¿Tiene sentido hablar de patrimonio en el actual contexto de crisis social y sanitaria? ¿Hay alguna relación entre ambas realidades? La palabra patrimonio ha causado más de una polémica estos días, ya sea por la imposición poco democrática de su designación e identificación (hasta ahora por «expertos»), por su origen etimológico (patri; padre, patrón, patriarcado); por los contenidos implícitos o explícitos que a la fuerza se imponen, por la desintegración entre lo material y lo inmaterial, lo natural y cultural, y por la nueva propuesta de regulación del actual gobierno que persiste en dichas lógicas.
Sin embargo, debemos identificarnos con él, nos debe pertenecer porque está constituido de valores artísticos, culturales o de hazañas históricas que han merecido la cualidad de excepcional y memorable para una sociedad en particular. No obstante, el alejamiento de estas nociones del sentido común de las mayorías y la legitimidad que ha perdido, la falta de identificación y pertenencia con sus contenidos, no sólo ha puesto en crisis la conceptualización misma sino que, bajo una mirada crítica, lo ha develado como una herramienta política no sólo del pasado, sino como un sistema cultural impuesto sustentando un conjunto de valores de un proyecto político que se instaló desde arriba.
Valiéndose de la violencia como medio de imposición y de las instituciones culturales, la Iglesia y la academia (personas expertas) como medios de difusión, el Estado ha construido de manera artificial, narrativas de valores compartidos, héroes y enemigos comunes, atributos deseables e indeseables aplicados a un territorio. Para Latinoamérica en particular, la imposición de valores simbólicos comienza con la violencia y el genocidio colonizador justificado por el horizonte civilizatorio occidental como proyecto político. Así, con este orden simbólico impuesto, se condena y excluye a todo lo que se le opone; frente a la homogeneidad se condena lo diverso, frente a lo domesticado lo salvaje e indomable.
Con la construcción de los Estado-nación tras los movimientos de Independencia, naturalistas, historiadores y antropólogos legitimaron este nuevo orden. Así, la naturaleza, los pueblos indígenas y las mujeres eran, tanto territorio de dominio como de estudio y domesticación. A su vez, las instituciones culturales se armaron de herramientas de consolidación de los nuevos estados, se construyeron las nuevas identidades a través del folclor y la nueva y homogénea identidad mestiza, institucionalizando con ella la noción de patrimonio como el conjunto de todas las expresiones constitutivas de la acumulación y representación de valores, como «tesoros de conquista» en un inicio y como «bienes culturales», con una mirada más crítica y engañosamente inclusiva después. Las ciudades y los territorios se pueblan de monumentales edificios, supuestos íconos de la belleza y la razón, de símbolos y esculturas de hombres blancos héroes de la batalla «civilizatoria». Conquista y reconquista aparecen como conceptos incuestionables y heroicos en los libros de historia y se condena al olvido y al silencio a quienes formaron parte de la resistencia y fueron víctimas del genocidio sobre el que se construyó y se sigue construyendo el expolio colonialista.
Con ciertas variantes, lo anterior se mantiene hasta hoy. Así, como en el impulso colonizador el dominio y la civilización eran los valores enarbolados en la batalla y en la sociedad, la revolución industrial trajo los nuevos valores de progreso económico, y con ello la instauración del sistema económico político capitalista. En el marco de una visión antropocentrista, la naturaleza estaba a disposición del hombre no sólo para ser dominada, sino para ser explotada para su bienestar. Surgen nuevos personajes a ser enaltecidos por su contribución al desarrollo y el progreso de la nación. La burguesía empresarial comienza a poblar el territorio patrimonial enalteciendo la producción como fin último, mientras se silencia a quienes forman parte de los grupos subalternos y sobre cuyas muertes se organizó el nuevo ímpetu desarrollista. Kilómetros de vías férreas que conectaron industrias y puertos se construyeron a costa de la muerte de miles de trabajadores y trabajadoras olvidadas, mientras los levantamientos populares en contexto de explotación ocupan marginales y casi inexistentes lugares en nuestra historia, y menos aún en nuestro patrimonio. Pero la memoria desde abajo permanece y ya comienza a reaparecer.
Miles de voces han intentado levantar nuevos significados y nuevos horizontes colectivos, nuevo patrimonio, nueva herencia, pero al constituir una amenaza a lo establecido, dichas voces han sido silenciadas mediante la violencia de Estado una y otra vez. Particularmente elocuente es la preponderancia de las ideas de patriotismo y nacionalismo que pusieron al centro de sus discursos y proyectos, con especial violencia, las dictaduras latinoamericanas. Nuevos valores, nuevas resistencias, nuevos silencios. El Estado ha contribuido sistemáticamente y con una política planificada y selectiva a estos olvidos. Sobre ella se instala la impunidad de las violaciones a los derechos humanos que fueron el sustento para levantar el proyecto neoliberal que hoy nos oprime, bajo la narrativa patrimonial del patriotismo, el desarrollo y el progreso, y la tolerancia oficial a las agresiones a sitios de memoria que antes fueron centros de detención y tortura.
Luego de toda nuestra historia oficial construida a fuego y muerte, sustentando un proyecto político de exclusión de las mayorías, de extractivismo natural y cultural, no es extraña la batalla simbólica ocurrida en el marco de la revuelta del pasado 18 de octubre. En el marco de la protesta, miles de manifestaciones altamente elocuentes y expresivas de gran contenido simbólico y de crítica de los supuestos valores compartidos llevaron a la «decapitación» de estatuas, cambio de nombres de plazas y calles representativas del patrimonio oficial. Mientras desde el Estado se criminalizan estos actos como vandalismo o barbarie y mediante nuevas borraduras pretenden relegarlos al olvido, en el territorio se disputan los nuevos significados que puedan sustentar un nuevo proyecto político de sociedad.
¿Pero cuáles son estos significados? ¿Qué se desprende del hecho político de que en una plaza renombrada «Dignidad», se instale como símbolo la figura de un perro quiltro llamado «Matapacos» que pasó su vida en la calle acompañando luchas sociales?, ¿qué se disputa cuando los nombres de las estaciones de Metro son reemplazadas por los de mujeres desconocidas y olvidadas de nuestra historia, o las estatuas de conquistadores sustituidas por símbolos de pueblos indígenas? ¿Qué significa la liberación de las aguas y el cierre de caminos al transporte de capital?
No cabe ninguna duda que los valores compartidos por nuestra sociedad están en disputa. Por eso, este «día del patrimonio» no es como cualquier otro, o no debiese serlo. Desde Londres 38, espacio de memorias, instamos a levantar estas memorias y las nuevas, las que nacen con el pulso emancipatorio de la lucha social y que sustentan los valores de un nuevo proyecto político de sociedad.
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