Antes del Covid-19 no tenía idea que existía una ciudad llamada Wuhan. Estoy seguro que gran parte de nosotros no lo sabía. Hoy lo sabemos, vemos imágenes de ella en internet y la imaginamos. Pensamos en sus calles, sobre todo en sus recovecos, en los grises de Wuhan. Imaginamos aquel mercado, aquella cocinería, aquella olla donde todo supuestamente comenzó. Son zonas que podemos reconocer en nuestras propias ciudades y metrópolis, espacios de tránsitos múltiples y variopintos, intersticios donde convive una ruralidad híper explotada por el extractivismo y una urbe de alicaída planificación.
Son esas zonas heterotópicas, complejas, heterogéneas, de permanente narraciones incompletas. En América Latina estamos repletos de aquellos intersticios del mercado, son las terroríficas pesadillas, por ser su contracara capitalista, de las urbes homogéneas y regulares. Es la ciudad inatrapable, la que muchas veces no queremos ver. Y desde esa zona, desde aquella olla de una cocinería de un mercado insignificante, banal, intrascendente, emergió una preocupación colectiva, total.
Es que estábamos habituados a pensar la globalización solo como el fugaz encuentro con cientos y miles de mercancías producidas en otra parte del globo. Made in Usa, Made in China, Made in Tailandia. Nos reconocíamos como miembros de un mundo común por la posibilidad del consumo de objetos e imágenes, en el gesto de la compra nos hacíamos ciudadanos del mundo, muy H&M, muy McDonald’s, muy Netflix.
Claro, los críticos siempre supieron de los niños y mujeres hiperexplotados en la India haciendo nuestro jeans, hasta allí habitábamos nuestra congoja globalizada, en el saber de un cuerpo lejano magullado por el libre comercio. Pero en gran medida, lo global era la fugacidad del consumo. Los fragmentos grises que permiten comprender la totalidad macabra de la globalización financiera y extractiva se han mantenido obnubilados.
Esta reflexión viene siendo comentada desde hace décadas por la teoría crítica. Frederic Jameson, por ejemplo, señalaba en 1991 que, durante el capitalismo avanzado/tardío, como él identificaba a nuestra contemporaneidad, la cadena de significantes que permitía una narrativa común estaba viviendo una ruptura. Esto le permitía sostener que la totalidad de la experiencia la comenzábamos a habitar de modo fragmentado. Es decir, por ejemplo, cuando comprábamos en una multinacional con una tarjeta de crédito, experimentábamos aquel momento solo como un instante individual, cuando realmente en aquel fragmento se concentraba gran parte del tiempo/espacio contemporáneo: consumo, neoliberalismo, globalización. El fragmento fue el modo de expresión de la totalidad, pero habitada únicamente como fragmento luminoso, como instante de placer hedonista.
De algún modo la hegemonía neoliberal, y este es otro de sus triunfos, generó la sensación de estar habitando un tiempo desarticulado, donde cada individuo poseía su propia temporalidad medida por la posibilidad de consumo de cada quien. Los grandes relatos de la humanidad se resquebrajaban, eran parte de un pasado que no hacía mella ante el tiempo definitivo, ante el fin de la historia. Claro, la trampa era pasar por el alto que aquello que emergía como final no era más que otro gran relato, aquel que dibujaba como imperecedero el tiempo fugaz del consumo neoliberal, la temporalidad utópica del capitalismo: aquella maraña de instantes de consumo aparentemente desarticulados.
Posteriormente, las redes sociales vinieron a profundizar esta experiencia temporal de contingencia avasallante. Toneladas de datos acumulados en un océano virtual inagotable hicieron de cada hecho noticioso a penas un instante. El gesto de nuestros dedos haciendo cambiar cada segundo lo observado en nuestros celulares había convertido definitivamente la experiencia temporal en algo completamente efímero. Todo se hacía perecedero, muy poco lograba hacerse en su dimensión histórica. Insisto, lo sabemos, en cada uno de aquellos micro gestos se guarnecía la totalidad del mundo, no la generalidad, sino que la totalidad de intercambios que permitían la circulación y la mayor gestación de plusvalía para el andamiaje del capital. Pero, aun así, para nosotros, eran acaso algunos instantes.
Entonces, ¿qué ocurre cuando la consciencia temporal se vuelve nuevamente colectiva y menos fugaz? Desde un fragmento de tiempo/espacio, una olla de una cocinería de un mercado de una metrópolis asiática, emergió la urgencia común. Aquella circulación mercantil, que podría haber sido perfectamente perecedera, borrable, insignificante, adquirió sin proponérselo una dimensión global. Desde uno de los fragmentos grisáceos de la reluciente globalización brotó la porfía de la totalidad, y aquí estamos hoy, preocupados por Italia, por Ecuador, viendo lo que pasa en España, conociendo los datos de Corea, imaginando una urbe hasta hace algunas semanas completamente desconocida, Wuhan.
La corrosión del tiempo, la liquidez de nuestra contemporaneidad, por algunas semanas o meses, se detienen. Como no suele ocurrir en el capitalismo avanzado, mediante el Covid-19 habitamos nuevamente una consciencia temporal colectiva, y debemos aprovechar esta circunstancial y terrorífica oportunidad. Es sombrío, la posibilidad de la muerte común, que nos enfila a experimentar un tiempo compartido, pone en ascuas momentáneas la fugacidad del tiempo neoliberal, y desde allí es factible reconquistar lo arrebatado por la experiencia breve y precaria de la temporalidad consumista: la utopía.
Es que, finalmente, el tiempo fugaz del consumo hizo trizas la cadena de significantes que permitían elaborar narrativas comunes, sueños colectivos, relatos ensoñadores. Todo era apenas un instante, vivir el momento, un carpe diem neoliberal. La pandemia, el gris amargo de la globalización, teje dramáticamente sucesiones de significantes, el fragmento de tiempo/espacio que es la cocinería de Wuhan penetra nuestra insignificante temporalidad, y las anuda, las vincula irremediablemente.
La totalidad ante nuestros ojos. Y si el tiempo momentáneamente ya no es habitado como un fracción fugaz e individual, sino que, como consciencia histórica colectiva, quizás son minutos para repensar también posibles sueños comunes, volver a las utopías totales, humanas. Sentenciar resueltamente el fin del fin de la historia, para abrir posibles bríos comunes, atar nuestros fragmentos espacio/temporales para edificar otra totalidad, una jaspeada, heterogénea y radicalmente humanizada, en definitiva, construir una totalidad para la vida digna, que no nos aniquile fragmentariamente.
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