Cuando escuché la mañana del miércoles 22 de julio al juez Fernando Gutiérrez descartando la prisión preventiva como medida cautelar contra Martín Pradenas me estremecí, pues en su ritualidad jurídica y tras su lenguaje leguleyo resonaron las conclusiones de una investigación que realicé en 2017 sobre raptos y estupros coloniales, cuando analicé desde la historia de género un corpus de procesos judiciales desarrollados en la Capitanía General de Chile entre 1638 y 1776.
El juez desestimó la existencia de tres de los cuatro casos por los cuales Pradenas fue formalizado el martes, argumentando falta de pruebas para acreditar los delitos, dejando solo en pie el caso de violación, únicamente porque Antonia así lo testimonió en un audio de whatsapp que quedó registrado en el celular de la amiga que fue a su rescate, la misma madrugada en que habrían ocurrido los hechos. Según el juez, Martín Pradenas no es un peligro para la sociedad. Estoy de acuerdo. Martín Pradenas es un peligro para las mujeres y las mujeres poco valemos en la sociedad patriarcal.
Si pensamos históricamente el problema, es difícil definir una agresión sexual pues incluso hoy lo que entendemos socialmente como violación, abuso, aprovechamiento, estupro, etc., son conceptos plenos de áreas grises que dificultan una enunciación exclusiva y clara. Por lo mismo, es su misma vacuidad la que da urgencia a este debate. Es el campo de posibilidades y matices lo que hace de esta disputa un campo de discusión pertinente, urgente y relevante.
En el caso de las acusaciones hechas por las mujeres que se han reconocido a sí mismas como víctimas de Martin Pradenas y que sobreviven, el juez consideró que los testimonios eran insuficientes, que la falta de claridad de sus relatos -atribuibles al estado de intemperancia en el que se encontraban- no permitían acreditar si la relación sexual fue sin consentimiento y, en el caso de Antonia, que el sólo hecho de que ella se viera arrastrando los pies en el video que los capturó camino a la cabaña donde fue atacada, no demostrarían ni permitirían inferir que ella se encontraba de algún modo privada de sus sentidos o en incapacidad de oposición.
El razonamiento del juez Federico Gutiérrez me recordó el debate que se dio en 2015 a propósito de la ley de aborto en tres causales específicas, entre las que se cuenta la violación y que fue la causa más controversial. En esa discusión, las opiniones dadas en una entrevista por el diputado Demócrata Cristiano Pablo Lorenzini causaron una gran polémica: ¨hay miles de casos de mujeres que tienen violaciones porque, a lo mejor, tomaron un traguito de más o estaban apenadas, o por las circunstancias que pasan en la vida, que el hombre es muy hábil y las convenció y ella no quería¨, explicando y justificando por las ¨dificultades¨ que él hallaba para poder precisar lo que era una violación, su posición negativa ante la posibilidad de apoyar esa situación como una causa legal para abortar.
La violación pareciera tener un modelo paradigmático y casos fronterizos que provocan el debate. En otras palabras, cuando la agresión sexual se produce en la calle, de noche, por un desconocido y por medio del uso de la fuerza con marcas de la resistencia en el cuerpo de la mujer, pareciera no haber disenso respecto de considerar ese acto como agresión, pero si el acceso sexual ocurre en una fiesta, con tragos y drogas, en medio de personas conocidas, su consideración como agravio es cuestionable. El razonamiento del juez Gutiérrez hoy es sólo eco de eso que muchas hemos escuchado antes. De las dudas y las inquisiciones a las que hemos visto sometidas a nuestras amigas, hermanas, madres, abuelas y a nosotras mismas.
