Un nuevo régimen, una sentencia forzada y un destino algo escrito con antelación desembocaron en la desaparición total de su cuerpo delgado y alto, el que fue acribillado el 30 de octubre de 1973 en los roqueríos de Pisagua, dejando huellas en esas piedras que hasta el día de hoy no han sido borradas por el tiempo.
11 de septiembre de 1973. Se ha consumado lo que muchos ya presentían; las Fuerzas Armadas representan todo con el ataque a La Moneda y con ello a los cimientos de una sociedad que comenzaba a ver nuevos horizontes; deteniendo un proyecto nacional y personal para algunos.
Esa mañana los medios informan los comunicados oficiales de la Junta, llaman a los militantes de partidos políticos de izquierda a bajar las armas y simplemente entregarse, entre otras cosas.
Freddy Taberna, 27 años, geógrafo, esposo y padre de dos niños, era por entonces un hombre de izquierda de conciencia guerrillera, funcionario del gobierno de Salvador Allende y secretario regional del Partido Socialista, tres condiciones que lo hacen parte de la convocatoria de los militares. Por supuesto rechazó el llamado para pasar a la clandestinidad ese mismo día, dejando atrás a su familia e históricas amistades.
Uno de los principales desafíos de esta empresa era esconder su particular aspecto, reconocible a leguas. Esta tarea no sólo consistiría en recortar cabellos y barba para conseguir un aspecto más formal, sino que obligaría a Freddy a refugiarse en la casa de un sacerdote canadiense, quien luego de saberse que le tendió la mano a Taberna, fue tomado, llevado y abandonado en la frontera con Perú en un exilio mediado por su condición de cura.
A pesar de este intento, el perseguido debe entregarse. No fueron sólo los llamamientos públicos de las nuevas autoridades los que hicieron que éste se acercara a los recintos del terror: su esposa Jinny había sido detenida. Los militares hicieron correr el rumor de que estaba siendo abusada y que sus dos niños, Nacho de tres años y Daniela de uno, estaban abandonados.
Freddy se entrega, a pesar de que ambas cosas no eran verdad. Jinny sólo estaba detenida y fue liberada luego de que él se entregara, situación que generó una disputa en los cuarteles. Ignacio estaba siendo cuidado por su gran amigo Óscar Varela y su esposa, mientras que Daniela estaba en casa de la niñera, mientras llegaban desde La Serena familiares de su esposa para atenderlos.
La situación se vuelve insostenible. Todo ha cambiado, pero cambiado de verdad. Ya no son sólo amedrentamientos fallidos de los grupos paramilitares de derecha y de los militares. Ahora realmente tienen el poder y lo están usando. El cuerpo de Freddy es uno de los lienzos donde las torturas escribieron huellas de desazón y de una historia ominosa, impensada.
Freddy estaba en el Regimiento Telecomunicaciones, ubicado al lado del Cementerio N° 3 de Iquique, en una de las salidas de la ciudad hacia los pueblos del interior; una avenida que en el siglo siguiente se llamaría Salvador Allende Gossens. Jinny sólo podía ir a dejarle ropa limpia, nada de comida ni menos una nota. Freddy ha pasado días encerrado y sus familiares no han podido verlo. Mientras esto pasa, muchas otras personas están siendo llevadas a Pisagua, como ocurriera con la Ley Maldita de Videla en 1948. La historia se repetía.
Jinny fue nuevamente detenida, acusada de estar haciendo activismo político en las poblaciones: “vendía tomates y lechugas de una parcelita que teníamos en Alto Hospicio, pero la verdad es que sabían que iban a matar a Freddy y no querían que tuviera defensa alguna”. Pero antes de eso, en sus días de libertad a cambio de su esposo, sólo quería verlo. Se acercó arriesgadamente a la zona del Regimiento para tratar de divisarlo en uno de sus traslados a los interrogatorios, espacios de tormento donde las preguntas sobre armas y otros compañeros van y vienen, respondidas con negativas y contestadas con frías agresiones.
“Lo vi una vez, que lo llevaban, ahora después supe, a la sala de tortura. Lo vi y él también me vio a mí, esa fue la última vez que lo vi”, recuerda Jinny cuarenta años después.
Freddy fue trasladado a Pisagua, lugar donde ya hay cientos de prisioneros. Fue dejado en una celda, incomunicado del resto de las personas. Continuaron los interrogatorios de él y de muchos otros, entre ellos su hermano Héctor Pichón Taberna y Óscar Varela, pescador sin afiliación política, detenido sólo por ser su amigo más cercano.
