La reciente campaña presidencial en Brasil aún repica. Cualquiera con una mínima relación con la contingencia se habrá enterado de alguna de las muchas declaraciones aberrantes de Bolsonaro, ya sean estas del año 2018, 2008, o 1998. O tal vez se habrá enterado de las declaraciones (recientes o no tanto) de algún miembro de las facciones del poder que lo apoyan: Biblia, Buey, Bala.
Se puede formar todo un muestrario con mensajes de whatsapp, noticias falsas de «medios» sin ninguna credibilidad, propaganda emanada del ejército, prédicas de algún pastor evangélico, o virales de adolescentes alt-right, y cada uno tendrá una versión de la realidad más mañosa que el anterior: que Haddad creó un kit para volver gays a los niños cuando era ministro de Educación de Lula, que la persona que apuñaló a Bolsonaro sería un militante PT y tendría fotos con Lula, que las feministas están conspirando para lavarle el cerebro a las niñas y transformarlas en lesbianas, que el calentamiento global y el cambio climático son una mentira inventada por los comunistas, que los negros e indígenas son un lastre de pobreza porque no quieren trabajar, y un largo etcétera. Y tenemos paralelos a la mano en cada país para cada una de estas declaraciones, pues lamentablemente lo que vemos en Brasil es un fenómeno global.
La virulencia del Trumpismo triunfante, y el amplio ascenso de la extrema derecha en Europa en años recientes, han hecho sentirse autorizados a grupos e ideologías en América Latina que antes se consideraban anecdóticos y marginales. En el tiempo que corre, las ruinas y cadáveres políticos de la Guerra Fría en América Latina, y también de la Entre Guerra europea, actúan y hablan nuevamente con soltura y desfachatez.
En Europa, por ejemplo, uno de los momentos más desastrosos de la política actual ocurrió el 15 de marzo del año 2018, cuando el ultraderechista Primer Ministro húngaro Viktor Orban declarara en su discurso del día nacional de Hungría que:
“Estamos combatiendo un enemigo que es diferente a nosotros. No es abierto, sino que oculto; no es directo, sino capcioso; no es honesto, sino bajo; no es nacional, sino internacional; no cree en trabajar, sino que especula con el dinero; no tiene una patria propia, y siente que es dueño de todo el mundo.» 1
Esta frase de hace unos meses atrás calza perfectamente con la visión de mundo que describe un afiche de la propaganda nazi hace 80 años atrás.

Un producto originario de la Europa del siglo XIX y XX, el tropo del antisemitismo moderno está hoy presente la política de Estados Unidos e incluso en la de Chile (vía la opinóloga filo-fascista Teresa Marinovic). Un ejemplo de esto es el recurso populista y antisemita de atacar mediante la prensa y redes sociales al magnate liberal nacido en Hungría George Soros (y también judío) como una especie de conspirador mundial, un gran titiritero maestro de la economía y política global, que buscaría manipular a las naciones del mundo hacia una especie de esclavitud, hacia el comunismo anti-natural y ateo, hacia una dictadura gay, hacia una explotación perpetua, etc
Y es realmente una desgracia que este mensaje subrepticiamente antisemita proveniente del cuasifascista Orban que dice: «ustedes la minoría del 1% contra nosotros la mayoría del 99%», bien haya podido salir perfectamente de boca de algún líder de la desorientada izquierda contemporánea.
Tal vez uno de los ejemplos más claros de este nuevo caso de patetismo orgulloso y disfrazado de grandeza en su versión latinoamericana, haya sido la reivindicación del torturador Carlos Alberto Brilhante Ustra por parte de Bolsonaro cuando emitió su voto favorable a la destitución de Dilmah Rousseff en el impeachment de 2016 (Ustra fue uno de los torturadores de Rousseff cuando fue prisionera política a inicios de los años 70 durante la dictadura militar brasileña).
Por supuesto que antes del proceso de impeachment de Rousseff en 2015/2016 ya se podían encontrar variadas muestras, tanto en Brasil como en la región en general, de que se estaban repolarizando distintas tendencias ideológicas y facciones de poder, que hasta entonces se encontraban latentes o cultivando un perfil discreto. En el año 2013, por ejemplo, el ejército brasileño hizo circular sin ninguna sutileza ni vergüenza en Reclutinha, su revista de propaganda orientada a público infantil, un cómic donde un niño blanco y rubio alertaba a los soldados de una amenaza de peligro de parte de unos monstruos rojos.

Junto con llamar la atención al carácter cada vez más paranoide de la esfera política contemporánea, centrado de manera más acentuada en la organización política en torno a supuestos enemigos, Christopher Bollas ha descrito recientemente el nuevo momento ideológico global como un movimiento hacia el fundamentalismo y un alejamiento de la complejidad. Una de las ventajas de esta polarización hacia la paranoia social fundamentalista es que simplifica la realidad, permitiendo a sociedades abrumadas por la severidad de los problemas y las crisis contemporáneas escapar, ante todo, de la complejidad de la realidad.
