I
Hay una relación cotidiana hacia los fenómenos naturales que cuenta con una larga tradición, la cual tiende a humanizar su comportamiento dotándolos de cierta racionalidad o sentido. Es bastante frecuente, en una conversación de pasillo o de autobús, el que una de las partes acepte de manera muy acogedora las bondades de cierta tesis que sostiene que una seguidilla de temblores de baja intensidad garantizaría la ausencia de un movimiento tectónico de mayor envergadura, debido a que mediante esta “liberación” de fuerzas, la naturaleza no acumularía potencia suficiente para un terremoto. Esta tesis no sólo es equívoca, sino que se encuentra en posición de ser invertida: es bastante probable que una seguidilla de temblores anticipe la ocurrencia de un movimiento de mayor magnitud. Este ejemplo, que permite una analogía del comportamiento tectónico con la preferencia por el “pago en cuotas” en lugar del “precio al contado”, a pesar de ser probadamente errónea, presta utilidad al aportar una cierta estabilización emocional a la hora de enfrentar dicho evento; estabilización que la naturaleza ciertamente no tiene ni necesita proporcionarnos. La relación, sin embargo, hacia la anticipación de asuntos de dominio completamente humano, como el direccionamiento colectivo o los fenómenos técnicos, cuenta con otras formas de asimilación, quizás, menos apacibles.
II
La historia de las ideas se encuentra atiborrada de imaginarios anticipatorios sobre los cuales se estabilizan las proyecciones religiosas y políticas que permiten, junto a la operatividad de un habitar el mundo, la garantía de evasión de la caída en la desgracia o la catástrofe: la condena sempiterna al infierno por obrar pecaminosamente en el occidente medieval, el advenimiento del pachacútic con la llegada de los conquistadores hispanos en la cultura incásica o el uso irresponsable de la fuerza del golem en la literatura talmúdica, entre un sinfín de otras figuras, han contorneado dicho imaginario. Pero ahora, en un ejercicio retrospectivo, podemos notar que aquellos imaginarios nos adelantaban también los problemas contemporáneos respecto de las consecuencias del comportamiento moral, del “choque de civilizaciones” o del desarrollo tecnológico, respectivamente.
A partir de un continuum concatenado con estos imaginarios, la evitación de la catástrofe y sus posibles escenarios ulteriores, no sólo contornearon, sino que se hicieron inherentes, a las teorizaciones que proyectaron un lugar-otro, utópico, para el curso del mundo. De manera que se puede observar una constelación, donde con más o menos brillo desde la filosofía platónica hasta las teorías políticas contemporáneas, titilan o destellan indicaciones sobre cómo orientarnos para no realizar uno u otro mal absoluto en el mundo.
III
La imaginación de la caída en la fatalidad y en lo que hay después de ella, ha mostrado un cierto paralelismo con la utopía; pero a la inversa de ésta, que elaboraba detallados mecanismos de evasión de lo catastrófico: la imaginación distópica ha sido el campo que se ha abocado directamente a la especulación sobre el eskhathon y de lo que podría desprenderse a partir de él. Apartándose de la personificación del terror, la distopía se ubica en una problematización de las posibles configuraciones de mundo, ubicándose más allá de una posible transubstanciación del mal, en un espacio limítrofe que excede al del sujeto perverso (en algún Frankenstein, Drácula o Alien).
Anticipando sin tapujos lo que viene luego del advenimiento de lo catastrófico en los asuntos humanos, como un síntoma de extraña responsabilidad con el propio habitar en el mundo moderno y contemporáneo, la distopía ha sido entronizada, hoy por hoy, incluso en el estatus que ocupó la utopía: sobre todo después de la cancelación de la proyección del tiempo largo en la política y la elevación del “realismo capitalista” a un nivel axiomático. Es justamente bajo esta condición histórica, cuando la industria cultural contemporánea la ha contorneado en una modalidad del espectáculo, en donde la distopía ha permitido abrir tensos y sinceros debates en el seno de las masas espectadoras-expectantes, que no dudan en apostar aventuradas hipótesis sobre el devenir del mundo a partir de su carácter ficcional, lo cual hace cobrar pleno sentido a aquella constatación de Sloterdijk que cifra a la Modernidad como la época de la explicación más que de la revolución. Y, ya sea de una manera literaria o cinematográfica, las distopías contemporáneas portan consigo una hermenéutica de acceso amigable a las posibilidades anticipatorias, asumiendo así un devenir teleológico, incluso más digerible que la de los mensajes religiosos o políticos masivos (sobre todo aquellos que se sirven también de potenciales desgracias y apocalipsis variopintos para afirmar el sentido y cohesión de sus fieles y militantes). ¿No es acaso indicativo, el hecho de que una de las formas más extendidas de comprensión de la relación hacia la biotecnología sean las “leyes de la robótica” de un escritor de ciencia-ficción y distopías como Isaac Asimov, más que los debates bioéticos o algún corpus legislativo vigente?
IV
A pesar de asentarse mayoritariamente en un terreno ficcional, más que en la especulación filosófico-política, la distopía realiza movimientos homólogos a los del pensamiento contemporáneo, por lo cual permite un acceso a relevantes cuestiones fundamentales y contingentes. Su manifiesta inherencia anticipatoria, la lleva a configurar una cierta relación cotidiana con la temporalidad y la temporalización, pero también su mensaje tangencial respecto de la técnica, lo político y lo teológico, cobran el mismo nivel de importancia. De esta forma, es absolutamente posible configurar una co-implicancia de la distopía con latentes debates filosóficos contemporáneos, al considerar el factor que posibilita la imaginación en torno a la realización de un lugar-otro.
