Once días pasaron desde su deceso en Nueva York hasta su entierro en el Cementerio General. El Salón de Honor de la Casa Central de la Universidad de Chile fue el lugar donde se congregó la emoción de miles de personas de diferentes edades, clases sociales y ciudades del país que viajaron para visitar durante 62 horas el cuerpo inerte de la Premio Nobel.
El 29 de diciembre de 1956, Gabriela Mistral ingresó a la habitación 420 del hospital de Hempstead, Nueva York. Acompañada de Doris Dana, que estuvo con ella en la segunda cama de la pieza, Mistral volvía a estar en el recinto que había visitado en octubre de ese año por una anemia y síntomas de agotamiento, patologías que se sumaban a una diabetes, reumatismo, problemas cardiacos y al cáncer de páncreas que finalmente le quitó la vida.
Cuatro días después de recibir el año nuevo se marcó la tendencia definitiva: Mistral entró en un estado de coma y perdió la conciencia. Bajo la atenta mirada del mundo, que ya comenzaba a informarse de su delicado estado de salud, Mistral, acompañada de la fotografía de su madre y de su crucifijo de plata, y escuchando una vieja canción judío española, se despidió de la lucidez pronunciando la palabra “triunfo”. Entre infinitas llamadas al hospital y las constantes visitas de su médico de cabecera Alfred Vogel ―que también fuera responsable de la salud de Sigmund Freud―, Doris Dana relató a la prensa cómo la boca de la Premio Nobel había dicho al mundo su última palabra. El mensaje llegaba a Chile a través de los periódicos y de las agencias de noticias que informaban que su fallecimiento era inminente.
A pesar de las fuertes nevazones, algunos chilenos y otros enterados en Nueva York de la gravedad de Gabriela Mistral esperaban en las cercanías del hospital hasta su deceso.
A las 4:18 de la mañana del 10 de enero ―3:18 en Chile― murió Gabriela Mistral, bajo la atenta mirada del retrato de su madre, Doris Dana y el personal del hospital. Al mediodía llegó su cuerpo hasta la funeraria Frank Campbell, donde lo embalsamaron y velaron. Autoridades norteamericanas y chilenas, amigos y representantes del mundo de las letras llegaron a darle el adiós; esa misma mañana la asamblea de la ONU le rindió un homenaje.
Desde Nueva York fue llevada a Carolina del Sur, donde el militar chileno Santiago Polanco aguardaba su llegada para acompañarla hasta Chile. Desde ahí el viaje se hizo complejo. Años después, Polanco contó a El Mercurio que tras el primer despegue, el 15 de enero a las 2:30 am, tuvieron que volver a tierra en medio de un fuerte temporal de viento y lluvia y que él mismo hizo ver a la tripulación un detalle: “no pude disimular ante el capitán de la nave y la tripulación: el avión llevaba otra carga, lo que me pareció irrespetuoso”.
Tras otro intento fallido de despegue y del cambio del avión y tripulación, la madrugada del jueves 17 de enero Gabriela Mistral emprendió el regreso definitivo. Luego de una parada en Panamá, donde el personal de la embajada puso una bandera chilena sobre la urna, la poetisa llegó a Lima para ser recogida por el avión FACH.
Mientras tanto, en Chile se iniciaban los preparativos para los honores que recibiría la Nobel: en La Moneda y en la Cancillería comenzaban a recibirse las condolencias oficiales y en la Casa Central de la Universidad de Chile los funcionarios adecuaban el Salón de Honor como capilla ardiente para el masivo velorio.
Para Jaime Quezada, escritor y estudioso de la vida de la Premio Nobel, la elección del edificio de Alameda 1058 tiene que ver con que la Universidad “no sólo era el centro universitario y académico de país, sino que también el intelectual. No fue en el palacio de gobierno, que pudo haber sido, en la biblioteca nacional, en el palacio Bellas Artes, sino que en el alma mater del país”.
El Ministerio del Interior decretó tres días de duelo oficial por este fallecimiento y el gobierno envió un proyecto de ley al Congreso para decretar duelo nacional el día del sepulcro. Francisco Bórquez, ministro de Educación, recibió una nota del presidente de la Sociedad de Profesores Jubilados de Instrucción Primaria en la que ofrecían el mausoleo en el Cementerio General como lugar de reposo.
