Día de elecciones (2020) se llama el largometraje experimental liberado por Colectivo Sabotaje este 26 de abril. El argumento, que gira en torno a las votaciones presidenciales del 2017, se estrena en una fecha que encaja una significativa resonancia con el plebiscito agendado para este domingo AP -antes de la pandemia-. Esa premisa por sí sola pone al espectador frente a un trabajo audiovisual que explora sin cortapisas los accidentes de un paisaje humano tullido y errático en el que a ratos, palomas y personas se espejean en desasosegantes retablos.
El ojo de la cámara registra esta sustancia social a través de un ejercicio aparentemente simple: salir a la plaza de armas a preguntar sobre el candidato que ganará las elecciones durante la víspera del balotaje que enfrentará a Alejandro Guiller y Sebastián Piñera. El resultado es un coro afiebrado y gris que transmite el peso de una desesperación sorda. Un extravío que se traslapa con el peregrinar en círculos de las palomas mustias.
Pero el lente de Sabotaje toma distancia del lenguaje televisivo y desarrolla un ángulo que contrasta el torrentoso discurso de los electores con los semblantes de la multitud que deambula alrededor de la plaza. Esa particular perspectiva disecciona el espacio en busca de los conductos que comunican con la materia velada de un pueblo aterido y desmembrado. Por eso el territorio cobra una importancia cardinal en este film que dirige la mirada hacia el símbolo, la carne y la piedra desde donde figurar la idea del kilómetro 0, apostando por la captura de los pasajes que llevan a las intrincadas galerías de lo infrareal. La expansión de esta arpillera visual en la pantalla retrata la capital de un país que acumula una indignación lacerante y corrosiva. Embotado en la onírica neoliberal, se puede decir que el corifeo que canta al espectador de este trabajo documental permanece cautivo en las fronteras espirituales del damero (neo)colonial -y el guión de Día de elecciones no pierde oportunidad para subrayar ese aciago confinamiento-.
Otro importante acento del largometraje apunta al mundo del trabajo, a la precarización laboral y a la explotación cotidiana de la masa obrera. Es precisamente ese ajetreo de la jornada santiaguina el telón contra el que se recorta Carlos, un personaje perdido en la singular encrucijada entre votante, asalariado, y poeta. Su entrada en escena consigue canalizar el palabrerío circundante en una voz sumida en la zozobra. Odiseo de la distopía nacional, este protagonista intempestivo, espectral, delirante, recorre la deriva de su propia alienación, intentando escribir versos que expresen el espanto, la rabia y el fulgor de esta travesía.
Queda preguntarse aun cosas menos trascendentes; acaso Carlos es un Galileo sin miedo a la inquisición. Y, de otro lado, qué anuncian sus disonantes salmos. Como sea, solo pensar en el salto cuántico que separa las desquiciantes esquinas del centro de Santiago de Día de elecciones con las plaza dignidad de octubre, a no muchos kilómetros de ahí, es una de los tantas entradas críticas que permite la película y una de las buenas razones para no perdérsela en su primera semana de estreno.
Desde el kilómetro cero de la herida colonial, las voces de las generaciones predecesoras, fabrican armas hechizas, xenófobas, racializadoras, fascistoides. Los demonios declaman en la plaza. Las palomas se abstienen de murmurar, porque el cinismo llenó de mierda el solar principal. Es el Santiago de la Nueva Extrema duramente cansada chilenidad, queriendo acabar consigo misma a fines del año 2017. Año de “elecciones”. En un país mordido de rabia neoliberal, el acto principal del espectáculo descansa en la necedad en creer elegir.
La cámara transita por un valle de asfalto concesionado, nos muestra el sueño robado, fracturado en miles de mundos que tienen al miedo estampado en la factura del horizonte común. Generaciones de corazones temblorosos, abatidos, de sístole extenuada, como el pálpito de Valdivia en manos Lautarianas. Mezcla de hambre y camorra, de indígena e indignación como se escucha declamar a David Añiñir, en el eco de la plaza sitiada. Son los condenados condenando a Fanon, reproduciendo los deseos del opresor; los Valdivia boys cambiando espejitos por vidas.
En medio de la reyerta hedorosa de dictadura, aparece Carlos, un rōnin del paseo Ahumada, que nace y muere en su andar, que sueña con dejar de ser para llegar a ser; delirar hasta encontrar la certeza de que el sueño es merecido, que la vida puede tener sentido, pero para que sea posible esto algo o alguien tiene que explotar; y en el oasis neoliberal eso estaba por suceder.
Perfil del autor/a:
Equipo Editorial LRC