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Este domingo primero de julio, después de mucho, he regresado a Tlatelolco. Fue ahí, doce años atrás, donde viví la escabrosa jornada electoral del 2 de julio, extraño domingo en el que, mirando de reojo un televisor prestado y a todo volumen, escribí un trabajo sobre lo abyecto. Fue el escenario ideal.
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Domingo de lectura mientras intento vender libros viejos en Balderas, un poco más al sur de Tlatelolco. La prensa oficialista tampoco descansa, y en la radio se oye: peligro para México, Venezuela, cero inversión, dólar disparado. No se puede leer; apago el aparato pero el parloteo persiste en la radio de más allá, y en otra de aún más allá. Todo un país, pienso, escuchando la misma radio, la misma voz, la única versión, sin salida.
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Tierra de simulacros; en este caso, el de un acontecimiento importante, multitudinario, en el ring del Zócalo, cuando López Obrador se declara presidente legítimo de México, un 20 de noviembre, aniversario de la Revolución con bastante frío, de ese frío seco del invierno chilango, con mucho viento, ideal para observar desde alguna azotea cómo las nubes se disipan y aparece, por fin, Iztaccíhuatl, en lugar de quedar asardinado en el Zócalo al presenciar una simulada investidura mientras la multitud ovaciona, ovaciona al presidente legítimo como si fuera el Santo.
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Tomas pulque luego de una noche de ron en la calzada de los Misterios. Es un domingo posterior a la elección aplastante de julio del 2012 y López Obrador hace pública, en el Zócalo, su renuncia al PRD para anunciar el nacimiento de MORENA. Tu caminar es zigzagueante pero igual bajas por Reforma, pasas Eje Central y llegas exhausto a los pies del monumento a José Martí. Te lo quedas viendo mientras a lo lejos oyes el discurso de renuncia, la proclama del nuevo parto, las palabras cada vez más lentas, pero cortantes, de un tipo a quien algunos de tus cercanos, que ya votaron por él dos veces seguidas, ahora tildan de loco. Cae una fina lluvia y José Martí poco a poco comienza a brillar.
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Otro domingo en Balderas, esta vez curiosamente silencioso. Leo entonces en “El último poema” de Pedro Damián Bautista: “Iba a las plazas a escuchar a AMLO / y me daba la espalda cuando yo intentaba exponerle / mi situación / y entonces sentía que México me daba la espalda / que ustedes me olvidaban en un sanatorio campestre / hundiéndome en la incertidumbre / hundiéndome en una piscina de éter.” (El último ciclista).
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Complejo de extranjero al hablar de política mexicana, esa trampa locuaz. Es muy fácil, por lo demás, caer en el lugar común del expatriado, en la presunta aportación cultural del exiliado chileno, argentino, español. Pienso en Gombrowicz, otro expatriado, quien siempre le exigió a la alta cultura argentina —representada por el grupo Sur, a quienes en cierto modo compadecía— no mirar hacia Europa. No mirar hacia arriba, sino hacia abajo. Y él mismo parecía sorprenderse de su exacerbada “pasión”, escribe, “con la que arremetía contra los mayores y lo ‘mayor’, exigiendo que en la cultura, basada ahora en la supremacía de la superioridad, la madurez, lo ‘mayor’, se destacara esa corriente que provenía de abajo, y que, a su vez, hacía depender lo ‘mayor’ de lo ‘menor’, la superioridad de la inferioridad.” (Diario argentino). Gombrowicz, que se ríe de Borges, es el inferior en tierra ajena. El escritor extranjero (antes de las becas y los fondos concursables) es el inferior, el que está-abajo y desesperadamente o con indiferencia, exige (y al final logra), un escaño: los derechos de lo menor, una estética de la inmadurez.
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Tal vez la relación más sana entre literatura y política sea parecer útil con el único fin de seguir siendo inútil. Pero, ¿AMLO llegará con su camada de escritoras y escritores achichincles (voz náhuatl A-chichinqui, “Persona que de ordinario acompaña a otra como ayudante formal o servil”) o les dará la espalda a ellos también? ¿Es el tan esperado momento para el asalto de las lumbreras que escriben en clave progre desde las universidades norteamericanas? ¿O prosigue el mismo reinado de los empresarios y sus plumíferas? Quizá no sean opciones totalmente excluyentes. El amor lo puede todo.