La voz de los locutores radiales hizo eco en todo Chile de los informes médicos. Eran noticias que los habitantes del Valle del Elqui esperaban con ansias. La prensa de Vicuña informó que una comisión de vecinos de esa comuna y de Paihuano viajaría a la capital a rendirle tributo a su hija más querida. Pero estos no sólo pasaron por la Casa Central de la Universidad a ver sus restos, también se reunieron con Ibañez del Campo para, entre otras cosas, acelerar el traslado definitivo de los restos de la Premio Nobel a Montegrande y cumplir así su última voluntad manifestada en su testamento.
“No se pudo inmediatamente dar cumplimiento a ese deseo ya que no se tenía previsto un lugar adecuado donde construir un mausoleo. Recién al cabo de un par de años el mausoleo definitivo en Montegrande estuvo listo. La familia Sommerville había donado el terreno y el Estado realizó la obra”, explica Rodrigo Iribarren, director del Museo Gabriela Mistral de Vicuña.
Pero los vecinos del Valle del Elqui no fueron los únicos movilizados por la desazón de la muerte de Mistral. Autoridades y personas acongojadas se dirigieron la tarde de ese 18 de enero a recibirla en su llegada al país. Muchos de ellos lograron asistir gracias a los vehículos que la agrupación de dueños de autobuses dispuso para salir desde el Paseo Bulnes hasta el aeropuerto Los Cerrillos.
LOS MANGA CORTA
En Santiago, el calor arreciaba. A las cinco de la tarde aterrizó el cuerpo de Mistral, a bordo del avión Douglas DC -3 de la FACH. Las autoridades tomaron el féretro y el orfeón de la Escuela de Aviación interrumpió el silencio general con su interpretación de la “Marcha fúnebre” de Chopin. Descendió del avión también el Cónsul General de Chile en Nueva York, Enrique Bustos, quien traía consigo el testamento que entregó más tarde al presidente y al canciller, junto a Santiago Polanco. En tierra la esperaban ministros, los edecanes del presidente, la alcaldesa de Santiago, una delegación de la Escuela Gabriela Mistral y una de scouts, además de escuadrones de las ramas de las Fuerzas Armadas, evidenciando desde el primer momento la fuerte presencia militar que tendrían los honores que el país le rindió: un funeral de Estado, tal como el que se le brinda a los Jefes de División del Ejército.
En un furgón, la urna comenzó su recorrido hasta su lugar de velatorio, pasando por las avenidas Pedro Aguirre Cerda, Puente Antofagasta, Rondizzoni, Beauchef, Blanco Encalada, Ejército y Alameda. En el camino personas salían a su encuentro e incluso, en medio de la conmoción, el cortejo tuvo que acelerar la marcha luego de que un grupo de personas abriera el vehículo tratando de ver a la poeta. En el percance, la comitiva atropelló a un ciclista y chocó el auto del Comandante en Jefe del Ejército.
Cerca de la Alameda, representantes de diversos colegios de Santiago aguardaban su paso portando los estandartes de sus establecimientos adornados con cintas negras. A medida que se acercaba a Alameda 1058, la gente comenzaba a enfilar hacia las puertas de la Universidad, por lo que Carabineros tuvo que cortar calles y organizar a los visitantes que llegaron ininterrumpidamente hasta el día del funeral, sin importar la hora ni las altas temperaturas del verano.
Obreros con ropa de trabajo, niños con uniforme y niños descalzos, soldados, carabineros de franco, mujeres y ancianas hicieron la fila por la que, según la prensa de la época, ingresaron cerca de 170 mil personas. “La mayoría era pueblo, pueblo… Pasaban rodeando el féretro cuarenta personas por minuto, circulando, circulando. Hubo que organizar el acceso del público con fuerza de carabineros”, escribía el director de la Biblioteca Central de la Universidad Héctor Fuenzalida en la revista Anales de 1957 sobre las intensas jornadas en las que los funcionarios trabajaron en turnos extras para organizar la casona y mantener el orden y la limpieza.
Fue ahí también donde las autoridades policiales tuvieron que dar una contraorden y permitir que todos quienes hicieran la fila pudieran ingresar a expresar su pesar y no “discriminar (…) a los manga corta, es decir, a aquellos que la miseria y el verano les priva del uso del vestón, y sospechosos de ser pungas”.
Y esta conmoción popular y transversal no estaba vinculada directamente con su obra, como plantea el director del Centro Mistraliano de la Universidad de La Serena y autor del libro Gabriela Mistral: Crónica de su muerte, Rolando Manzano Concha: “la mayoría no la había leído y mal podría citar un verso suyo. La gente se veía en ella, las profesoras normalistas eran Lucilas. La valoración de su obra en Chile, en esos momentos no empezaba aún”.
