Supuestamente, el catálogo de un museo reúne distintos elementos elaborados y recopilados en el pasado, por muy reciente que éste se considere; pero entre las 139 piezas (hasta ahora) rescatadas en El Museo de la Bruma, de Galo Ghigliotto, hay un “espacio para horrores futuros”. Este “espacio disponible para pieza sin enumerar”, es decir, abierto a las posibilidades infinitas del horror por venir, podría tal vez compendiar y proyectar lo expuesto en las tres salas —Popper, Rauff y Chatwin-Mallard— que integran la colección del museo, luego de cuya visita, a ratos extenuante, la lectura pude concluir precisamente eso: que el horror tiene futuro.
Es así como este libro plantea cierta incomodidad para quien lo visite. Después de cada pieza, no sabemos —no queremos saber— cuál será la siguiente, pero miramos igual porque, entre documentos, censos, menús, notas de moda, objetos diversos, retratos, pinturas, cartas, fragmentos de ensayo y prótesis, el catálogo intercala a cada tanto narraciones tan notables como brutales, de variados registros lingüísticos. Si se trata de emparentarlo a otros museos construidos a base de insistencias, algo de eso habrá, por ejemplo, en el de la Eterna o en el de los esfuerzos inútiles o en el de la pesca de truchas en Norteamérica o, aún más, en el de las señales de ruta. El recorrido por la colección, en buena parte fantasmal del Museo de la Bruma, en todo caso, parece no hallar descanso mientras las piezas (gracias al “sello inescrutable que los curadores imprimieron a la muestra”) mantienen vivo el fuego para vislumbrar, aunque sea tenuemente, el rastro esquivo de la Patagonia; llamas que de golpe comienzan a apagarse vuelven a atizarse más allá y, de paso, por qué no, contribuyen con ardor a una historia incendiaria de Chile, a una crítica de la vida cotidiana del país.
Las voces —los murmullos— de libros de ficción como el de Ghigliotto, capaces de aglomerar lenguajes y testimonios irregulares, no sólo literarios (el escritor funge entonces como arqueólogo-curador), y de exhibirlos con humor y violencia ante la memoria siempre agrietada de quien lee, olvida, ríe y recuerda, se oyen altamente chirriantes en un circuito muy dado a encerrarse en aquella autocomplacencia diaria de fugaces “imprescindibles” talentos editoriales latinoamericanos, ojalá exportables a Europa, ojalá cerrados. El Museo de la Bruma, al contrario, es como el día —o la noche— de la Patagonia, “parece no tener comienzo ni fin”.
Para terminar, hay una advertencia no por curiosa menos feliz en el colofón de este libro diseñado a lo selk’nam: “Esto es una novela. Hay algunas citas”: parece parte del reglamento museográfico, o quizá funcione al modo de esos rótulos de “No tocar” que finalmente no son sino una invitación a transgredir.
El Museo de la Bruma.
Galo Ghigliotto
Laurel Editores, 2019.
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