A casi seis años de radicar en México, el poeta chileno Manuel Illanes publica su Diario de la peste (Ediciones Go, Santiago de Chile, 2019), un conjunto de poemas, fragmentos e imprecaciones que a su manera evocan un país actual y lejano, un país conmutado en Capital, como casi cualquier otro de Latinoamérica.
Digo Latinoamérica porque el país que trae a la memoria este Diario de la peste podría ser perfectamente México, Argentina, Guatemala, etc. Países de Latinoamerica, ciudades sudacas, migración y mezcla por todos lados. Territorios donde “Apresurados transeúntes tratan de ganar/ unos cuantos minutos/ que más tarde perderán/ fumando en las terrazas de los condominios (…)”.
El tiempo apresurado y el tiempo del ocio o de la cesantía. El lenguaje del Diario de la peste ha crecido en la observación de su entorno a partir de una dicción que serpentea por esos tópicos urbanos, por esa memoria ya remontada (por lo demás ensayada en otros títulos de Illanes) y superpuesta a otro hábitat terrible.
En “cubículos de 2×3” se escribe este diario que huele como huele Valpo o Oaxaca, la Cd. de México o Santiago de Chile a cualquier hora. Escrito en el DF, Diario de la peste contabiliza un tiempo y un espacio pretéritos, que por extensión se aplica a otro tiempo, el presente, y a otro espacio, fantasmal y recursivo que habla de todas las ciudades, de toda y todo Capital.
La poesía en estos paisajes de novela gráfica pos−apocalíptica, de muros grafiteados y vómitos abundantes, tiene algo que decir. Nuestro pater familia, como una vez llamó Bolaño a Baudelaire, secunda esta tradición moderna que se afirma negativamente en la función subjetiva de la ciudad, y en las repercusiones de su afirmación en los sujetos. Uno de esos sujetos, el poeta (la poesía, para ser más precisos), activa la atención sobre sí misma como una luz que se mantiene lúcida y tartamudeante: “Porque la poesía/ no es sino el fraseo del vértigo/ que se tartamudea en la soledad/ de habitaciones baratas, vastos exilios,/ titilaciones lejanas de una Itaca tropical”.
En las evocaciones de este diario desfasado aparecen los deseos de Capital incubados en cualquiera de nosotros, entes despolitizados y vueltos a las armas de la palabra que también agoniza. Unos versos a la pasada, un apunte certero a la pasada (“… añoradas vacaciones en Varadero/ (las playas de Cuba, no su revolución),/ la Chevrolet a pagar en 24 cuotas…”) dibuja en un trazo nuestro vulgar ánimo contemporáneo. Y en otro trazo, un vistazo al mar pacífico, “como si se exhibiera/ ante nuestros ojos un documental/ del Génesis y el Apocalipsis reunidos”. Versos cortopunzantes, para usar una imagen manida y filosa, como estos que transparentan la vejez en las ciudades: “cerdos de piel/ albina, de hálito humedecido por el desinfectante/ bucal y los antibióticos”.
Como no se trata de un diario inocente, el hablante ha soportado las veleidades del alcohol que tapiza, como un signo más de la ciudad, seguramente de los más visibles, sus calles y rincones. En todo diario hay un reconocimiento moral, una disquisición sobre nuestra conducta. No escribiríamos si no tuviéramos la culpa de algo en este escenario atroz. Muchas veces me he preguntado por la escritura de Manuel Illanes y por la desolación que recorre sus poemas, y también me he preguntado por la belleza de la miseria y por todas esas poéticas que se ubican en la incomodidad de un paisaje que otras escrituras trivializan o simplemente no cantan. Dice Illanes: “Tendrás que volver a pagar los impuestos/ al Demonio de la sobriedad, su tributo/ cobrado en especias, oro y los raros/ metales del espíritu, las riquezas dilapidadas”.
Quiero destacar especialmente el poema “Instrucciones para reventarle la cabeza a Anubis”. En él se enseña poéticamente a fabricar una bomba−molotov para lanzar en alguna protesta contra Capital. A pesar de los numerosos intentos y que la escena del joven combatiente se repite una y otra vez, el poema de Illanes cierra con una esperanza hostil y venidera que nos aplastará a todos: “este gesto se ha repetido/ una y otra y otra vez,/ y ha de perpetuarse hasta/ que la noche se desplome/ como una vieja iglesia/ sobre nuestros huesos cansados”.
Diario de la peste reseña la contemporaneidad de un país que no lo es, sino como “una extensión/ de la noche y el pánico/ enterrado que ella libera”. Me sigo preguntando por la belleza agónica de estos libros negativos, revelaciones del tiempo presente, largas caminatas por el espacio urbano y suburbano, para terminar respirando “El aire de Lumpen, seco, áspero como un gin de tormenta”.
Selección de poemas de diario de la peste (realizada por Manuel Illanes)
Exilios I
Recuerdo su torso afilado
emergiendo del marco de la ventana,
como un árbol que extendiera sus ramas
hacia el fulgor del día.
