“Al recibir a estos hombres y mujeres desde otros lados de América Latina estamos llamados a replantear nuestra propia historia y entender su conexión con la gran diáspora africana continental de la cual los migrantes también descienden”. Así se plantea la historiadora Celia Cussen la migración reciente. Una migración que ha aumentado en flujo y cantidad ―aunque aún muy por debajo del contexto mundial― y en la que en la última década ha primado el viaje de latinoamericanos y caribeños hacia Chile, un país que se olvida de ser también profundamente latinoamericano.
La memoria está construida a partir de vínculos, relaciones, hechos, percepciones, proyecciones, búsquedas, utopías, euforias y dolor. De borramientos y puestas en valor. De eso y más. De ahí que la historia del presente tenga anclajes en el pasado para descubrir en esa elipsis aquello que es residual, emergente o dominante. Parece fácil, pero no lo es. Y si hablamos de una memoria blanqueada, encerrada y secuestrada se complejiza más la emancipación como proyecto.
Celia Cussen ―profesora asociada del Departamento de Ciencias Históricas de la Facultad de Filosofía y Humanidades desde 2002; Phd. en Historia por la University of Pennsylvania y B.A. en Relaciones internacionales y economía con honores por la Stanford University, Palo Alto, California― se ha especializado en historia colonial de América española, la esclavitud africana en Chile y la religión en la época barroca hispanoamericana.
Es así como hoy puede trazar una línea entre racismos y migraciones, ampliando el círculo de comprensión respecto de qué nos ha pasado como sociedad al despojar la memoria de los afrodescendientes que también nos ha constituido.
Autora de numerosos artículos, Cussen ha escrito los libros Martín de Porres. Santo de América (Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2016); Black Saint of the Americas: The Life and Afterlife of Martín de Porres (New York: Cambridge University Press, 2014); ha sido editora de Huellas de África en América: perspectivas para Chile (Santiago: Editorial Universitaria, 2009) y co-editora de Del nuevo mundo al viejo mundo: mentalidades y representaciones desde América (Santiago: Fondo de Publicaciones Americanistas/Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, 2007).
De ahí que como antesala del siguiente diálogo vuelven sus palabras, escritas en el libro Racismo en Chile. La piel como marca de la inmigración (Editado por la académica María Emilia Tijoux en alianza con la Editorial Universitaria y la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones): “(…) uno de nuestros antepasados, de hace seis generaciones, pudo haber sido africano. Si estos ancestros están desconocidos, olvidados o negados por los chilenos de hoy, no es porque se toparon en la época colonial con un muro insuperable de discriminación racial. Al contrario, y como hemos visto, la piel oscura fue sólo uno de varios factores que determinaban las relaciones sociales de la Colonia, y ninguno de ellos fue un obstáculo para la integración de los africanos y afrodescendientes a la sociedad más amplia”.
-Siendo la colonialidad un proceso sin sutura, ¿qué es lo que hoy puede persistir en Chile desde la época de la esclavitud y de la construcción que los esclavos libertos pudieron aportar para la construcción de la una nación que aún ―aunque menos― insiste en su blanquitud?