Se ha ido septiembre y la población se exalta ante los primeros fusilamientos injustificados, entre ellos, el del joven conscripto Miguel Nash, simpatizante del gobierno de la UP. Por ello, y para apegarse fragmentariamente a la legalidad, las autoridades militares, encabezadas por el general Carlos Forestier y el comandante Larraín, han instituido según la normativa institucional la creación de una instancia parcial de ajusticiamiento: Consejo de Guerra.
El primero de ellos fue contra representantes del Partido Socialista y estuvo integrado por los militares Pedro Collado Martí, Sergio Espinoza Davies, Ricardo Ibarra Ceballos, Harold Williams Vega, Ciro Casanueva Águila, Manuel Vega Collao, José Higueras Barrientos, Arturo Rocco Véliz, Juan Aguirre Guaringa y Enrique Adones Zuloaga. Dirimen por el futuro de los presos, a los que sólo dejan enviar correspondencia en hojas formateadas para señalar el buen estado en que se encuentran y así tranquilizar a sus familiares, dejando espacios entre líneas intermitentes para que escriban qué enseres deben enviarles.
El fiscal a cargo del caso es nada menos que Mario Acuña, personaje con quien Freddy ya tenía una enemistad conocida por todos los iquiqueños. Así lo recuerda su amigo, actual Premio Nacional de Historia 2002, Lautaro Núñez: “En ese mismo año, que preludia los acontecimientos más cruciales del mes de septiembre de 1973, Freddy se envolvió en una polémica pública de extraordinaria consecuencia, que cada vez se hace más evidente ya en esta época, que toda la primera región estaba infiltrada por un tráfico de cocaína a través de los pasos fronterizos chileno-bolivianos”. Ariel Dorfman agrega: “Mario Acuña, a quien Freddy había tachado públicamente de delincuente pocas semanas antes del golpe, era un conocido traficante de drogas que también se dedicaba al contrabando y al mercado negro en esos tiempos de turbulencia económica”.
“Nadie podría olvidar su discurso en la Plaza Condell, cuando expuso una a una la participación de destacados juriconsultos en el negocio clandestino de las drogas”, entre los que estaba mencionado Mario Acuña, hecho que sin duda sienta un precedente y condiciona todo el proceso. Lo anterior, como señala Núñez, “tendría relación con el insólito fusilamiento de andinos apolíticos”. Estas ejecuciones fueron presenciadas por Óscar Varela, quien por su experticia en la recolección de mariscos, era llevado al mar de Pisagua para sacar esos manjares para los altos cargos de la prisión. En una de esas salidas pudo presenciar “de pura casualidad al otro lado de la bahía la ejecución de cuatro presos, cuyo único pecado había sido ser cómplices de Acuña en el narcotráfico y testigos de sus crímenes”.
Pero hay otros antecedentes que prescriben esta historia de final conocido, o más bien, desaparecido. Ariel Dorfman logró recolectar en su recorrido por el norte una serie de pistas, algunas luces.
A pesar de todo lo bueno en la historia de Freddy, no se puede “suponer que él fuera dócil o amable con los enemigos de la revolución. En esos tiempos tensos y agresivos, cuando el golpe militar era inminente, Freddy se creó muchos enemigos y se le consideraba uno de los militantes más temibles del gobierno local. De hecho, un amigo de Antofagasta ―Eugenio Ruiz Tagle, que sufriría torturas y mutilaciones espantosas después del golpe― le había advertido que el ejército planeaba matarlo si tomaban el poder. Eugenio había escuchado en un avión al general Forestier, el comandante regional, mencionar a Freddy como el primero que tendrían que eliminar”. Un punto en contra.
Continúa Dorfman: “cuando oí esa historia, primero de boca de Jinny y más tarde por Lautaro Núñez, me pregunté si Pinochet no habría estado detrás de esa decisión, si no habría alguna prueba o rumor de la participación del dictador en la ejecución de Freddy. Y tanto Jinny como Lautaro respondieron que lo único que tenían eran sospechas”. El general evidentemente lo conocía ya que compartieron la predilección por la misma ciudad, a la que el dictador llegó en 1969, dos años después del retorno definitivo de Freddy, en calidad de General de División.
“Pero resultó cierto que Pinochet había dado la orden de asesinar a Freddy”, responsabilidad que Dorfman y su esposa descubrieron “por pura casualidad en este viaje”. Ariel Dorfman iba a Iquique no sólo tras la huella de Freddy, sino que también tras los rastros de la familia de su mujer, Angélica Malinarich, quien fuera sobrina de Laura Müller, jueza de la Corte de Apelaciones de Iquique y amiga de los Pinochet Ugarte, a quienes “visitaba con frecuencia y jugaba brigde” con la esposa del futuro dictador.
“Más tarde, cuando Pinochet era el hombre más fuerte de Chile y viajaba a Iquique ―¡su ciudad favorita en el mundo!― a mediados de los setenta, Laura y el dictador se reunían, al parecer en términos cordiales”, según le contaron amigos de ella, a pesar de que el hijo de Laura, Fernando, había sido asesinado por los militares.
