Una de las razones por las cuales la película No de Pablo Larraín me dejó un gusto amargo fue esa extraña parábola donde, a pesar de todas las revueltas, de lo crudo de la dictadura, de los varios grupos que en la clandestinidad intentaron (la mayor parte de las veces fracasando rotundamente) desbaratar a la Junta militar a punta de balazo y dinamita, el fin de un proceso tan oscuro como violento se acababa con vítores y aplausos a un publicista extranjero que intentó sacar lo más naïf del chileno de los ‘80. Demás está decir que, pasada la larga resaca de los noventa, el desencanto que el arcoíris del No alumbrara con su estética kawaii, volvía a instalarse en la forma de una constatación cruel: no, las cosas no habían cambiado tanto. El 18 de octubre del 2019 –pienso ahora mientras revisito este texto de cara a un nuevo 11 de septiembre– fue quizá el ejemplo más claro de aquello: militares asesinos sueltos, una élite política que practica la gimnasia de rotarse escaños en el congreso o en los ministerios, entre otras millones de cosas que reventarían una úlcera. La aventura de Miguel Littin clandestino en Chile de García Márquez es un documento valioso en tanto permite acercarse a esa extraña cotidianeidad que se urdía en este país durante la dictadura. Márquez, por supuesto, se borra absolutamente de esta empresa y deja que la voz de Littin vaya perfilando los pormenores de un viaje en donde la muerte se encontraba en los ojos de un carabinero perspicaz o en los de algún sapo de la DINA. “Lo único que debía evitar era reírme”, dice Littin en las primeras páginas del libro, “pues mi risa es tan característica que me habría delatado a pesar del disfraz. Tanto, que el responsable de mi cambio me advirtió con todo el dramatismo de que fue capaz: «Si te ríes te mueres»”.
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El contexto es más o menos conocido: luego de diez años, Pinochet saca a la luz pública una lista de personas que pueden, bajo estricta vigilancia de la Junta, volver del exilio. Anexa a esa lista había otra con un número importante de personas non gratas. Littin, para su completa desgracia, se encontraba en la segunda.
Pero había que volver.
El costo: transformarse en otro. Despersonalizarse. Volver al país que te expulsó siendo un extranjero. “La transfiguración del cuerpo fue más fácil, pero exigió de mí un mayor esfuerzo mental. El cambio de cara era en esencia un asunto del maquillaje, pero el del cuerpo requería un entrenamiento psicológico específico y un mayor grado de concentración. Porque era allí donde tenía que asumir a fondo mi cambio de clase”. Mientras unos cuerpos eran torturados, Littin debe leer esa política de los cuerpos para ser una suerte de cuerpo-aceptable-para-el-nuevo-régimen. En este caso, y en un tono que a ratos es una parodia, imita a la perfección el perfil del país que se está construyendo: Littin performa a un extranjero que desea colocar sus inversiones en estos pagos. Encarna así al sujeto ideal para el gobierno de turno. En el régimen de la incertidumbre y la desconfianza, ingresa a Chile conociendo los códigos bajo los cuales se ha reconfigurado su país, para desde ese lugar siempre incierto, lanzarse a la arriesgada tarea de documentar el ocaso del proyecto de la Unidad Popular.
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“Unos 15.000 ejemplares del libro del escritor colombiano Gabriel García Márquez Miguel Littin: una aventura clandestina en Chile fueron quemados a finales del pasado mes de noviembre en Chile por «propagar doctrinas totalitarias y atacar a las Fuerzas Armadas»”. Según el periodista Arturo Navarro, representante en Santiago de Chile de la editorial colombiana Oveja Negra, la orden de incineración fue dada por el almirante Hernán Rivera Calderón. Otro libro quemado fue el titulado Proceso a la izquierda, de Teodoro Pettkoff, ex candidato presidencial de Venezuela» (El País, 25 de enero de 1987).
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“La cultura consumista y lúdica que transfiguró Las Vegas hace casi treinta años gana cada día nuevo terreno en nuestra relación cotidiana con la ciudad, allá donde vivamos: París, El Cabo, Tokio, Sao Paulo, Moscú. Todos somos habitantes de Las Vegas” dice Bruce Bégout en Zerópolis. Su diagnóstico, lapidario aunque no por eso menos acertado, permite leer el desconcierto al que Littin se enfrenta luego de llegar al Santiago de la dictadura: “En efecto, el acceso al antiguo aeropuerto Los Cerrillos era una carretera antigua a través de tugurios industriales y barriadas pobres, que sufrieron una represión sangrienta durante el golpe militar. El acceso al actual aeropuerto internacional, en cambio, es una autopista iluminada como en los países mejor desarrollados del mundo, y esto era un mal principio para alguien como yo, que no sólo estaba convencido de la maldad de la dictadura, sino que necesitaba ver fracasos en la calle, en la vida diaria, en los hábitos de la gente, para filmarlos y divulgarlos por el mundo”.