Encuentro que es imprescindible establecer un diálogo sostenido entre el presente y el pasado sobre el tema de la migración afro en Chile. Así, desde nuestras inquietudes actuales por la migración actual formulamos preguntas sobre las experiencias e integración de los africanos esclavizados de los siglos XVI al XIX. A la vez, reflexionamos sobre los vínculos que puedan existir entre ese pasado, tal como lo reconstruimos desde los archivos y la memoria colectiva, y nuestras formas actuales de reaccionar frente a la llegada de afrodescendientes de otros espacios latinoamericanos. En la Colonia las fronteras entre grupos no se formulaban simplemente en base a sus orígenes ancestrales. En vez de aplicar cualquier óptica biológica o “científica”, se configuraba la posición social de una persona, lo que se conocía como su “calidad”, en base a un conjunto de factores tales como su actividad económica, la ropa que usaba, su dominio de las costumbres hispanas o su participación en una milicia o cofradía, además del color de la piel. Luego de acceder a la libertad, los afrodescendientes lograban el ascenso social a través del uso estratégico de estos factores y las posibilidades bastante amplias de matrimonio con personas de otros orígenes. Sin embargo, la mancha de la condición de esclavitud de los antepasados fue siempre muy difícil de borrar. La construcción de la nación en el siglo XIX involucró eliminar la naturaleza corporativa de la sociedad y produjo una homogeneización en el papel de todos los grupos sociales ―ya eran todos chilenos―, pero poco o nada aportó a terminar con la discriminación en base a orígenes africanos o indígenas. Se los blanqueó en la memoria colectiva, creando el mito de la raza chilena que negó los aportes de los afrodescendientes a la conformación de la sociedad. Esta negación nos deja mal preparados para valorar la llegada actual de migrantes afro.
-¿Qué se ha perdido Chile al no reconocer su negritud constitutiva? ¿Qué se fortalece al reconocerla cultural y políticamente?
La sociedad chilena que se formó hace casi 500 años incorporó a la población afro desde sus comienzos. Los archivos están repletos con documentos que hablan de la presencia de africanos esclavizados y libres desde las primeras incursiones europeas en Chile, cuando servían como auxiliares de los militares españoles. Son innegables sus aportes en todos los ámbitos de la vida durante los siglos coloniales y desde entonces. Con sus voces y tambores animaban las actividades religiosas de la ciudad de Santiago; en sus talleres fabricaban los altares que adornaban varias iglesias; y se juntaban en agrupaciones para el bien material y espiritual de sus integrantes. Los negros libres se enrolaban en milicias que patrullaban las ciudades y muchas mujeres tanto esclavizadas como libres preparaban la comida y amamantaban a los niños en las casonas de la época. Excluirlos de la narrativa chilena sobre nuestro pasado es un acto de automutilación. Significa negar el ADN biológico, social y cultural del pueblo chileno. Rescatar estos aportes, traerlos a la palestra, sirve para guiar nuestros pasos ahora. Si comprendemos el complejo proceso de integración de los afrochilenos durante los casi 300 años de la Colonia estamos en mejores condiciones para concebir claves para la aceptación e inclusión de los nuevos migrantes. A la vez, al recibir a estos hombres y mujeres desde otros lados de América Latina estamos llamados a replantear nuestra propia historia y entender su conexión con la gran diáspora africana continental de la cual los migrantes también descienden.
-¿Qué recomendaciones puede hacer sobre la forma de conocer nuestra historia críticamente a nivel escolar, universitario, dando cuenta de los relatos coloniales de esclavitud y emancipación que nos interpelan hoy?
Falta, creo, ponerle cara a la historia de la migración africana en Chile, tanto del pasado como del presente. El estudio y la enseñanza de la historia deben incentivar la comprensión y empatía con los que han sufrido la subyugación e injusticia. Por eso vale la pena estudiar las vidas de los y las que lograron seguir caminos y superar obstáculos hasta alcanzar la libertad. También es importante entender la decisión política de 1823 de emancipar a las personas esclavizadas en todo el territorio. Estar sensibles a estos procesos nos permite comprender las posibilidades de los migrantes de hoy para superar las barreras actuales de idioma, de inserción laboral y de un estado de desigualdad frente al Estado.
-¿Cuál es tu reflexión sobre los aportes que esa gran diáspora africana continental ha dejado y sigue dejando en América Latina y El Caribe? ¿Qué ejemplos puedes dar?
