Publicado originalmente en La tinta
Nos enseñaron a odiar, negar e invisibilizar nuestra tercera sangre. Aquella que nos enseñó a bailar, a reír y a contactarnos con la tierra. Que entre cadenas fue traída contra su voluntad, construyó esta ciudad y estos pueblos. Que arrió ganado ajeno y aró la tierra de otros. La sangre que hoy vive oculta en planchitas de pelo y decolorantes, en cortes al ras que esconden pelos ensortijados y detrás de una fuerte estructura de blanqueamiento social, personal y cultural. La sangre que nos fue negada.
Muchas veces escuché de manera inocente aquel chiste de que los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos de los incas y los argentinos de los barcos. Suponiendo veraz esa negación de los pueblos originarios, hoy surge la pregunta de cuáles barcos ¿Sólo de las naves comerciales que traían europeos a buscar fortuna? ¿Hubo otros barcos? ¿Descienden sólo de la cubierta o también de la bodega de los barcos?
Córdoba afro
Ya a partir de 1600 comienzan a llegar a Córdoba grandes contingentes de esclavos procedentes de Angola. Ingresados al continente a través de los puertos del Brasil, colonia del Portugal y una de las grandes potencias negreras de la época.
Se formó así en Córdoba un gran asiento de negros para distribuirlos, en mayor medida, hacia las minas del Alto Perú, Cuyo y también Chile. No obstante, muchos quedaron en la provincia destinados a trabajar para las familias acomodadas de la ciudad y para las órdenes religiosas, especialmente la Compañía de Jesús.
Foto: Colectivo Manifiesto
A comienzos del siglo XIX, la política española referida a la esclavitud cambió y se abrió el puerto de Buenos Aires para la entrada de esclavos africanos, afincándolos en los asientos de negros del Retiro y del Parque Lezama. Esto trajo consigo un gran crecimiento de la comunidad afro en Córdoba, ciudad convertida en centro de distribución y producción.
Del censo de 1778 se desprende que en la provincia de Córdoba las castas afromestizas conformaban el 48% de la población. Y en el de 1813 llegaban casi al 60%.
Con la conformación del estado nacional a partir de mediados del siglo XIX comenzó una fuerte campaña de invisibilización y negación de las culturas afro y afromestiza, y se dejaron de dar referencias étnicas en los censos. Así se empezó a dar la desaparición simbólica e ideológica del negro. Se lo borró de los libros de historia y fue configurado como un personaje decorativo de los actos escolares que vendían empanadas o mazamorra en las plazas.
Las élites liberales, triunfantes en la batalla de Caseros, en esa búsqueda de conformar el estado nación buscaron por todos los medios hacerlos desaparecer simbólicamente, argumentando que murieron en las guerras de independencia o por la fiebre amarilla, en las guerras del Paraguay o que se extinguieron naturalmente por su baja natalidad. ¿Cómo pudo desaparecer en tan poco tiempo el 60 % de la población? Nunca lo explicaron.
Foto: Colectivo Manifiesto
La interpretación del poder
Muchas palabras que usamos en nuestro lenguaje cotidiano llegaron a nuestro vocabulario de la mano de la cultura afro. Y muchas de ellas las utilizamos aún hoy con el sentido que le dio el poder. La mayoría de las veces, ese sentido fue impuesto para desprestigiar y criminalizar a la cultura afro y su sueño de liberación.
Así por ejemplo la palabra “quilombo” en nuestra sociedad significa lío, desorden y hasta prostíbulo. Aunque en realidad, significa asamblea de negros, y era el nombre dado a las comunidades de negros cimarrones escapados y organizados en la selva: la primera experiencia popular y libertaria de América ocurrida en el nordeste del Brasil entre los años 1560 y 1600.
De la misma manera ocurre con la palabra “mandinga” que significa selva. Recuperar la selva para el esclavo era recuperar la libertad. Para las clases dominantes, mandinga significa demonio. Es claro que para el esclavista la recuperación de la libertad del africano era considerada un mal a erradicar.
La palabra emblemática del machismo argentino es “mina”, la mujer que se usa y se descarta. Pero en el dialecto kimbundu, significa mujer amada o compañera. La palabra “mucama”, que hace referencia a la empleada doméstica, el trabajo que hasta el día de hoy ocupa el 85% de las trabajadoras en negro, en el dialecto kimbundu quiere decir “esclava”.
Foto: Colectivo Manifiesto
Blancamiento social, autoinvisivilización o auto-odio
Se le llamó “blancamiento social” al proceso de ascenso social en ciudades fuertemente racializadas como la nuestra, donde «pertenecer» significa «tener» y el color de la piel queda claramente relacionado al status social y económico.
Si ser negro significa ser pobre, marginal y hasta delincuente. Ser blanco significa ser decente, honrado y de fiar. De esta manera se nos hace muy difícil aceptar nuestro origen y mucho más aún reivindicarlo: esto lleva a una autoinvisibilización y auto-odio para buscar pertenecer y no ser discriminado.
A través de la tele, la publicidad y el cine nos llega un bombardeo constante de cómo deben ser los parámetros de decencia, de estética y de belleza que siempre son rubios y de ojos claros y muy pocos los encuentran al mirarse al espejo.
Así, reivindicarse afrodescendiente, afromestizo o incluso originario en nuestra sociedad más que una posición racial o étnica es una posición política e ideológica para enfrentarse a los cánones políticos, ideológicos y culturales del poder.
Foto: Colectivo Manifiesto
Negras somos todos
Negra es la sandía, el marote y la bengala. Negro es el bochinche, los tamangos y la pachanga. Negra es la milonga, el malambo y la zamba. Negro es el mondongo, los chinchulines y las achuras. Negra es la banana, el bongó y el bombo. Negro es el tango, la chacarera y el candombe. Negra es la tanga, el tongo y la ganga. Negro es el fuego, la murga y la batucada.
Negra es la alegría, la risa, el tambor y la lucha. Negros somos todas. Aquella sangre que nos han negado hoy corre más que nunca en nuestras venas.
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