas, 1972
Las diferencias entre Cuba y Chile son de algo más que matices. El terremoto de Illapel, como el ciclón Flora en Cuba, debía significar el mito originario de la solidaridad chileno–soviética tras medio siglo de relaciones diplomáticas dispersas e inconsistentes. Si bien Frei Montalva había trazado líneas de cooperación técnica y comercial con la Unión Soviética, estas no se harían efectivas hasta 1971, tras el viaje de Clodomiro Almeyda a Moscú. El problema, sostiene Andrés Brignardello, es que para 1972 “la dirección soviética estaba dividida respecto al futuro de la Unidad Popular. Un grupo encabezado por el jefe de la KGB, Yuri Andropov, evaluó negativamente cualquier tipo de apoyo económico por considerar que el gobierno no resistiría por mucho tiempo, y otro encabezado por Andrei Kirilenko, uno de los hombres más poderosos del Kremlin, que visitó Chile especialmente invitado por Luis Corvalán, se inclinó por un apoyo explícito y concreto a las reformas revolucionarias que había emprendido el gobierno socialista”.
Es en este contexto que llegó el ofrecimiento de la fábrica soviética KPD que se establecería en el cordón industrial Quilpué–Villa Alemana, particularmente en el sector El Belloto. La fábrica debía producir 1.680 viviendas por año, “su objetivo principal era la construcción de viviendas en altura, módulos de cuatro pisos de tres modelos diferentes: edificios de cuatro pisos de 16 departamentos, de 32 departamentos y otro modelo de 48 departamentos”. El primer barco con insumos para la fábrica, el “Lunacharski”, desembarcó en febrero de 1972 en Valparaíso.
Entre 1972 y 1981, la fábrica produjo 153 torres repartidas entre Quilpué, Villa Alemana, Viña del Mar y Santiago. Si bien para 1973 ya se habían erigido 30 torres, ninguna de estas se entregó antes de septiembre, mismo mes en que debía zarpar desde Liverpool una fábrica de alta tecnología inglesa con los mismos propósitos. Las 123 torres posteriores se produjeron bajo la transformación de la fábrica en la nueva VEP (Viviendas Económicas Prefabricadas) reabierta poco más de una semana después del Golpe, ahora formalmente conducidas por el Oficial de Marina Roberto Vargas Biggs, a quien “nunca se le ha rendido el homenaje que merece”, según las palabras de Jorge Abbott, Jefe de Personal y luego Jefe de Administración de la fábrica hasta 1978.
No es fortuito que la VEP cerrara en 1981. Aún dentro de los perversos márgenes dictatoriales, la KPD/VEP representa con bastante precisión la disputa abierta entre 1978 y 1981 por el sentido concreto y específico del nuevo modelo productivo nacional. Lo que, finalmente, daría paso a la neoliberalización de la economía y la vida cotidiana. En un escenario de vertiginoso ascenso del capital financiero y de desposesión de la vivienda, ¿qué cabida podría tener la producción más (KPD) o menos (VEP) socializada de la vivienda?
Cuando me reuní con Brignardello hace algunas semanas, quedé con la impresión de estar ante un proyecto de rescate inconcluso de un proyecto habitacional inconcluso. Por supuesto, no en el sentido que uno podría esperar, como registro acabado y definitivo de un momento dentro de un proceso tan complejo como la vía chilena al socialismo, pero sí en el sentido de que bien se podría reconstruir la historia del siglo XX a partir de unas cuantas torres de departamentos dispersas entre 1972 y 1981. ¿No es justamente el sentido de la palabra «torre» la que hoy causa estupor, y significa un modelo de edificación completamente diferente y aún más barbárico de lo que el genio cinematográfico de Tarr o Riazánov podría haber registrado? ¿Quién podría, como en el contexto del plan habitacional de Emergencia de 1971, defender socialistamente una consigna como «Ahora vamos pa’ arriba»?
El año 2014 Pedro Alonso y Hugo Palmarola rescataron uno de los paneles de la KPD para presentarlo en el Pabellón de Chile de la 14ª Exposición Internacional de Arquitectura de la Bienal de Venecia. El 22 de noviembre de 1972, ese panel, dicen, “fue firmado sobre el cemento fresco por el presidente Salvador Allende para luego ser instalado como monumento conmemorativo en la entrada de la fábrica”. Brignardello, sin embargo, sostiene que no fue en noviembre, sino en diciembre de 1972, y que sólo se anunció la inauguración, que finalmente se realizaría el 25 de enero de 1973. Un hecho notable que sí rescatan Alonso y Palmarola es que “tras el golpe de Estado de 1973, la nueva administración de la industria a cargo de la Armada de Chile cubrió la firma, pintó el panel, y agregó en su ventana un retablo con la imagen de la Virgen María junto al Niño Jesús, además de dos lámparas neocoloniales […]. A la Bienal decidimos llevar el panel sin firmas y sin vírgenes. Lo expusimos como un original, pero también como una ruina de la modernidad arquitectónica y política. En definitiva, en Venecia mostramos un escombro. Presentarlo así nos parecía una acción radical, pero fundamental, pues no se trataba de curar objetos que ya tuvieran un valor reconocido para la arquitectura. Al contrario, la operación curatorial consistía en problematizar el supuesto valor de este objeto para así rastrear las controversias contenidas en el panel, pero evitando resolverlas por medio de la restauración de firmas o vírgenes”. ¿Resolverlas? Quizás no. Pero tampoco hubiese sido una mala idea restaurar a la Virgen y al Niño Jesús, con sus dos lámparas neocoloniales, para invitar a un joven Lunacharski a juzgar y procesar a la sagrada familia y sus consortes.
Desde noviembre del 2017 el panel forma parte de la muestra permanente del Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos, cumpliendo esa extraña e ingrata función de situar un hito mnémico sólo a condición de no responder a las condiciones del imaginario político y social que lo abrió como posibilidad. Tal como un panel en un guión de Bekmambétov.
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