Para muchos, Andrés Gallardo ha sido un descubrimiento, todo gracias a las reediciones que ha realizado Overol de Obituario y Cátedras paralelas, este último recién puesto en circulación luego de su primera edición en 1985. Y si en el primer libro estábamos ante la lucidez y el humor de Gallardo en breves piezas sobre la vida y, sobre todo, la muerte, en esta desopilante novela somos testigos de una voz narrativa que se destaca por lo peculiar de su perspectiva. Bombardeados el último tiempo por narradores en primera persona que no hacen sino mirarse al ombligo, en Cátedras paralelas nos encontramos con un personaje ―Juan Pablo Rojas Cruchaga, “Rojitas”― que es construido por una voz lo suficientemente distanciada del protagonista como para poder tratarlo con ironía y crueldad. Pero, al mismo tiempo, lo suficientemente cercano para que nos encariñemos con el personaje. Esa inflexión permite que el lector se ría y se compadezca al mismo tiempo de Rojitas; profesor de teoría literaria víctima de sus propias expectativas. El autor revela un manejo notable del tono de la novela que se manifiesta desde el inicio, cuando recibe un sobre que le informa de su despido de la universidad: “El sobre se veía un sobre blanco común y corriente, pero estaba claro que se trataba de un sobre azul. […] Era un sobre azul, sin duda alguna. La certidumbre de que se trataba de un sobre azul oscurecía la normal extrañeza que debería haberle producido recibirlo sin que hubiera habido ninguna razón especial, ningún rumor, ninguna alusión velada”. La noticia inesperada le hace inmediatamente repensar su vida. Cae en cuenta que no sabe hacer nada más que hablar ante un auditorio de estudiantes sobre teoría literaria. Se percata de lo inútil que es su saber ante un mundo ajeno al académico, que se vuelve hostil de inmediato por no tener un espacio de seguridad para él.
Sin rendirse, orgulloso, Rojitas decide llevar su trabajo fuera de la academia, disfrazándolo de tarea épica de culturización del país cuando lo único que quiere es dinero para sobrevivir. Para cumplir esta misión no se le ocurre otra idea mejor que encabezar un taller de semiótica: “La Semiótica, Taller de Integración de Medios, era la salvación, era el negocio redondo, era la culminación natural de una vocación, era un trabajo honesto; Rojitas ya era independiente, ya tenía algo sólido; Rojitas era, por lo menos, Rector de su propio Taller de Integración de Medios”. Es esta parte del libro en la que resalta más lo patético ―con toda la densidad semántica que involucra esta última palabra― del personaje, logrando que todo lector(a) que conozca un poco del «mundillo literario y académico» se ría a carcajadas de las ironías que plantea el narrador a través de la descripción de los personajes que se acercan a ese taller. Todos ellos con la intención de que los demás sean mero público de sus asombrosas ideas y creaciones, y sin ninguna intención de crear un verdadero diálogo, o la triste constatación de que el éxito del taller no esté tanto en manos de Rojitas sino en las «voces autorizadas» del campo cultural chileno.
Sumado a la fiel representación de las dinámicas que adquieren tales espacios (que causan risas en un lector familiarizado con ese entorno) es notable también el uso del lenguaje de Gallardo, que hace hablar a los personajes con una grandilocuencia que contrasta con la pequeñez de los mismos, en donde la distancia entre sus autoestimas, sus expectativas y la realidad, les da un portazo en la cara. Todo esto no hace sino aumentar la empatía que despiertan los personajes, sobre todo Rojitas. A través de él, el autor nos muestra lo difícil que es hacerse de un camino dentro de un inmenso eriazo infértil, como lo demuestra el mismo Taller de Integración de Medios cuyo inminente fracaso hace que el protagonista se vaya a tratar de productivizar un pedazo de tierra ―heredado y olvidado― que tenía en el campo. Ahí se percata de que su saber académico es tan infértil como el campo al que llega, donde lo sigue esperando Don Venancio, un hombre que ya formaba parte del paisaje de la hacienda y que Rojitas conocía desde sus vacaciones de infancia en el lugar.
Los intentos de Rojitas por sobrevivir en el campo, tratando de hacer un negocio rentable usando la tierra y las conversaciones que tiene con el anciano vienen a ser el remate de una sucesión de intentos en los que el protagonista deja de ser el catedrático y se convierte en un alumno, para de esa forma aprender un estilo de vida que queda por fuera de la comodidad de la universidad:
“-¿Cuánto se demoran en comenzar a producir los paltos?
-Depende.
-Depende de qué.
-Cuáles paltos.
-Los paltos comunes.
-Depende de dónde.
-Don Venancio, ¿por qué siempre que abre la boca me tiene que cagar?”
Además, el estar alejado de ese mundo académico ―que se constituye en el eje de su propia identidad y autoestima― lo hace vulnerable a las sencillas preguntas de un “simple campesino”, sobre todo en esas tardes en donde Rojitas, tratando de seguir conectado con su tarea pedagógica, le lee cuentos de su propio canon a Don Venancio, que no entendía la utilidad y el sentido de dichas lecturas:
“-¿Y por qué quiere que yo le crea esos cuentecitos?
-Pero si no hay nada que creer, don Venancio.
-Entonces, ¿para qué los leemos?
Rojitas no contestaba. Rojitas seguía leyendo con dedicación ejemplar, aunque quizás no se trataba de empuje pedagógico, quizás no se trataba de defender el honor de la literatura chilena, sino de mantener la propia imagen dentro de los límites de lo decoroso”.
Estamos entonces ante un personaje que se ve expuesto a una noticia inesperada que revela cómo lo arbitrario de una decisión que no estaba en sus manos puede poner en jaque toda su vida y lo lleva a vivir un sinfín de aventuras erráticas que terminan en un lugar tan inesperado como el despido ―que deberán descubrir ustedes mismos―, narrado con un tono paródico que destaca entre tantas voces homogéneas que ofrece el panorama de la literatura chilena actual.
[Portada] Imagen extraída de Tele13Radio.
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