Tal como ocurre en el proceso judicial contra Pradenas, los juicios coloniales permiten observar no sólo discursos jurídicos, sino también prácticas judiciales y concepciones sociales sobre la violencia sexual. En ellos ser caracterizada como una mujer libre del mundo implicaba la práctica anulación de toda posibilidad de constituirse en una víctima de estupro y rapto en la sociedad colonial. La transgresión cometida en estos juicios fue definida como la desfloración y corrupción de doncellas recogidas, tanto por testigos, como por querellantes, acusados y representantes de la justicia, inclusive por las mismas mujeres que reclamaban haber sido víctimas de estos atentados. Las imágenes de la pureza y la flor fueron fundamentales para entender la violencia sexual colonial. En ellos se presenta una narración cuyo núcleo central fue el contacto sexual ilícito, comprendido como desfloración y corrupción de mujeres consideradas doncellas recogidas y que estaban en oposición de aquellas que fueron señaladas muy gráficamente como mujeres libres del mundo. Pero, ¿qué significaba ser recogida en una sociedad como la colonial de la Capitanía General de Chile?
El concepto de recogimiento tuvo tres formas de concepción y materialización en el mundo hispano colonial. En primer lugar, fue un concepto teológico desarrollado en Europa y trasladado a América junto con el proyecto colonizador. También fue comprendido como una virtud, paulatinamente entendida como cualidad femenina y, en tercer lugar, fue una práctica institucional de encierro extendida en todo el imperio español, reconstituida y redefinida espacial y temporalmente. En la Capitanía General de Chile entre 1638 y 1776 y gracias a los usos que se le dieron a la palabra en los juicios analizados se reconoce que ser recogida exigía un comportamiento femenino específico, que incluía la reclusión en el hogar y la restricción del contacto con hombres. A partir de esta idea se estableció un imaginario de lo externo y lo interno que demarcaba características ideales para las mujeres de dentro, mientras cuestionaba a las mujeres de fuera. En términos ideales, las mujeres recogidas y las mujeres libres del mundo quedaron ubicadas en lugares simbólicos diferentes, definiendo la feminidad en torno a las ideas de encierro, clausura, discreción y sujeción, siempre en oposición a la disoluta e informe vida de las otras.
Una característica transversal de los relatos judiciales analizados en esa investigación y que sigue siendo violentamente vigente, es la centralidad del comportamiento femenino para establecer el delito. Para que tuviera credibilidad en la disputa judicial y se pudiera alcanzar el castigo del culpable y el remedio de la estuprada, el comportamiento y fama pública de las muchachas fue lo central y en el interior de ese debate estaba la valoración de su vida como mujer recogida o mundana. Si se lograba establecer una sospecha sobre su vida, si la fuerza del rumor lograba imponer una cuota de incredulidad respecto de su recogimiento, las posibilidades de que el resultado judicial fuera favorable a su posición se veían mermadas. No así el comportamiento del agresor, el que tenía una consideración mucho menor en el establecimiento de responsabilidades y cuya historia previa no tenía tanto peso para establecer la credibilidad del delito del que era acusado.
Ser caracterizada como una mujer libre del mundo implicaba prácticamente la anulación de toda posibilidad de constituirse en una víctima de estupro y rapto, pues la transgresión cometida en estos delitos fue definida, en los juicios y más allá de las indicaciones establecidas por la ley, tanto por testigos, querellantes, acusados y representantes de la justicia, como la desfloración y corrupción de doncellas recogidas. De acuerdo con esto, las mujeres consideradas mundanas eran estimadas como impuras y, de este modo, no se les podía despojar de cualidades de las que ya estarían desvalijadas. En otras palabras, había mujeres a las que no se corrompía ni desfloraba al acceder sexualmente a ellas, independiente de la forma o los medios para dicho acceso.
Nada muy diferente a lo que hoy nos muestra el juez Gutiérrez y todos los otros jueces que esperan que las víctimas cumplan con sus prejuiciosas ideas sobre lo que una víctima tiene que ser, lo que escuchamos cuando seguimos demandando nuestro derecho a acceder al aborto libre, seguro y gratuito o lo que nos cuentan nuestras hermanas y nuestras amigas en la confidencia de un secreto doloroso. Todavía hoy, en el siglo XXI, para ser víctimas, no podemos ser mujeres libres del mundo.
Perfil del autor/a: