“Para esta postura es decisivo: en primer lugar, hacer sitio al ente en total; después, soltar amarras, abandonándose a la nada, esto es, librándose de los ídolos que todos tenemos y a los cuales tratamos de acogernos subrepticiamente: por último, quedar suspensos para que resuene constantemente la cuestión fundamental de la metafísica, a que nos impele la nada misma: ¿Por qué hay ente y no más bien nada?”.
Martín Heidegger
El Carabinero extrae la tarjeta de memoria de la Go Pro que portaba en su casco. Declara que borró el material almacenado, incluida la filmación que detalla el crimen del joven Mapuche Camilo Catrillanca. Debe quedar en la oscuridad de los hechos, las razones por las que el Comando Jungla vigila de forma constante las comunidades: La comunidad es un riesgo para la propiedad. Allí todo es impropio. Todo es de otros, nada es de nosotros. La tecnología está mediando el asesinato. Entre el criminal y su blanco humano, hay una cámara.
Esta muerte es inapropiada. No podemos verla. Las reglas escénicas del régimen visual autorizan ciertas violencias, por ejemplo, la tortura a los ciudadanos ecuatorianos en la cárcel (eran delincuentes –en jerga punitiva– y pueden ser dañados), pero la muerte del Mapuche desnuda la facticidad del capitalismo. No hay más motivos que el de disparar contra aquello fenotípicamente despreciable. La mirilla encuadra la estética Mapuche. No es la bandera sino su cara. Su cara es una bandera enemiga. Ha sido ya enmarcado por las tecnologías visuales que fabrican los modos de ver. Los textos que allí se despliegan organizan el movimiento del cuerpo, disponen sus cadencias y su fluir contingente.
La luz de la muerte fue apagada por la impunidad. Es la ley contra sí misma, lo que le permite ser ley. El problema de la impunidad casi siempre estuvo imbricado a la función de las tecnologías audiovisuales. No sabemos qué había en los calabozos de la dictadura salvo por el testimonio de los torturados que no podían representar lo irrepresentable: el horror. Entonces el sistema televisivo debió ficcionalizar y hacer del desgarramiento humano un espacio de entretención favorable a las estrategias publicitarias. La dictadura también puede ser un tópico del cual rentar para el mercado televisivo, porque en realidad ¿no es acaso una estrategia política reforzar la pertinencia de la “democracia protegida” denunciando las infamias del pasado que presumiblemente pertenecerían a otro régimen del que nos hemos emancipado, pero del que nos tenemos que proteger preventivamente, llevando la democracia, a través del consenso y la tecnificación política, a su propia clausura? La modernización neoliberal le devolvió los colores a Chile, lo sacó de la escena en blanco y negro, floreciendo la estética de sus mercados (el capitalismo como sentido de pertenencia) mediante ese arcoíris primaveral detrás del que tantas miserias se gestaron.
No hay registros visuales salvo esas imágenes de la vida pública en el Estadio Nacional y el fondo invisible y mudo donde no podían ingresar los dispositivos fílmicos. Detrás de toda escena audiovisible hay siempre sótanos silenciosos y lúgubres a los que el periodismo tristemente ha renunciado, encandilado por la luminosidad del presentismo, cuando nuestra forma de mirar el pasado y comprender el presente está mediada por la tecnología.
Entonces lo que queda es el recurso del cuerpo. Estuvo antes y después. Un cuerpo uniformado portando una cámara en su casco, y un cuerpo siendo grabado por ésta, mientras recibía un disparo. Es un cuerpo desnudo de acuerdo a los criterios que definen el contenido de la vida en occidente. Un cuerpo disponible para ser asesinado. Un cuerpo común. Los cuerpos se disponen a actuar. Uno huye, otro persigue. Uno presiona el gatillo, el otro es interceptado por el proyectil. El proyectil entra en la cabeza de Camilo y lo lleva a la eterna oscuridad, donde no hay significado. Es lo común de la nada, es la nada común, porque la muerte es una metáfora de la que rehuimos, y hemos aprendido a temerle en la medida que ella esconde el secreto de la cosa, que es su propia ausencia, la inexistencia de télos, y aquello que coloniza la significación insignificante es la invención de la esencia de lo que no tiene esencia.
Todo lo que puede ser llenado es el horizonte donde se vislumbra el antecedente del vacío. Su huella nos persigue en la medida que todo se satura, y que los simbolismos se suturan. El paroxismo del significado es lo que reconduce la experiencia humana a la catástrofe de su realización definitiva. Nos hemos enmarañado en los laberintos del lenguaje que nos esclaviza a las identidades y a las más absolutas convicciones. No dudamos, como el Carabinero no dudó en dispararle a Camilo. Órdenes sagradas, violencias epistémicas, jerarquías inmutables.
Imagen extraída de Funeral de Camilo Catrillanca, fotoreportaje publicado en la revista Primera Línea.
Las convicciones científicas y creencias teológicas, los trascendentalismos de la política y la metafísica del saber, son el filo cortante que circunda la vida y la muerte. Nos han dicho que la vida tiene valor cuando porta las máscaras que la estandarizan y la vuelven objeto de una ficción que ella misma ha creado. Esas armaduras nos protegen del vacío al que nos convoca el vínculo con los otros. Las defensas corporativas que todos conocemos, la reivindicación de las ideologías institucionales, la externalización de las causas que desorganizan nuestras identidades y nuestros órdenes cognitivos, se inscriben en la superficie semántica de lo propio, allí donde se colmó de presencia la impropiedad constitutiva de la relación. La culpamos como un origen del que se reniega, y para evitarlo se mitologiza.
La muerte de Camilo Catrillanca es una lección para nuestros padecimientos. Está todo tan claro que parece impresentable la crítica desestabilizadora. Nadie puede aprender allí donde todo es sabido de antemano. No podremos ser nada más de lo que hemos venido siendo si seguimos aferrados al criterio de los “contenidos esenciales” que se han expandido como mancha de aceite, contaminando toda forma de reciprocidad.
Programas, lineamientos, razones, fundamentos, certezas, convicciones, creencias, afirmaciones, identidades, propiedades, soberanías, particularismo, nos atrapan y nos sacuden en el dominio del ente. Ninguna intersubjetividad nos permitirá acercarnos a la muerte que supone la clausura de las subjetividades. Esa muerte puede ser el signo de otro lazo social, donde el contenido ya no se repliega sobre sí mismo para autoafirmarse sino que se desliza hacia su vaciamiento (como en la amistad), que a fin de cuentas es el lugar de donde proviene.
¿Qué tecnología podría permitirnos acceder a esos impensados? Una en que su luz no fuera lo suficientemente fuerte que encandilar nuestros sentidos, pero que nos regalara destellos de reflexividad para ayudarnos a dudar siquiera una vez. Es decir una tecnología corpórea del pensar, porque tal como la política es impredecible, la acción es irremediable, y puesto que no es posible reescribir la narrativa del acontecimiento luego de consumado como en una novela, sí podemos disipar el impulso irreflexivo del que se hacen acompañar las convicciones cuando adquieren el carácter de sagradas y absolutas, cuyo riesgo es el de disparar el arma nihilista contemporánea, que defiende la vida negando su más genuina ausencia de significado, justamente, ahogándola con un exceso del mismo.
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