A veces creemos que nos estamos volviendo locos mientras nos hacemos promesas virtuales que no sabemos si vamos a cumplir. Estamos ávidos de salir y demostrar cuán buenos-productivos-talentosos-divertidos-cariñosos podemos ser. Decimos que el encierro nos ha servido para pensar, para ver nuestras vidas en retrospectiva como cuando mueres y ves tu historia en segundos (así de cliché). Así dicen que es: una avalancha de momentos que no supimos apreciar. O tal vez sí, pero no lo suficiente como para sentirnos felices. Nos hemos dado cuenta de cuánto queremos y cuánto odiamos. Escribimos cosas en redes sociales anhelando un “antes” que nos fue arrebatado de un momento a otro. Nos damos cuenta, en medio de esta alta dosis de futuro, de que la rutina no era tan mala. Nos extrañamos tanto. Queremos salir a bailar. Ir a la feria y comprar helados york, pasar por la plaza y quedarnos en los columpios un rato mirando a otras personas redescubrir el exterior.
Por mientras, vivimos un tiempo en que las pantallas nos sirven para trabajar, estudiar, hablar con nuestros amigos y hacer fiestas, igual que en las películas futuristas. Vivir a través de una pantalla, parecido a como era antes, pero más evidente. ¿Es posible que el futuro pueda habernos alcanzado? ¿Por qué el presente se escabulle como esas burbujas que hacíamos con detergente y explotaban antes de poder tocarlas? A veces no sé si estoy despierta o no. Es confuso. Anoche, por ejemplo, creo que me desvelé. Desperté en la madrugada sintiendo muy fuerte el sonido del mar. Pasé un buen rato, con la luz apagada y sin moverme mucho, imaginando un sinfín de olas reventando entre ellas porque no hay una playa que las reciba. Eso eran: un caos de agua y espuma y ruido y nadie alrededor que pudiese observar y decir qué lindo o qué miedo. Nadie allá afuera, en ese universo nuevo que se volvió un campo minado al cruzar la frontera.
Dicen que antes también estábamos encerrados, que en realidad nadie es libre porque nuestras vidas tienen precio y las de la mayoría no valen nada para el poder. Nuestros gendarmes. Somos pesos muertos, pero hay que fingir que no, que en realidad todos somos valiosos y ahora debemos demostrarlo. Lloramos las muertes del primer mundo a la espera de las nuestras. Vimos el espectáculo de las fosas comunes en Estados Unidos. Los cantos de esperanza en los balcones de Italia mientras día a día se anunciaba un nuevo cómputo de fallecidos. El toque de queda y el recuerdo de los helicópteros sobrevolando nuestras cabezas.
Me estoy acostumbrando a la muerte, la he sentido cerca muchas veces en poco tiempo. Lo recuerdo muy bien: las balas pasando al lado mío mientras no dejamos de toser por las lacrimógenas. Arrancar de los pacos sin mirar hacia atrás por miedo a perder los ojos. Pero no hay de qué preocuparse, ahora estoy a salvo, encerrada en mis privilegios mientras afuera hay hambre. Tengo tiempo para mirar el pasado y anhelar el futuro, que dicen que ya llegó, pero yo no lo creo. Yo no lo imaginé así. Como si estuviésemos flotando a la deriva sin importar si llegamos a la orilla o nos atascamos en las ramas.
A veces el caos entra a nuestras casas sin hacer ruido. Lo imagino como un halo transparente moviéndose cual bandera al viento. Todo es silencio y pareciera que el mundo va en cámara lenta. La paz del hogar dulce hogar es una falsa tranquilidad. Allá atrás viene la tormenta. Como un sinfín de olas reventando a lo lejos y nadie que las pueda mirar.
Ese mar que tranquilo te baña te promete futuro esplendor.
Perfil del autor/a: