Hace diez años, durante los paranoicos días en los que una presunta epidemia de influenza se cernía sobre el DF, por disposición legal sólo se podía vender comida para llevar. Pinche gobierno requetependejo que tenemos, decía Juan, impaciente porque alguien se acercara a su fondita de la colonia Guerrero o llamara por teléfono encargando al menos una orden de tacos, algún alambre o un par de tortas cubanas. Los pendejos que lo votaron querrás decir, ¿no, güey?, le decíamos sabiendo por quién había votado. Nah, son mamadas, respondía mirando el teléfono con furia. Hasta que una de esas noches alguien llamó pidiendo cinco órdenes de tacos campechanos: Juan las preparó rápidamente; frió el suadero junto con la longaniza, calentó tortillas, forjó los tacos, puso aparte las respectivas salsas, cebolla, cilantro y limones, envolvió todo en una bolsa y me miró, serio: es en Tepito, dijo. No mames, ¿vas a mandar al chileno a Tepis a esta pinche hora? Qué poca madre, culero. El chileno ya conoce, respondió Juan, ¿no? Yo había ido a comprar tortillas a Tepito, pero de día; en esa época teníamos un trato con Juan: en su bicicleta, una Benotto de las de antaño, aro 28, frenos de varilla, por las tardes me largaba a pedalear en busca de cualquier ingrediente que hiciera falta en su fondita: teleras, pollo, aguacates, jitomates, queso Oaxaca, tortillas, caguamas, chescos, frijoles, en fin, lo que fuera, a cambio de un buen plato de comida y alguna que otra regalía como pan dulce y café con ron. A veces ocurría que de pronto faltaba aguacate para cinco tortas a punto de ser despachadas y entonces debía salir disparado en la bici rumbo al mercado Martínez de la Torre, mientras Juan, supongo, distraía a la clientela con sus dotes de conversador y cierta pulcritud sobreactuada a la hora de picar cebolla. Pero, salvo tales exabruptos, el trato me convenía porque a veces sólo debía comprar una caguama fría a la vuelta de la esquina y listo, ya tenía mi comida asegurada pese a los alegatos del patrón. Esa noche, sin embargo la tarea era harto más difícil: Tepito de noche es Tepito de noche, cosa seria, barrio bravo, y la Benotto era por lo menos una buena tentación. Voy, dije, tragando saliva. No chingues, Juan, para qué vergas tienes la pinche nave, cabrón. Juan sonrió y me miró: estás muy chavo… y muy pendejo… iremos en el coche, pues. Nos subimos a su Plymouth y arrancamos por Flores Magón para virar hacia Reforma, extrañamente vacía, lo mismo el Eje 1, sin peatones, sin cantinas, sin comercio ambulante, ¡casi sin autos!, hasta entregar las cinco órdenes de tacos en Tepito, vacío igual. De regreso, nuevamente tomamos por Reforma para enrielar hacia el norte, pero Juan sorpresivamente pasó de largo el Eje 1, lo mismo Hidalgo, el Caballito, la glorieta de Colón, Insurgentes y la Palma, aprovechando la avenida despejada, zigzagueando, acelerando hasta llegar al Ángel, alrededor del cual dimos vueltas y más vueltas sin entender mucho qué estaba sucediendo, sin saber muy bien en qué ciudad vivíamos ahora. Parecía como si, enfrascado en su fondita día y noche, Juan ahora se diera el gusto de turistear por una ciudad que, dadas las condiciones anómalas, era y no era el Distrito Federal. Esa semana cerró más temprano y anduvimos en el Plymouth hasta Xochimilco, por el sur, y hasta Indios Verdes, por el norte; también dimos vueltas por la Bondojito, la Industrial y la colonia Estrella; después de vuelta a Tlatelolco, la Guerrero, la Peralvillo y Tepito; luego seguíamos la cumbia hasta un Zócalo posnuclear y de ahí pasábamos a la Obrera, la Doctores, la Roma, la Condesa, y cuando enfilábamos por avenida Revolución de ida y luego por avenida Patriotismo de vuelta, velozmente, Juan no dejaba de decir: cómo ves, chileno… este pinche país… el país donde Revolución va en sentido contrario a Patriotismo… ¿no es una mamada?
*Imagen de Nacho López, fotógrafo mexicano.
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