8
En México los zetas han creado el oficio del “gasolinero”. El tipo corta en pedacitos los cadáveres de centroamericanos migrantes y después los mete en tarros de basura que rocía con gasolina antes de prenderles fuego. También está la profesión del “pozolero”, pero ésta ha sido una contribución más compleja. El pozolero, como bien indica su nombre, elabora un caldo a base de ácido sulfúrico y otras sustancias, y allí disuelve los cuerpos de los polis o los cuerpos de los miembros de algún cartel rival. Tanto el pozolero como el gasolinero pueden desintegrar y hacer desaparecer el menor rastro de trescientos cadáveres en el lapso de una semana, aproximadamente. Algunas de las contribuciones colaterales del sexenio de Felipe Calderón.
9
No es país para nadie: “¿Cuál de todas las palabras arrancadas / a ese español que es como un escupitajo / lanzado a la vereda que pisas / sirve para nombrar extrañeza / en la extrañeza, exilio en el exilio?” (Manuel Illanes, “Carta de residencia”).
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Domingo desierto en Balderas, vísperas de la verdad histórica. Los padres de los cuarenta y tres normalistas desaparecidos en Iguala han llegado a la ciudad de México para oír cómo un funcionario, que dice estar cansado, tejerá una versión de los hechos. (En todo caso, será preferible judicializar la muerte para despojarla de su carga política). Es la autoridad asesina convirtiéndose en víctima; pero es también el escupitajo de la palabra, otra vez, el que irrumpe a fin de pactar con la ignominia y llegar a un acuerdo, a una verdad. Después, toda la maquinaria de la prensa, y todo el andamiaje de intelectuales, y buena parte de la gran masa popular estarán ahí, cerrando filas, para corroborarla.
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Un pueblo habituado a las maniobras de simulación, a la “segunda oportunidad” que siempre te dará el sistema. Aquí el protocolo del eufemismo, tan latinoamericano, se expande con vigor y muta desde el formulario gubernamental hasta las relaciones de pareja; en Balderas, sin ir más lejos, el trabajo infantil tiene su razón de ser: “así la chamaca aprende a cooperar con el gasto, a no andar de huevona en la vida… la chamba es la chamba, ¿no?”. Cada tres años, en elecciones locales, y cada seis en las presidenciales, se monta el espectáculo del fraude, naturalizado por el PRI y extendido a todos los demás partidos políticos sin excepción. Se incluyen en el reparto: autobuses repletos de acarreados, quinientos pesos y despensas a cambio del voto; pero sobre el escenario comparecen también los que se horrorizan, los que desde la limpieza académica -coloquios y simposios financiados por el Estado-, se asquean ante estas “cochinadas”, ante tanta incomprensible barbarie.
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Domingo en Balderas, la campaña electoral se acelera de golpe; una candidata a senadora por MORENA desfila por el corredor repartiendo lonas de color vino a quien las quiera. Hay locatarios agarrando de a tres. Es el fraude en una de sus tantas formas admitidas por las reglas del juego. Por cierto: nuestra lona está muy ajada, tiene sus buenos años ya resistiendo el granizo, la tentación de estirar la mano es grande, y como ciudadanos responsables, cedemos ante ella.
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Este domingo, en cambio, gente del PRD está regalando armazones de anteojos en Efrén Rebolledo y Bolívar, en la esquina de mi casa en la colonia Obrera. Necesito una de esas armazones con inusitada urgencia, y me formo en la fila. Al llegar mi turno, me piden mi credencial de elector, de volada, de volada. ¿No puede ser el pasaporte?, pregunto con cara de candidez. No les gusta la pregunta, para nada, y me escupen: no sea pinche sangrón… consiga una credencial y ya la armó.
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El silencio de este domingo en Balderas sólo es interrumpido por el paso del Metrobús, esa ballena privatizada, gentileza de la mancuerna empresarios-AMLO, empresarios-Ebrard, empresarios-Mancera. Cuando se construyó, la avenida debió ensancharse, para lo cual se quitaron alcantarillas y se talaron todos sus árboles, de modo que una lluvia o una descarga fisiológica del siempre higiénico citadino, por nimia que sea, significa zona de desastre, y los libros y las narices acusan el golpe. Se trata de una de las memorables contribuciones (fisiológicas también) de Marcelo Ebrard; luego vino su excuate Mancera a poner cámaras de vigilancia en el mismo lugar donde antes se encontraban árboles y pájaros y travestis. Para completar la política pública de manera integral, fueron éstos los célebres sexenios de la reforma laboral, educativa y energética, una suerte de golpe de Estado por lo bajo, chingaquedito, en lo oscurito (aunque ni tanto: con el Ejército en las calles y encapsulamiento policial), a punta de negociados truchos, despojos a las comunidades en pie de lucha y reiterados gasolinazos cuyas consecuencias, para la raza de a pie, aún se reflejan en la carestía del huevo, los frijoles, el gas, el arroz, el aceite, el limón, el aguacate, las comidas corridas, los cigarros y -horror- las tortillas y el metro.