En definitiva, “para el pueblo, que nunca la había leído, fue como la muerte de la Virgen del Carmen, patrona, defensora, símbolo, todo junto. En quien se reflejaban, quien simbolizaba la lucha diaria de un pueblo se había muerto, y la fueron a despedir”.
Héctor Fuenzalida recuerda que sólo se interrumpió este “río humano” el sábado 19 de enero entre las 10 y 12 de la mañana, para el homenaje del cuerpo diplomático, y el lunes a las 8:30 para los rituales previos a los funerales; “fuera de estas horas, todo fue un ir y venir de la delgada y silenciosa ola”.
EN EL SALÓN DE HONOR
De pie en el hall de entrada al Salón de Honor de la Universidad de Chile, el rector Juan Gómez Millas esperaba la llegada de Gabriela Mistral. Ya había aguardado por ella ahí dos años y medio antes, cuando la poeta entraba a la Casa Central para recibir el grado de Doctor Honoris Causa, que por primera vez entregaba la institución. Esta vez, el 18 de enero de 1957, Mistral ingresaba al edificio en un ataúd para su último reconocimiento público: el adiós del pueblo de Chile.
Acompañado de los integrantes del Consejo Universitario, el rector se acercó a recibir el ataúd. La urna pasó el umbral de la casona encontrándose primero con los niños del Instituto Nacional. Allí, los funcionarios de la funeraria abrieron la urna café claro que venía cubierta por la bandera chilena, quitaron el vidrio y un paño blanco que tapaba su rostro, dejando ver, entre medio de los flashes de la prensa, a la Premio Nobel 1945. En medio de la expectación de los presentes emergió el perfil de Gabriela Mistral, que estaba inclinado ligeramente al costado derecho. Uno de los empleados, dudando, tomó entre sus manos su cabeza para enderezarla.
Con sus manos cruzadas a la altura del vientre, la poetisa sostenía un crucifijo de plata. A la urna, rodeada de cintas de las ofrendas y condolencias que arrastró en su viaje desde Nueva York a Santiago, se acercó Raúl Pinto, párroco de Paihuano, para rezar por el responso de Gabriela. Con él venía el espíritu del Valle del Elqui a la capital a rendirle tributo.
Los funcionarios de la Universidad habían quitado las butacas del Salón de Honor para hacer espacio y comenzaban a depositar las flores enviadas por gobiernos, agrupaciones culturales, colegios y clubes deportivos. El lugar se convirtió en una capilla ardiente.
El ritual comenzó a las 18:05 cuando, de terno y no de uniforme de militar, ingresó a la Universidad el presidente Carlos Ibáñez del Campo; el mismo que la Premio Nobel en correspondencia con amigos lo había definido como “su enemigo” por cancelar su jubilación de maestra en su primer gobierno, y el que en algún momento había despertado el interés de la autora de Los sonetos de la muerte para escribir su biografía; el mismo que en noviembre de 1956 había enviado un proyecto de ley al Congreso para restituir la jubilación para Mistral cuando ella volviese a Chile.
Por cinco minutos permaneció el presidente junto a Gabriela Mistral, acompañado de su esposa, el ministro de Relaciones Exteriores, el rector y el secretario general de la Universidad Guillermo Feliú, en un espacio de recogimiento que ocurría mientras el Coro Sinfónico, vestido con sus largas túnicas, entonaba una sentida melodía. Moviéndose en medio del público, Luis Robles, del Servicio de Fotografía de la Universidad pudo retratar los principales hitos de las casi 62 horas que la Premio Nobel estuvo en la Universidad.
Fue así como Robles pudo capturar toda la solemnidad del contexto tras los abnegados preparativos con que el Estado le rindió honores a una poco reconocida Premio Nobel. Esto, a pesar de que, como explica Iribarren, “a Gabriela nunca le gustaron las grandes ciudades, las muchedumbres, los homenajes en su honor, ni los grandes actos protocolares. Quizás con los años se vio en la necesidad de aceptar un poco a regañadientes que estos eran parte de ese mundo en que le tocó vivir. Seguramente si hubiese tenido la oportunidad de elegir, no lo habría hecho”.
Las estudiantes del Liceo N°6, del cual Mistral fuera directora en 1921, se ubicaron a los costados del féretro para montar la guardia de honor. Encomendadas por el ministro de Educación y vestidas con su mejor uniforme, las niñas acompañaron a la Premio Nobel junto a los cirios e hicieron turnos hasta su funeral.