En un lapso de unos 350 años, 11 millones de personas del continente africano fueron llevadas a la fuerza a América en un viaje horroroso de dos o tres meses para trabajar principalmente en las plantaciones de monocultivos de consumo mundial, como el azúcar, el algodón y el tabaco. Como en el caso de Chile, algunos de ellos terminaron inmersos en la vida urbana del continente, como servidumbre doméstica o artesanos. Pero sea como fuera su destino, el trauma de ser arrancados violentamente de sus lugares de origen y las condiciones de sometimiento demolieron su sentido de identidad y pertenencia a sus comunidades. Orlando Patterson llama a esto “la muerte social”; es una de las características intrínsecas de la esclavitud. Me parece que la capacidad de sobreponerse de forma activa y creativa a estas circunstancias abyectas constituyen el mayor aporte de la población africana y afrodescendiente al continente. Frente al quiebre definitivo con su pasado empezaron a reformular sus propias identidades. El anhelo de sobreponerse a las circunstancias adversas empezó en el mismo viaje donde los hombres y mujeres esclavizados formaron vínculos con sus compañeros. Continuaba en tierra firme a través de la construcción de relaciones con otros grupos en base al compadrazgo, por ejemplo. Además, y como parte del proceso de reconstruir sus vidas en América Latina, las personas esclavizadas formulaban una resistencia a la violencia y esterilidad de una vida de subyugación, con expresiones personales o grupales que la diáspora africana legó al continente. Las religiosidades sincréticas como el candomblé, la santería o el vudú, los bailes “lascivos” de puerto tales como la marinera peruana y su versión chilena, la cueca, son sólo las más evidentes reformulaciones del pasado africano que se enraizaron en América colonial. Sobre todo en las ciudades y las zonas mineras, los africanos y sus descendientes se esforzaron para conseguir la libertad, pero a pesar de este paso importante hacia la integración seguían ligados a las nuevas identidades formuladas en América. Estas fueron la base del compañerismo en una milicia de “pardos”, por ejemplo, o en la cofradía de “mulatos” en el Convento de San Agustín en el siglo XVII que, a su vez, se articulaban de muchas formas con la sociedad más amplia, en acciones caritativas o celebraciones públicas. También hay aportes, y muchos, que se conocieron en las cocinas y en las enfermerías, donde se apreciaba la mano cuidadora y sanadora de los afrodescendientes, especialistas en la cirugía y la curación innovadora en base a elementos españoles, indígenas y, presumiblemente, africanos. Así, en dialogo con otros grupos, los afrodescendientes lograron echar raíces en geografías nuevas. Finalmente, aprovecharon las porosidades de la sociedad colonial también, eligiendo un cónyuge mestizo, indígena e incluso español. Esta mezcla explica en buena parte la ausencia de un grupo claramente identificable como afrochilenos. Pero es innegable que los indicios de las huellas africanas permanecen en nuestra materia genética, como demuestra el estudio conducido por Soledad Berríos, publicado recientemente en El ADN de los chilenos.
-¿Crees que esos aportes pueden ser aprendidos y aprehendidos en Chile, un país que ha vivido de espaldas a sus orígenes?
Las y los chilenos podemos y debemos enriquecer nuestra apreciación de los origines de esta nación. Saber que el chileno promedio tiene un antepasado que llegó de África en condiciones de esclavitud choca con la narrativa acostumbrada de la formación de esta nación, es verdad. Pero si aceptamos esa historia alternativa, más compleja pero más ajustada a la verdad, se hace posible, creo, lograr una mayor sensibilidad hacia la historia de la esclavitud de todo el continente, a la cual pertenecemos y de donde provienen los migrantes actuales. Entender las circunstancias y consecuencias de la primera gran diáspora africana puede llevarnos a una mayor empatía hacia ellos, quienes por razones ajenas se han visto forzados a buscar nuevos destinos. Su integración plena en la sociedad chilena evita que sufran aquí una suerte de “muerte social” moderna.
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Entrevista publicada en el Número 9 de la Revista Palabra Pública «Chile, país racista», de la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la U. de Chile. / Fotografías por Felipe PoGa.
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