Fue en una de esas visitas, según les contaron a Ariel y a Angélica, en las que Laura le preguntó a Pinochet, en vez de por Fernando, por Freddy Taberna. “Aproveché la oportunidad para preguntarle otra cosa a Pinochet ―dijo ella. Le pregunté: ¿Por qué mató usted a Freddy Taberna?”, a lo que el dictador, quien no era afecto a las sutilezas de interpretación respondió: “¿Y qué querías que hiciera, Laurita? ¿Esperar que se pusiera al frente de la resistencia, que se alzara en armas y dirigiera una revuelta contra mí? Tú sabes la clase de dirigente en la que se había transformado. Tuve que matarlo”.
Pero es preciso volver a Pisagua. De nada cuentan esas explicaciones cuando el destino estaba en mano de los militares y su vendetta. Freddy seguía preso y torturado en esa celda, en esa cárcel, la que décadas más tarde fue transformada en el hotel de ese puerto muerto hasta el 2005, cuando el terremoto que afectó la zona terminó por lapidar la habitabilidad de aquel lugar.
“Taberna Plan Andino”, como lo llamaban los indígenas de los pueblos del interior, estaba en una situación muy diferente a la de meses atrás, estaba siendo enjuiciado. Según la reflexión de Lautaro Núñez, “cuando se inició el juicio de guerra conducido por el Fiscal Militar y después de un largo periodo de torturas sin esclarecerse la existencia de depósitos clandestinos de armas, sólo tenían entre manos al hombre más valiente, el único capaz de hacer público el tráfico de cocaína. Era sin duda el chivo expiatorio hacia quien todos los que se sintieron perseguidos, molestados y ajusticiados por el gobierno popular podían lanzar la gran vendetta”.
Dorfman, en su recorrido por el puerto de Pisagua ―glorioso en su tiempo, visitado incluso por personajes como Charles Darwin y el pirata mercenario Francis Drake; hoy sumido en una decadencia absoluta―, sale la primera noche a reflexionar y concentrarse en su amigo de los tiempos universitarios. “¿Cómo era posible que Freddy hubiera terminado aquí, escuchando este mismo mar en sus últimas horas, en este planeta que habíamos compartido con tanta alegría y esperanza?”.
Pero ahí estaba el Freddy Taberna de 1973, esperando la sentencia del Consejo de Guerra. Este había dirimido sólo diez años de presidio, pero la sentencia fue cambiada a fusilamiento tras las presiones de superiores, entre ellos, Acuña y Forestier. Freddy, junto a nueve hombres más, estaban condenados a muerte. Según la investigación que se lleva a cabo en tribunales, el ex auditor del Ejército, capitán en retiro Enrique Sinn, “reveló que la noche del 29 de octubre de 1973, mandos superiores obligaron, bajo amenaza, a los miembros de ese Consejo de Guerra a cambiar la sentencia ya fallada”, como relata la misiva enviada a la Corte de Apelaciones por Adil Brkovic, abogado de la familia de Freddy.
Nada pudo hacer el abogado Enrique Sottile, enviado desde Santiago a Iquique por el padre de Jinny, y luego trasladado en avioneta a Pisagua para ser la contraparte en el proceso judicial. La instancia era sólo para tratar de darle sustento jurídico a una decisión que para Freddy y los otros fusilados de ese funesto 30 de octubre, Rodolfo Fuenzalida, Juan Ruz y José Sampson, ya estaba sellada. Sólo los otros procesados por el consejo, entre ellos Haroldo Quinteros y Jorge Soria, pudieron salir con vida de la prisión, pero sólo para ser trasladados a otros centros de reclusión. Soria posteriormente sería relegado a Mulchén.
“El 29 de octubre de 1973, a las diez en punto, el teniente coronel Ramón Larraín le habló a los prisioneros para leerle las sentencias tomadas por el Consejo de Guerra. Larraín gritó los nombres de los diez rehenes que serían ejecutados al día siguiente. Larraín luego de esto volvió a informar que había logrado conmutar seis de las sentencias a cadena perpetua”.
Un momento de esperanza el que, como contó Óscar Varela a Ariel Dorfman, recibieron con emoción. Igualmente ese día llegó el capellán militar a Pisagua para rendir una misa en nombre de los cuatro que serían acribillados, entre los que más tarde, como volvió a informar Larraín, estaba Freddy.