Un cigarro -imaginario o no-
colgando de sus labios apretados
y la mano que borra de la página del aire
la escritura del humo y sus caprichosas volutas.
Sílabas del Caribe liadas con carcajadas,
la voz gruesa del acompañante se alza
en la habitación que no alcanzo a vislumbrar.
Pectorales de azabache acariciados
por la brisa primaveral, sabiduría del hambre.
Carajo, ya no queda plata para el arriendo.
La blancura de los dientes, cascada en la noche del rostro.
La mano tantea en la hondura del bolsillo.
Puto jefe, todo por un revolcón con esa hembra.
En los confines del mundo un Santiago espectral,
meados y grafitis derritiéndose
como puñales de lluvia en los muros.
Recuerdo ese torso siempre listo para el baile,
su caminar de Pedro Navaja por el cité.
Los domingos un envío a la desconsolada,
semillas para los pichones que apenas aletean
bajo el tórrido sol del Ecuador.
Remembranzas de mujeres, licores intensos.
Por ahora, dinero para cerveza y las putas de Plaza Almagro.
Recuerdo sus manos de cargador
saliendo del marco de la ventana,
un cigarro ―completamente imaginario―
colgando de sus labios.
Porque la poesía
no es sino el fraseo del vértigo
que se tartamudea en la soledad
de habitaciones baratas, vastos exilios,
titilaciones lejanas de una Itaca tropical.
Instrucciones para reventarle la cabeza a Anubis
Camina al fondo de la casa,
el patio trasero del 3814 de la Desolation Row
―el Culo del Mundo, para los entendidos.
Encontrarás ahí los envases
de algunas cervezas dorándose al sol
como inmóviles lagartijas
que aguardan desde el principio
la llegada del Apocalipsis.
Toma una de ellas, sopésala
en tus manos, acaricia el papel
que la lepra del tiempo descascara
hasta volver ceniza irredenta.
Lava después la botella, seca
el interior, con un embudo pequeño
deja caer en su buche de pájaro
hambriento 200 ml de parafina.
Tu envase no contiene ya el soma
de los dioses, pero sí fuego suficiente
para quemar las pestañas de Capital.
Agrega a la mezcla 125 ml de aceite
Castrol, que puedes comprar
en alguno de los tantos talleres
que hay en avenida 10 de Julio,
entre prostíbulos clandestinos
y cités repletos de migrantes.
Pon ahora en el pico del iracundo
pájaro un pañuelo empapado
de bencina, agita el envase,
tensa tus músculos y luego
de encender su plumaje
arroja tu rabia lejos, lejos.
Si tienes suerte la cabeza
de Anubis reventará hecha pedazos;
pero tarde o temprano ha de surgir
del vacío sangrante, del vacío
inmaculado que provocó
ese relámpago una nueva testa.
Maldice entonces la omnipotencia
del chacal, pero recuerda:
este gesto se ha repetido
una y otra y otra vez,
y ha de perpetuarse hasta
que la noche se desplome
como una vieja iglesia
sobre nuestros huesos cansados.
Diario de la peste
(Allende ha muerto)
21:15. Animales huyendo de la cólera del Señor del Frío, blue jeans gastados,
el viento que cosquillea entre las nalgas tumefactas ―víspera del primer día de invierno―, la temperatura de la época bordea los cero grados.
Nerviosos pasajeros descienden de los autobuses y caminan asustados por las veredas apenas iluminadas,
nerviosos, con la rapidez del refugiado que corre hacia el búnker para guarecerse bajo tierra.
Animales huyendo de la cólera del Señor del Desamparo, sucios blue jeans.
22.36. Por las axilas de la ciudad se desparraman cientos de grafitis como un sudor ácido que baja por los miembros y ensucia la santidad de toda higiene.
El supermercado desgarra la neblina de los neones como un sorprendentetiéndose entre las oscuras aguas de zonas abandonadas y eriazos rebosantes de ortigas, sus pasillos vacíos, sus carros alineados por alguna extraña fuerza levitando en los márgenes de la oscuridad,
espejismo inflamado y después consumido.
El aroma de la orina es el incienso que se eleva desde los altares de adobes derrumbados e improvisados estacionamientos.
Calaminas oxidadas en las azoteas, musgo y calcetines perdidos, amarillos titulares desgarrados como islas de un archipiélago de nuestra Terra Australis, las ropas a medio secar flotando en la ribera de la noche
nuestra hambre ya sin brújula.
08:10. En los extramuros de la ciudad, la escarcha llena de canas la cabeza de viejos neumáticos abandonados al borde del camino, Pudahuel Sur.
10:32. La dentadura del tiempo deja su huella irregular sobre las fachadas de iglesias & burdeles.
Cuarzo de mandíbulas apretadas, nicotina de frustrados deseos, larga espera de los juglares en cesantía.
Nudos de perros vagos se adhieren al sueño como costras en las plazas públicas.
Un hombre encorvado barre fragmentos de vidrio y hojas, disimula una nube de sangre como si fuese una mancha de aceite sobre una tersa camisa.