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Tenemos el aspecto de una sociedad anterior a la del Manifiesto Comunista, a pesar de que creemos haberlo leído al dedillo. La destrucción de las estructuras jerárquicas que según Marx y Engels constituían la impronta de la modernidad capitalista en virtud de una sumisión universal al yugo del dinero, aquí no ha ocurrido, o no se ha completado, debido a la perpetuación de un régimen híbrido, entre capitalismo de cuates y esclavitud. La prepotencia recaída en una personalidad patronal fuerte, ultraconservadora, amenazante y usurera, junto al gandalla charrismo sindical, goza de perfecta salud por sobre cualquier simulacro de democracia; ahí están las maquilas regentadas por el látigo; ahí están las cajeras de Wal-Mart obligadas a comprar en la tienda y a utilizar pañales para no desperdiciar segundos-venta en una operación tan accesoria como la de ir al baño. Pero ellos nos están queriendo cagar siempre; nos están cagando todo el tiempo. Claro, no es más que la exacerbación del “neoliberalismo criminal”, de “la oligarquía irresponsable”, etc., pero también resulta que de hecho vemos tan campantes a unos cabrones perfectamente identificables como para cortarles los huevos. AMLO, o cualquiera, desde luego (y no hay que ser ninguna lumbrera neozapatista para advertirlo), no se los puede ni tocar; no, al menos, sin establecer un conflicto frontal e incurrir en la traición.
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En Chimalpopoca y Bolívar, colonia Obrera, construyen un estacionamiento en lugar del edificio de la fábrica textil que se erigía antes del terremoto del año pasado. Aún no sabemos con certeza qué ocurrió con los cuerpos de las trabajadoras taiwanesas y centroamericanas esclavizadas en la maquila (los habitantes del multifamiliar de Tlalpan, por su parte, siguen en la calle). Un golpe duro, el terremoto. En un momento dado casi había que madrearse para poder ayudar; parecía que habíamos estado esperando por mucho tiempo algo así para salir a la calle, encontrarse con los amigos (práctica en extinción), ponerse el casco y viajar y llorar por el México profundo, precario, precarizado. Pero todo se olvidó velozmente. Apenas un mes después, teníamos Feria Internacional del Libro en el Zócalo. (Chile, invitado especial, estuvo a la altura: batió el récord de los libros más caros de cuantas ferias han pasado por la plancha, y sus poetas y escritores hicieron lo suyo al pronunciar repetidas veces la palabra “yo”). Sin embargo, los sismos de septiembre, con todo lo que han desnudado, profundizaron el descontento y la politización, además de expandir la práctica y el deseo de autogestión crítica por fuera de los partidos y las instituciones. Mientras, eso sí, al estacionamiento de Chimalpopoca y Bolívar (¡a 12 pesos las 6 horas!) se le augura un futuro esplendor.
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Paseo de la Reforma tomado en 2006; peluquerías, cafeterías, canchitas de fútbol, fayuca, piratería, tiendas de campaña, muchas tiendas de campaña, desde Chapultepec hasta el Eje Central y desde ahí por Madero hasta el Zócalo, como la colita del monstruo: al pie de los súper-hoteles y los rascacielos de la banca. La prensa se lanza contra ese ególatra, megalómano, enfermo por sus ansias de poder. Desde el otro lado, se le critica su tibieza amarilla, el adormecimiento de la fuerza popular en meses de desgaste, masa acrítica plantada contra un fraude más, embobada por la figura de aquel caudillo perredista de pasado priísta, como todos, mi carnal, como todos.