Una anciana mujer comenzó a temblar y descompensarse: Clara Godoy Orrego, prima de la poeta, que viajó desde La Serena, sufrió una crisis nerviosa. No sería la primera ni la única que ocurriría en los honores a Mistral.
A las siete de la tarde se iniciaron las visitas del público, que desde el ingreso del féretro se había comenzado a agolpar en las inmediaciones de la Casa Central. A las nueve de la noche Carabineros tuvo que organizar filas dobles que salían por la Alameda, doblando por San Diego hasta Alonso Ovalle. A esa misma hora las estudiantes de la guardia de honor se retiraban a sus casas para ser relevadas por sus profesores, quienes permanecieron toda la noche en el lugar para recibir a los visitantes que, a pesar de las horas y la espera, continuaban ingresando por la puerta derecha del salón, observaban el cuerpo unos segundos y luego salían por la puerta izquierda, satisfechos de haber entregado sus respetos y ver, para muchos por primera y única vez, a la poeta.
En su lugar de reposo, Mistral lucía un traje de terciopelo negro; el mismo que usó cuando recibió el Nobel en Suecia.
EL ÚLTIMO ADIÓS
El presidente Ibáñez volvió a la Casa Central a las 9 de la mañana del lunes 21 de enero de 1957. La Orquesta Sinfónica musicalizaba Los Sonetos de la Muerte.
En medio de las autoridades y de los presentes en el último ritual que se realizaría en la Casa Central, Juan Gómez Millas se abría paso minutos para subirse al estrado y pronunciar una oración de despedida ante destacados participantes, entre ellos Amanda Labarca, el ex ministro Radomiro Tomic, Juan Guzmán Cruchaga, su amigo Hernán Díaz Arrieta (Alone) y Matilde Ladrón de Guevara. “No tuvo hijos; pero se hizo madre en sus cantos maternales para los hijos de todas las madres y, de su vientre fecundo, renació su valle y, a nueva vida, los campesinos de aquel valle y de todas las tierras del mundo”, dijo el rector representando a la Universidad que despedía a su primera Doctor Honoris Causa.
Decanos y autoridades del mundo educacional tomaron la urna al son de La Heroica de Beethoven para sacarla hasta la puerta. A las 9:33 de la mañana Gabriela Mistral cruzaba el umbral de la puerta, esta vez, para no volver, dejando atrás, como relata Héctor Fuenzalida, “un gran silencio” y “un hedor floral marchito”.
El cortejo cruzó la Alameda hasta llegar a Ahumada. Encabezados por tres patrullas de Carabineros, una delegación del Liceo Experimental Gabriela Mistral, un furgón de las pompas fúnebres y bandas militares, el carro mortuorio iba acompañado de 13 hombres de tropa con sus armas. Atrás lo seguían el presidente y las demás autoridades. Al asomarse a la Plaza de Armas, resonaron las campanas de la catedral a la que entró la urna bajo la vista de centenares de personas que se apostaron a las afueras del templo, arriba de los árboles y al interior de los edificios aledaños. Rodeada de doce cirios, Mistral se enfrentaba a la misa fúnebre oficiada por el cardenal José María Caro quien al finalizar el proceso se vistió con una capa negra y se acercó a regar agua bendita sobre la bandera chilena que cubría su última morada.
Tras salir por la calle Puente, el cortejo llegó a Avenida La Paz donde la gente se acercaba tratando de ver la urna, o esperaban verla pasar desde las alturas de los techos, mientras arrojaban pétalos de flores, movían pañuelos blancos y agitaban impresiones de Los Sonetos de la Muerte que esos días vendieron los suplementeros. En el Hospital José Joaquín Aguirre los enfermos se asomaron por las ventanas para despedirse. Desde el cerro Blanco, otros se apostaban a mirar desde las alturas lo que alcanzaran a ver. La cosa era estar ahí.
A las 12:03 se inició la ceremonia final. Ahí, el ministro de Educación y el decano de la Facultad de Artes, Luis Oyarzún, ofrecían sus discursos a los asistentes que caminaron al mausoleo donde descansaría provisoriamente Gabriela Mistral, lugar en el que fue sepultada a las 12:30 horas. Sólo el 22 de marzo de 1960 fue exhumado el cuerpo de la Premio Nobel para subirlo nuevamente a un avión y llevarla a La Serena, en un último viaje hasta su última voluntad: llegar a su añorada tierra de Montegrande.
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Texto publicado originalmente en Revista El Paracaídas de la Universidad de Chile.
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