¿Qué proyectan Black Mirror o Evangelion, sino la radicalización de las cuestiones ontológicas descritas pacientemente por Heidegger sobre la anarquía implícita en la técnica moderna como realización de la metafísica y la problemática de sus protagonistas de franquear la barrera de la desatención existencial inherente a su “ser-en-el-mundo”, para poder subsanar aquel estado de la cuestión, devenido del utillaje y la totalización del “se” o el “uno”? ¿Qué nos exclaman V de Venganza, 1984, Un mundo feliz o Minority Report, sino el desbande de la cuestión política hacia un paradigma securitario, apoyado en un hiper control tecnológico-policíaco que mengua entre una mayor o menor militarización, teledirecciones o biopoderes; sino un desoimiento de lo político, donde resuenan los ecos de Arendt, Esposito o Nancy en cada una de las decisiones que destruyen la esfera pública y lo común, donde la complejidad de su restitución o de un nuevo comienzo implican una mayor dificultad que la aceptación de lo vigente? ¿Dónde está la fuente del poder que excede la institucionalidad político-militar del Consejo de Zion en Matrix o del Gobierno de Neo Tokio en Akira, sino en la figura mesiánica de Neo “El Elegido” o de la sombría continuidad y autonomía del “Proyecto Akira”, que emulando la doctrina del jurista Carl Schmitt, separan lo estatal de lo político y legitiman el poder decisional de una violencia fundante y autolegitimada que es investida e inscrita, en y por, una genealogía teológico-soberana a partir del ejercicio del dominio técnico-bélico?
V
Hay una metaforicidad sumamente explicativa en Donnie Darko, donde se puede aprehender la relación hacia la posibilidad de realización de un lugar-otro. A la existencia de un paralelismo de mundos, lo acompaña una comunicación a través de accesos dimensionales, los cuales sólo son atravesados por Frank, un adolescente disfrazado como un terrorífico conejo que entrega misiones al protagonista o bien, por el mismo Donnie Darko, quien tiene la posibilidad de avizorar en este mundo paralelo el destino de los eventos y las acciones que debe procurar para permitir el calce de ambas realidades, generando así una comprensión que permite la realización de un todo coherente. Esta metáfora relacional, sino sistémica de mundos paralelos y su comunicación (o contaminación) por medio de accesos bidimensionales, nos permite comprender exactamente la realización de la distopía en nuestra actualidad que, con una simple adecuación a eventos contingentes, nos presenta una correlación entre “nuestro” mundo y el “paralelo” universo distópico, desde el cual se nos manifiestan claros lineamientos a seguir para el advenimiento de una catástrofe y el desate de sus consecuencias posteriores.
¿Qué nos permiten avizorar hoy, los checkpoint israelíes, la crisis de inmigración siria o las jaulas para niños en la frontera estadounidense?, ¿Qué nos indican las constantes explosiones nucleares post-Chernóbil, de Fukushima en 2011, de Severodvinsk en 2019 o la reciente explosión de nitrato de amonio en Beirut? ¿Qué nos señalan las prolongadas revueltas masivas de Francia, Chile, Hong-Kong o Estados Unidos, frente a la indiferencia cuasi caricaturesca y la legitimidad meramente formal-institucional de las clases políticas nacionales y su reacción explicitada en la brutal represión policíaca y el permisivo actuar de los grupos civiles neofascistas?, ¿Estos elementos, no representan acaso un collage disgregado de elementos distópicos tal y como si Children of men, Joker o Akira fueran nuestro universo paralelo, como una realidad potencialmente extensible que ya se encuentra copando nuestro acá?
VI
A diferencia de la experiencia global del consumo, de la producción y del intercambio tardocapitalista, que ocultan tras la forma de la mercancía y el intercambio monetario (cada vez más informacional y menos físico) la mundialización implícita que los posibilita; la globalidad inevitable de la expansión de la pandemia del Covid-19 despeja esta relación de extrañamiento de lo global, dando paso a una comprensión fáctica de la unificación mundial en la que habitamos. Esto, sumado a la imposibilidad de trazar un límite a su duración, constatado en las permanentes prórrogas de cuarentenas y en los numerosos rebrotes donde estas son levantadas junto al aumento de la conciencia de incertidumbre respecto de la propia continuidad vital, ha provocado un encuentro cara a cara con la concretización de la distopía.
No hay ya una proyección distópica, sino una espacialización de la temporalidad o una temporalización del espaciamiento a partir de la distopía, que se da en un formato de tiempo-real: pero excediendo su propia condición telemática (tan requerida hoy por hoy). Se rebasa y desactiva así, la propia funcionalidad del paralelo universo distópico que operaba como exteriorización profética de anticipación respecto de un “por venir” o una realidad distante, que podía incluso visualizarse de manera diseminada en diferentes locaciones: propiciando, de esta manera, una caída directa en la distopía que, como una suerte de “clinamen trágico”, reconfigura el orden del sentido en torno a una irradiación incontenible y factual de la acontecimentalidad catastrófica.
Tal y como Theo Faron, el protagonista de Children of Men, nos encontramos en medio de un viaje forzado e intempestivo, exponiendo nuestros cuerpos al tiempo-real–distópico; donde sólo con “lo puesto” tuvimos que partir empecinadamente a la búsqueda de un desvencijado bote que eventualmente, permita a las nuevas vidas el encuentro con el barco “Mañana”; ante la mirada atónita de la frágil-fortaleza de una comunidad global de mortales que han imaginado de una manera bastante extraña, sólo futuros posibles.
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