El punk es siempre una historia de juventud. A los 14 años me dieron una copia de un cassette de los Dead Kennedys, Plastic Surgery Disasters (Alternative Tentacles, 1982). Una de esas copias que incluían obsesivamente el listado de canciones, el título correctamente escrito y cada lado bien identificado. Recuerdo perfectamente mi sensación al escucharlo. “Esto es punk”, me dije. Esta creatividad, esta potencia, este sarcasmo politizador. Sonaba muy distinto a todo lo que había escuchado hasta ese momento, sonaba como eso que andaba buscando: un ruido que fuera al mismo tiempo una metralleta.
Yo vivía en Quillota, una antigua ciudad de provincia en la que no era difícil sentirse “solo, pero tan rodeado de gente” (“Escape”). Debe haber sido un año después de devorarme ese disco de los DK, mientras asistía ávido de música nueva a alguna de las emisiones del programa Palta Rock que conducían Lilian Navia y Andrea Peña en la Radio Quillota, que recibí de manos de Andrea un regalo que cambiaría una vez más mi percepción del punk y su potencial creativo. Se trataba de un original del split Vamos bien, mañana mejor de Disturbio Menor y Enfermos Terminales (Masapunk, 1997). Ignoraba en ese entonces el significado que tendría este regalo el resto de mi vida.
Recuerdo perfectamente el momento en que, mientras sonaba el lado de Disturbio Menor en el equipo de música, desplegaba el inserto con las letras. Mi mayor asombro fue cuando encontré un listado de sellos, publicaciones, editoriales y organizaciones punks y anarquistas que, al parecer, formaban parte del trasfondo de esta música implacable. Comprendí inmediatamente que allí había un mensaje político que potenciaba la rabia y la crítica de las letras. Ese mensaje era la existencia de una comunidad internacional de personas y grupos afines al anarquismo, cuyo hilo conductor era un ímpetu contracultural. A fines de los 90, en Chile, desde la sequía cultural de la provincia, cualquiera que soñara con una vida intensa, destructiva del régimen y creadora de una vida nueva, no podía sino enamorarse de esa idea. Creo que ese mismo día me puse a escribir una carta a alguna de las direcciones que salía en el inserto. No sé si la envié alguna vez. Sólo sé que nunca me volví a sentir solo.
Muchos aprendimos nuestras primeras lecciones políticas en la escena punk. Creíamos que se trataba del contenido de las letras, pero las más profundas las adquirimos en la vida comunitaria de las tocatas, la solidaridad internacional y la experiencia general de la resistencia contracultural. Ese ha sido el contenido político más profundo del punk, y la democracia de su música sencilla o la rabia de su performance gritona han sido su forma sublime.
Disturbio Menor, al igual que casi todo lo creado en los 90, supo expresar perfectamente su momento histórico. ¿Cuántos de nosotros comprendimos la naturaleza de la integración regional y la irónica posición de Chile en el mercado internacional al escuchar y repetir la letra de “Nos está quedando chica, Sudamérica”? En plena crisis de 1981-1982, el aparato comunicacional de la dictadura decía «Vamos bien, mañana mejor», y en 1997 este cassette nos recordaba la impecable continuidad entre esos días y los de la «crisis asiática». A poco más de 10 años de la Gran Recesión que comenzó en 2008, volvemos a encontrarnos a esos gobernantes que, entre decretos y declaraciones indignantes parecen decirnos: “manejo bien mi arma por salvar nuestra nación” (“Armado y Sin Cerebro”). Son las armas del ataque constante a quienes vivimos de nuestro trabajo, del nacionalismo contra nuestros hermanos y hermanas latinoamericanas, y de la cristiandad contra las mujeres y la disidencia sexual, y su nación es el capital, todos abominables blancos de la crítica contracultural de Disturbio Menor.
En esos años, frases como “lúcido soy más peligroso” (“Lúcido”) interpretaban a la perfección mi intuición (que era, sin saberlo, tradicionalmente anarcosindicalista) sobre los estragos que causaba en el pensamiento y la acción crítica un consumo abusivo de sustancias. Hoy, aunque conservo ese escepticismo por la celebración evasiva de las drogas, creo que Disturbio Menor, y todo el punk de los noventa, nos hablaban de otro tipo de lucidez, aquella que en la estela de Walter Benjamin, Mark Fisher, y sobre todo del feminismo chileno de estos días, no deja nunca de abrir los ojos al pasado de las luchas por el futuro, lo que algunas compañeras han llamado «la memoria del futuro», que inunda cada tanto las luchas del presente.
Sumergirnos en la nostalgia puede y debe ser una meditación rabiosa sobre la historia. En una época en que la parálisis publicitaria del eterno capitalista nos ofrece un tiempo cultural vacío y homogéneo, se vuelve muy valiosa la obra de bandas como Disturbio Menor y Redención 911, que en esos años fueron la memoria viva de las promesas que ninguna transición democrática pudo haber cumplido sin enfrentar derechamente los rasgos estructurales del capitalismo chileno. Las palabras de “Escape”, la última canción, que siempre resonaba mucho más allá del fin de la cinta, resumen plenamente lo que quiero decir aquí. Veinte años después, los “recuerdos y esperanzas / de un lugar que albergó tus sueños” son al mismo tiempo estas canciones infatigables y las dolorosas luchas de los ochenta y noventa. Como si se superpusieran dimensiones de la historia, la nostalgia por la potencia irrecuperable que tuvo el punk en esos años formativos, es al mismo tiempo una nostalgia por el futuro que nos prometimos en cada experiencia colectiva contracultural.
Veinte años después, no escucho estas canciones como si fueran un artefacto de mi prehistoria. Más bien vuelvo a ellas en busca de los mandatos que heredé de los entonces jóvenes militantes de esta antigua lucha: “tengo esperanzas y aún respiro / en vez de retroceder voy más al frente”. ¿Cómo iba a imaginar que un cassette rojinegro abriría tantos caminos para seguir adelante? Recuerdo haber leído detalladamente cada palabra del inserto. Aparecían los nombres de algunas de las personas que luego se convirtieron en amigos y camaradas muy queridos, de quienes aprendí lecciones invaluables que me acompañan hasta el día de hoy: que nuestra meta no era sólo crear instancias efímeras de placer estético, sino espacios permanentes para la construcción social, que el impulso identitario de la escena punk era pura derrota si no lo transformábamos en un mensaje político para todos y todas, que las prácticas individuales no valían de nada si no respondían a las necesidades de nuestro pueblo, que nuestros granos de arena contracultural podían y debían formar parte de una marea internacional e internacionalista.
Uno de los riesgos de que la historia la construyan los pueblos es que siempre puede ser peor. No hay garantías en el horizonte. La actualidad del capitalismo ha destruido los sentidos comunes que acompañaron a la idea de futuro durante los siglos XIX y XX: humanidad, progreso y utopía. Nos hallamos ante un desierto de futuros perdidos, todavía carentes de las herramientas que nos permitan hallar el agua subterránea que alimentará los prados revolucionarios sobre los que construiremos recuerdos, esperanzas y sueños. No hay vuelta atrás, no podemos recuperar el futuro tal como solíamos imaginarlo. Sólo nos queda, como venimos haciendo desde 1997, detenernos frente al abismo del porvenir y gritar: “me emociono / y aún sonrío!”.
[Este texto fue publicado de manera anónima en un folleto con las letras de Disturbio Menor y otros textos sobre la banda, que volvió al escenario el día 5 de octubre de 2018, 21 años después de sus últimos conciertos]
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