Ya sabida la noticia, Óscar y Pichón Taberna recuerdan que esa noche se escuchó cantar a Freddy. En medio de toda una ritualidad, el mismo Larraín les hizo llegar a los condenados una hoja y un lápiz para que les escribieran una carta a sus familiares, propuesta que Freddy no aceptó: eso habría sido condenar a Jinny y a sus niños a aferrarse a un documento, a leerlo locamente por el resto de su vida, por lo que más bien sólo quiso dejar un mensaje por medio de su hermano.
Pichón lo supo, tal como le contó a Ariel Dorfman, cuando un soldado fue por él hasta su celda. Héctor Taberna bajó corriendo las escaleras para aferrarse a los brazos de su hermano. Freddy nuevamente intentó reconfortar en vez de ser consolado. Pichón recuerda que cuando pudo separarse de ese estrecho abrazo, “le vi la cara y las marcas de las torturas, pero a él lo vi tan entero, tan lleno de dignidad, tan íntegro, y él me dijo que todo estaba bien, que la lucha continuaría”.
Desde otro punto de la cárcel, un preso escribía lo acontecido. Posteriormente logró recopilar esos recuerdos. Señala: “he visto a un condenado a muerte hablar mirando fijamente a su hermano, lo he visto mover los labios como aconsejando, los he visto abrazarse como despedida por un viaje larguísimo, los he visto besarse en ambas mejillas y al menor sollozar…”. Luego de esto, Freddy le dio a su hermano un mensaje para Jinny, que supiera lo mucho que la amaba, y uno para su madre, para que supiera que no olvidaba su cumpleaños, que era justamente al día siguiente. Le regaló su reloj a su hermano menor y le dijo, pensando en el final: “ojalá que no me duela”.
Freddy siguió cantando toda esa noche. El mismo testigo relata: “he escuchado muy de madrugada el sonar de una cadena y el abrir de puertas…, ha llegado el cura a dar la misa para los condenados”. Luego fue llevado al cementerio de Pisagua junto a sus otros tres compañeros de partido, lugar ubicado a unos kilómetros de la cárcel para enfrentarse a un pelotón de conscriptos, inexpertos tiradores. El observador vuelve a recordar: “he visto abrazarse a los condenados a muerte entre sí y con los otros…”. Freddy salió de la prisión con un nuevo gesto de insolencia, con su puño elevado en señal de rebeldía. Como relata Lautaro Núñez, “fue fusilado el 30 de octubre de 1973, atado a un durmiente con el poder de fuego concentrado en un disco de cartón y sus ojos libres y claros, gatillados atrás del último grito, lanzado con valentía pura, terminando por destruir a los que allí representaban a los vencedores de la guerra de los escorpiones: “¡que mueran los verdaderos traidores!”. Pero esa no es la única versión sobre lo último que dijo, otras coinciden en que las últimas palabras de Freddy fueron, según recolecta Dorfman, “no nos acallarán. Venceremos”.
El fusilamiento se realizó en un roquerío de espaldas al mar. Freddy, a pesar de que no aceptó tener los ojos vendados ni ser inyectado de una sustancia adormeciente, no pudo ver las olas. Sólo enfrentarse cara a cara con quienes siguieron al “¡Fuego!”.
Como recuerdan Pichón y Óscar, y seguro otros muchos presos, Larraín volvió luego de la misión, para hablar desde el patio central de la cárcel, desde donde lograba proyectar su voz a todas las celdas. En la ocasión les dijo, como relata Ariel Dorfman en Memorias del desierto, que “Freddy Taberna era el hombre más valiente que él había conocido y que todos los soldados chilenos deberían tener ese coraje”.
En Iquique, Jinny estaba nuevamente detenida en la cárcel de mujeres Buen Pastor. El militar a cargo de las presas tenía una noticia que darle. No llegó solo: “Llegó con mi mamá y con un señor que no conocía, con el abogado Sottile. Ahí me dicen que lo habían matado, que lo fusilaron. Me acuerdo que me inyectaron algo, porque me tiré al cogote del milico. Me llevaron a dormir con mi mamá, no a mi celda y de ahí no me acuerdo más y me dijeron que en 48 horas tenía que salir de la ciudad. De ahí tengo borrado ocho meses de mi vida, que por sanidad creo que no recuerdo”. Jinny viaja con sus niños y su madre a La Serena. Al año siguiente se instalan en Santiago.
Mucho se ha señalado sobre el paradero de su cuerpo. Hoy el caso se encuentra en un proceso judicial que se arrastra desde el retorno a la democracia. Hay versiones que hablan de que ese mismo día los cuatro cuerpos fueron lanzados a un pique el que posteriormente dinamitaron; otras dicen que fueron tirados al mar y otras señalan que fueron enterrados en los cementerios ya existentes en Pisagua. A pesar de eso hay algo que no ha logrado desaparecer y es que la memoria de Freddy se extralimita a todas esas barreras.
*Fotografía de Miguel Herberg
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