15:22. El disco solar bailotea tristemente sobre los adoquines, su vigor huye de los ojos eclipsados en los restoranes, oficinistas, albañiles, estudiantes, ojos como tambores deslizando su tam tam seco por la ciudad.
16:45. Escozor en las ingles, coitos de púberes entre la maleza de los cerros y los sucios arbustos de la Lumpen sudaca.
17:30. Los descendientes de Lao Tsé comercian frituras en las calles atestadas de animistas & católicos.
Asalariados sin órbita acampan en un cráter céntrico, restauran los pilares del quebrantado Diego Portales bajo una cortina de chispas y escombros. Así, el concreto de nuestra política futura contiene la cal y el huevo, el barro de los hijos de las uñas de arcilla.
La herrumbre de las puertas dice más de cada corazón que nuestras propias palabras.
Carrocerías tapizan el horizonte a un lado y otro de la carretera.
19:13. Soledad de los cubículos y los cibernautas tras las conexiones caídas.
20:32. Los vamos a cagar Guerra entre clases Los leprosos Fuera de servicio En Jesús todas las cosas son hechas nuevas 1° de mayo Nada que celebrar Mudanzas La única iglesia que ilumina es la que arde Claro está invirtiendo en ti Satán es el rey Expendio de bebidas alcohólicas Seguridad y confianza Para su seguridad este vehículo solamente se pone en marcha con las puertas cerradas Farmacias Ahumada Internet donde yo quiera Cuarto de Libra con queso $990 401 Maipú Las Condes Escape ¡ESCAPE! ¡ESCAPE!
23:05. Demos gracias al Cristo de los narcóticos por nuestras noches,
más serenas que un erial.
01:40. Ladrones & narcos se disputan los barrios.
El aleteo de una luciérnaga púrpura raja la oscuridad de los callejones.
El aire de Lumpen
El aire de Lumpen, seco, áspero como un gin de tormenta.
Cierro los ojos, apoyo la cabeza sobre la roca más cercana, me acomodo pensando en el día que vendrá: hijos de puta por doquier, noches entibiadas apenas por el chispazo de una imagen pornográfica, atrasos reiterados, el larguísimo camino que conduce a la fosa común.
Mi cráneo se agrieta durante la noche, hordas de diablillos escapan, libertinos en una bacanal de la que sobreviven algunas modestas imágenes arrastradas hacia el olvido por la resaca de la vida diurna.
Delgadas paredes separan mi cubículo, casi se presiente, tras la frontera del tabique, el ronroneo de los estupros y el hipnótico ruido de fondo de televisores mal sintonizados. “Los niveles de vida mejoran diariamente”, proclama Cristo Redentor, pero la noche sigue perteneciendo a los chacales: en las madrugadas más hirvientes del verano el tartamudeo sordo de las balas que cruzan las veredas animan a punks y raperos a danzar sobre el asfalto quebrado de las calles. Manchas de sangre en las encrucijadas, sombríos restos del ritual más antiguo de nuestra naturaleza.
La cuidada intimidad de las habitaciones no existe en el Afuera, la realidad es un teatro oscurecido por vacilaciones, una pared llena de n olor a orín y sexo presuroso, pienso antes de caer en el abismo del sueño.
Al fondo de cada casa soñada, una cabeza sangrante
Los tiuques sobrevuelan el espacio cercado por las torres de alta tensión, girando en círculos sobre el parque lleno de escombros. Convocados por el aroma de un perro muerto han acudido presurosos a su cita con la tierra. El caracol ciego del azar se ha anticipado a ellos, su estela de pomos rotos y bolsas desborda la avenida manchada por visibles brochazos de vómito, su baba inmunda inscribe una circunferencia infinita en el asfalto quebrado de las calles. Colas de pasta base dispersas por el suelo, de noche fulgurantes ojos de lince que titilan entre una cascada de risas y deseos reprimidos bajo la máscara de improperios, de miradas agresivas.
Muy cerca de la mesa servida para el agasajo, las piscinas de los condominios permanecen vacías y sobre su irisada superficie, en la que flotan los carozos de la estación, se suceden sin pausa los negativos de esa difusa película que proyecta el sol otoñal en los panales modernos.
Ciudad Lumpen es una versión cada vez más refinada del infierno, la cabeza de Anubis destaca como un monolito impalpable en todas las escenas.
Por las ventanas semiabiertas, de solitarios departamentos, cruzan ancianos obesos escapados de algún cuadro de Lucien Freud, cerdos de piel albina, de hálito humedecido por el desinfectante bucal y los antibióticos.
El horizonte es una mancha borrosa tras la que se esconden como huestes salvajes en un bosque raleado las carnicerías del futuro. Cactus y hortensias envejecen en la orilla de las terrazas, un padre enseña a su hijo por vez primera a tascar el arnés de la ceniza.
Apenas queda oxígeno en el aire de Lumpen, el óxido tiñe el cielo de un esplendor radioactivo, el sabor del gin destilado en las copas de neón.
Los tiuques graznan impacientes, han llegado a tiempo a su cita con la tierra.
El niño tiene ahora el filo de la muerte.
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