Mientras Littin busca la pornomiseria para despertar el repudio de la comunidad internacional, el panorama se le presenta de forma perturbadoramente contraria: un país limpio, en absoluto orden. Littin peca de ingenuo. Santiago se estaba transformando en una ciudad abierta a los nuevos flujos: el capitalismo posindustrial, la apertura del mercado inmobiliario, la construcción de una imagen país ad hoc con determinados estándares internacionales. Si la UP buscó bosquejar una imagen de un Chile que avanzaba con obreros y campesinos organizados, Pinochet y su tropa apostaron todas sus cartas por organizar una nueva cartografía que operase como asepsia del relato construido con la clase trabajadora.
Ese relato ordenador, donde la ciudad limpia, sin afiches, sin grafitis, sin protestas, llena de publicidad transnacional y transitada exclusivamente para ir al trabajo; la ciudad, digamos, como dispositivo que permite la existencia de un modo de organizar la economía; esa ciudad y ese relato, estamos-mejor-ahora-que-antes, fetichizado en el sentido que entendió Marx la fetichización de la mercancía, es al que Littin se enfrenta, sorprendido y todavía ordenando el modo de afrontar ese significante vacío que se le ofrecía con toda su seducción1.
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“Aproximadamente un mes más tarde llegó al Aeropuerto de Santiago una caja que venía directamente de la fábrica Kódak (Rochester) que la aduana dejó entrar porque no significaba ningún coste para el Estado. Chris Marker reunió los recursos en Europa y realizó el pedido directamente a la fábrica de Estados Unidos. La caja contenía 43 mil pies de película (aproximadamente 14 horas) en 16 mm y blanco y negro, más 134 cintas magnéticas para Nagra”. La anécdota es de Patricio Guzmán y nos permite en parte entender lo complejo que era, ya para principios de la década del ‘70, llevar a cabo una filmación. En este caso, la anécdota remite al famoso documental La batalla de Chile, posible gracias a la ayuda de un Chris Marker tan comprometido como enigmático. Littín, por su parte, despliega una estrategia digna de un film noir: dada las estrictas normas de seguridad, la única forma de conseguir imágenes de Chile era coordinar a tres equipos extranjeros para que hicieran su ingreso legal al país a filmar documentales de otra índole. El cine, sabemos, es un trabajo orquestal en donde el montaje es finalmente el que dota de sentido a las imágenes recopiladas: la yuxtaposición es la que construye el discurso y Littín lo sabe a la perfección. Mientras el equipo de la televisión Italiana registra la gris tesitura de Santiago, el cineasta se mueve entre los círculos clandestinos para ir conociendo la opinión de aquellos que se vieron obligados a esa otra forma de exilio, probablemente la peor: el exilio interno. Pequeñas células de resistencia que irían tejiendo lentamente la rabia que estallaría el año 1986, para muchos el año en que el hastío fue más grande que el miedo.
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¿Dónde está García Márquez en todo esto? ¿es sencillamente, tomando el rol que Littin asume a la hora de ensamblar las imágenes de ese Chile grisáceo, el montajista de un relato ajeno? “Cuando Miguel Littin me contó en Madrid lo que había hecho, y cómo lo había hecho, pensé que detrás de su película había otra película sin hacer que corría el riesgo de quedarse inédita” dice García Márquez en el prefacio del libro. La crónica como el backstage de un hombre que debe transformarse en otro para volver a su país de origen, cuidar cada gesto con minuciosidad de relojero porque en esas estrategias del cuerpo está el límite entre la vida y la muerte. “El estilo del texto final es mío, desde luego, pues la voz de un escritor no es intercambiable, y menos cuando ha tenido que comprimir casi seiscientas páginas en menos de ciento cincuenta”. Cualquier persona que haya trabajado transcribiendo entrevistas sabe que hay sutilezas que el texto escrito a veces no puede captar con fidelidad: la prosodia, los silencios, el cambio de respiración, la forma en que la mirada traza el ánimo del relator. García Márquez, en este caso, opera como traductor de Littin, mientras que Littin –la memoria, sabemos, está llena de imprecisiones– intenta traducir su propia experiencia, su paseo por el horror, en una experiencia susceptible de ser colocada en palabras. La síntesis, la compresión y organización temática es, en esta crónica, el trabajo de arquitectura que García Márquez ejecuta con precisión periodística y hasta, si cabe la expresión, sociológica. El relato oral, que suele carecer de sentido claro, estar lleno de tropiezos, acá es diseccionado para construir pequeñas parcelas que le entregan al lector una sensación de continuidad, una cronología que sintetice el caos informe que es la vida misma.
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El resultado de esa aventura de persecuciones y paranoia, con un Littin que a ratos parece estar protagonizando un remake de Le Samouraï Jean-Pierre Melville en clave thriller político, es Acta de Chile, una serie de tres documentales que, por un lado, va narrando los tropiezos de una memoria que intenta infructuosamente solapar la vieja imagen del país que se dejó, mientras que recopila los testimonios de diversos personajes que, a diferencia de No de Larraín, fueron los artífices de la caída del régimen: abogados de la Vicaría, dirigentes sociales, incluso criaturas nefastas como Andrés Zaldívar aparecen allí dando cuenta del Horror que se instaló diez años antes. Ese documental es, en la expresión del cineasta, la larga cola para el burro Pinochet. En este caso, una cola de siete mil metros de cinta.
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Notas:
- A propósito de esto, sugiero la lectura de este artículo de Rodrigo Arroyo, «Imágenes ante el vacío»: http://letras.mysite.com/rarr290620.html