En su libro de 2018 Meaning and melancholia. Life in the age of bewilderment, señala:
“La complejidad de la vida moderna globalizada ha ido más allá de la capacidad de comprensión de la mayoría de las personas […] La invisibilidad de la materia oscura de la globalización plantea serios problemas para muchas personas […] Vemos personas que se están retirando hacia una visión mucho más simplificada de la vida. Lo que comúnmente es llamado “fundamentalismo” también podría ser llamado “anticomplejidad”.” [74-75]
Y en el caso brasileño hay mucha realidad que ha sido ignorada. El retorno de la peor versión de la derecha en Brasil es indisociable del lugar que ocupa el país en el último grupo de crisis económicas del capitalismo global.
Cuando en el 2008 se desató la crisis de la economía estadounidense producto del colapso de su mercado de consumo de viviendas (la llamada crisis subprime), el gobierno chino decidió rescatar al capitalismo de su crisis mediante la decisión política de expandir su urbanización a un ritmo y nivel nunca antes visto por la humanidad (tal vez sería más correcto hablar de un rescate obligado: por la crisis subprime en China se perdieron treinta millones de empleos en sólo seis meses por el descenso de las exportaciones a EEUU).
Países como Argentina, Brasil, Chile, Colombia y Perú, junto con otras zonas en África, fueron quienes proveyeron a China de las materias primas para esa expansión urbana y construcción de infraestructura. En el caso de los países de América Latina, cerca de un 80% de sus exportaciones corresponden a estas materias primas. Tanto ha sido el grado de importancia de esta actividad para la economía en los últimos años, que David Harvey estima que cerca de un 25% de la economía china de hoy consiste en la construcción de viviendas, y que cerca de un 50% del total de su economía se compone de construcción de ciudades y las infraestructuras que éstas necesitan (autopistas, líneas de tren, abastecimiento de aguas, etc.). En este intento por escapar de la crisis económica, China produjo en 2012 y 2013 más cemento que todo el cemento utilizado por Estados Unidos durante todo el siglo XX. Esta expansión que permitió a varios países (incluido Brasil) surfear unos años por sobre la ola de la crisis económica tuvo un drástico fin entre 2013 y 2014. Lo que Harvey llama el único centro de crecimiento que existió en los últimos años terminó por agotar su billetera.
Es tanto el énfasis que se ha dado en los medios mainstream a los casos de corrupción en los que estuvieron involucrados los dos gobierno del Partido de los Trabajadores en Brasil, que el malestar actual de la población se ha visto sólo como si tuviera que ver con este episodio contingente. Asuntos como este y otros, como por ejemplo los problemas de seguridad que se arrastran desde hace décadas (en los últimos años ha habido un peak de 63.000 asesinatos anuales en Brasil), por supuesto que juegan un rol. Pero al igual que los recientes problemas de desempleo, estos están vinculados con problemas estructurales del mundo contemporáneo. Por ejemplo, distintas fuentes reportaron que el grupo social que formó la principal base de apoyo inicial para el crecimiento de Bolsonaro fue ante todo población de entre 18 y 24 años, y que justamente es aquella población la que más dificultades de integración general tiene hoy en varias partes del mundo (incluido Brasil).
Neville Symington plantea que la manera en que funciona el odio es mediante una expulsión de un elemento insoportable desde el interior del sujeto hacia el exterior, y esa expulsión típicamente se hace hacia lo que él llama una personalidad colectiva. Alguien como Bolsonaro actúa como un canalizador de este tipo de acciones inconscientes de expulsión, conduciendo la frustración de una sociedad y transformándola en odio hacia la izquierda, las feministas, los estudiantes, las universidades, los negros, los pobres, o los inmigrantes.
Facilitar la compra de armas no soluciona la violencia urbana ni la alta criminalidad. El problema de Brasil no es que el Estado gaste dinero en mujeres negras que se embarazan para cobrar la ayuda social, como cree Bolsonaro. Y la crisis ecológica no es un invento de la izquierda. El estancamiento del capitalismo global no se solucionará en Brasil, pues no se reduce a Brasil.
Bolsonaro no solucionará ningún problema ni social, ni medioambiental, ni económico. Es dudoso incluso que tenga alguna noción de que varios de los problemas de Brasil son en verdad problemas globales.
Para un discurso crítico, que busque vincular, por ejemplo, el uso indiscriminado de cemento con la crisis ecológica que vivimos a nivel planetario, es sumamente difícil competir con la simpleza y vulgaridad tan típica de los discursos fundamentalistas —se identifique este como de derecha o de izquierda. Pero el desarrollo de la capacidad social de poder soportar las ambigüedades y complejidades de los problemas contemporáneos, y de poder reconocer que somos participes de esos problemas, es una de las tareas de la izquierda.
Corresponde a la izquierda involucrarse en la comprensión de estos problemas cada vez más complejos y cada vez más globales, para poder reorientar las energías del malestar popular. El fascismo siempre ha sido un desquite patético ante una realidad problemática que no comprende. La izquierda, en cambio, debe poder procesar esa realidad para transformarla.
Perfil del autor/a: