Según consigna un diario local, esta semana finaliza la cuarta ola de calor del mes de enero. En términos objetivos, se registraron 38 grados. En términos subjetivos, los días fueron una lenta transición en la antesala del infierno. En las horas peak, cualquier tarea se vuelve doblemente tediosa y pesada. Caminar por la calle es caminar también entre una masa de aire espeso, viscoso, casi palpable. El movimiento de los ventiladores parece la mueca idiota de una máquina que ha perdido su función original: en ciertos lugares ―pienso en el cuarto donde escribo esto, cuyas paredes de madera parecen retener todo el calor del día―, sus aspas se mueven sin finalidad. Un gesto repetitivo en el teatro de las horas.
Hay por lo menos dos famosísimas novelas en donde el calor es un elemento tan potente que casi es un protagonista más de las mismas. El viaje de Juan Preciado a Comala, ese pueblo del infierno, parte con estas frases que podrían ser material para los climatólogos del futuro: “Hace calor aquí ―dije. ―Sí, y esto no es nada ―me contestó el otro. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija”.
Era, dice Juan Preciado, “ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente”. Aunque el fenómeno de la canícula no aplica para el hemisferio sur, la idea del «calor abrasivo» coincide con estas olas de calor, que más que olas se parecen a esas lenguas de fuego de los castigos bíblicos. A ratos uno parece estar metido en las tripas de Comala, con sus muertos desapareciendo tras escaparates o vitrinas. Uno mismo es un espectro brillando, achicharrado, bajo el sol.
Bajo un sol igual de endemoniado, Mersault, el protagonista de El Extranjero, comete el crimen que lo confronta al absurdo. “El sol estaba ahora abrasador. Se rompía en pedazos sobre la arena y sobre el mar” escribe Camus. La escena es conocida e incluso inspiró una canción de The Cure. Mersault avanza por una playa argelina que es también una playa del infierno. Al encontrarse con un árabe con el que tuvo, momentos antes, un amague de riña, ese calor parece intensificarse. Ya saben: la sensación como de lava que nos brota del fondo del cuerpo cuando entramos en estado de alerta. “Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para dejar que lloviera fuego”, dice Mersault.
Y dispara.
Cinco disparos y luego la cárcel, el rostro impávido de Mersault ante los jueces. ¿Cree en Dios? No creo en Dios, dice Mersault. Hace calor. El sol de desparrama. Mersault suda. Los jueces sudan. Todo parece ocurrir en el fondo de una olla hirviendo. Tanto Juan Preciado como el citado personaje de Camus suelen citarse como metáforas de algo más. Pero lo cierto es que mi memoria insiste en ellos cada vez que el sol cuelga del cielo como un ojo rabioso.
Ni Camus ni Rulfo tuvieron la mala fortuna de conocer el lento y calamitoso ascenso de temperaturas que amenaza con borrarnos del planeta. No borrarnos, quizá, pero sí dejarnos calcinados o al menos afiebrados, idiotizados por sobredosis de grados Celsius. Ni Camus ni Rulfo tuvieron, a propósito de lo mismo, la mala fortuna de conocer fenómenos con nombres tan apocalípticos como aberrantes: la sexta extinción de las especies o el deshielo de los polos. Cuestiones que, por cierto, parecen pasar desapercibidas para todos o al menos ganarse nuestra más absoluta indiferencia.
Nos parecemos un poco a Mersault en sus horas finales, cuando le dice al capellán que busca incitarlo al arrepentimiento y la expiación: “¡Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre! ¡Qué me importaban su Dios, las vidas que uno elige, los destinos que uno elige, desde que un único destino debía de escogerme a mí y conmigo a millares de privilegiados, como él, se decían hermanos míos!”. Nos parecemos un poco a Mersault, quizá, matando a un árabe que en el fondo somos nosotros mismos, en una playa del infierno.
O puede que no, por supuesto. Una cosa es muy probable: volveremos del averno a buscar una cobija.
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