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Este domingo primero de julio, en Tlatelolco, junto al poeta chileno Juan Carreño hablamos con un veterano del 68, apoyados en el monolito donde están inscritos los nombres de las víctimas del 2 de octubre. Han venido diputados perredistas y morenistas a ofrecerme chamba, me ven todo jodido, dice el veterano. Pero los jodidos son ellos, añade, riéndose. Son las cinco de la tarde y la primera encuesta de salida ya muestra la ventaja irreversible de AMLO. Estoy tentado a preguntarle al veterano si fue a votar, pero no quiero ofenderlo. Nos muestra un nutrido calendario de actividades conmemorativas de los cincuenta años de la matanza, además de un pasquín confeccionado por él mismo, donde ha publicado su versión de los hechos. Hablamos también de El Móndrigo, el libro inventado por Gobernación para justificar la matanza, y echando mano de esas comparaciones tan de chileno en el extranjero, le digo a Juan: “era como un Plan Z, ¿cachai?”
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La celebración es grande. Camino por Madero, hoy paseo peatonal, antes avenida, antes Plateros, “caudal único, para el pulso único de la ciudad”, como escribía López Velarde en una crónica añeja: “No hay una de las veinticuatro horas en que la Avenida no conozca mi pisada. Le soy adicto”. ¿Cuántos de estos domingos he pisado Madero con indiferencia chilangocéntrica? En el Zócalo han dispuesto un escenario sobre el que ya hay mariachis estridentes en acción; al fondo, la pantalla gigante para ver los partidos del mundial; y más al fondo, la oscura Catedral. Me abro paso entre la chaviza que ha votado por primera vez y que por primera vez ha ganado, por paliza. También está la banda cuarentona que hace exactamente dieciocho años votó por Fox, ahora con progenie al hombro. (Es decir, los votantes primerizos de esta elección tienen la edad de tres brutales sexenios en el cuerpo, y el cuerpo, como dice Hipólita La Coja, es la verdad). Me sigo abriendo paso y recalo a los pies del asta-bandera, tan rápido me encuentro en el mero centro del centro de la fiesta, y no estoy para nada borracho, ni de multitud ni de poesía ni de un carajo. En fin, hay ley seca, el asunto es muy familiar, añádase fondo de cielito lindo y cancioneros afines. La militancia dura de MORENA se mezcla con el antiprianismo apartidista y con el escepticismo de quienes, pese a la historia, tienen la piel chinita, ojos disimuladamente llorosos, como cuando uno ve una película triste y se emociona y acto seguido se avergüenza. De pronto en la pantalla gigante aparece la camioneta blanca de López Obrador llegando a la plancha; es el griterío de la adoración. Los mariachis por fin salen de escena y en la pantalla vemos al presidente electo junto a su clan. Está en su ambiente natural: es imposible disociar el Zócalo de estos últimos años de la imagen de AMLO abarcándolo con mirada escrutadora. En 2006, durante el plantón de Reforma, aquí mismo daba un discurso diario lanzando invectivas mordaces. Ahora no; ahora es un conciliador predispuesto a callar, y en esos largos intervalos de silencio entre palabra y palabra se oye el crepitar del cálculo para no herir susceptibilidades (el eje de su campaña publicitaria cosechó su éxito en gran parte gracias a la ingeniosa omisión de su nombre). Pero la multitud, que no tiene pactos con nadie, ni tiene nombre, no reprime el ¡¡FUERA PEÑA!! tantas veces gritado desde la represión asesina en San Salvador Atenco. Entonces AMLO comienza a trazar planes, repartir cargos, pronunciar y repetir palabras significativas, entre ellas: “Ebrard” y “Transición”. Conozco lo que puede significar la palabra “Transición”, la recuerdo bastante: chilangocéntrico y todo, vengo de Chile, un país… y también conozco ese apellido, “Ebrard”, pues vivo en esta ciudad y trabajo y leo en la calle. Pero la muchedumbre lo aplaude igual, qué importa, es noche de celebración chingao, vuelve, todo ha sido perdonado, viva México.
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Este lunes poselectoral en Balderas estoy junto al señor Miyagi, artesano huichol. Oímos: “ora sí se chingó el PRI”, “vamos a tener pensión”, “la pinche rata se la peló”, “se acabaron los gasolinazos”, “vamos a vender de a madres”. El optimismo se acaba de súbito con la caída de un aguacero (el ánimo del pensador mexicano se altera mucho con la caída de un aguacero), y el señor Miyagi, viejo zorro, la vista en el cielo, suelta con ironía: “ah chingá, yo pensé que con el Peje no nos llovería nunca más”.
Julio 2018
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Fotografía: Chapulín, de Dulce Pinzón.
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