Yo, que me siento apestada de la democracia -del rito solitario de la urna, con su extraña disposición de confesionario- nunca vi expresión más democrática que la del domingo, desde que nací. El plebiscito del 25 de octubre fue histórico por razones que superan ampliamente el resultado. Y vale la pena mencionarlas, de la misma forma que no debe dejar de señalarse el peligro del abismo que se cierne a la orilla. Pero como también merecemos ser felices, partamos por lo positivo.
El plebiscito constituyente no sólo arrojó un resultado terminal para el pinochetismo, sino que éste fue demoledor. Contra viento y marea; en medio de una pandemia descontrolada, un Estado de Emergencia constitucional indefinido, represión estatal cuyo saldo no deja de engrosar la lista de muertos, mutilados y población carcelaria. Amenazas de elevadas multas para los contagiados por Covid y 17 mil personas muertas en lo que va del año. Por si fuera poco, el sólo recuerdo de cómo se gestó el agraz “Acuerdo de Paz” bastaba para que una porción importante desconfiara del proceso. Y bueno, este es un país en que todo da para desconfiar.
El número de votantes del último sufragio fue el más alto desde el fin de la dictadura, específicamente desde que se instauró el carácter voluntario del proceso. No era que la gente no supiera jugar a la política o a la democracia; es que no había democracia. En elecciones donde las opciones eran entre el malo o el peor, el pueblo transitó por la desidia de la desesperanza. Pero las opciones de este comicio no aludían a nombres, personalidades, ni menos partidos: apuntaba a un cambio estructural, a los cimientos del sistema; al documento que sella la continuidad de la dictadura hasta la actualidad, al rayado de cancha que nos dejó el ideólogo Jaime Guzmán.
Constitucionalmente, la política le fue arrebatada a las personas, quienes no tenían forma de construir ni aportar en el juego político. La Constitución del ochenta fue una forma de secuestrar al país. La Concertación por su parte reforzó los muros de esa cárcel. El neoliberalismo hizo su magia, y así fue como pasaron 30 años donde nos convencieron de la imposibilidad de cambiar algo que, lamentablemente, funcionaba; particularmente sostenido por el acceso mediante el consumo. O dicho de otro modo, a través del crédito como ficción de igualdad.
La sorpresa de la revuelta de octubre abre el relato de un país en donde casi nadie estaba conforme pero no se atrevía a comprobarlo. Los números del plebiscito del 25 lo confirman, además de delimitar las tres comunas en que habitan los ilusionistas que nos tenían secuestrados. Un ínfimo país arrinconado en los faldeos cordilleranos que sometió durante tres décadas a todo el resto del territorio a aceptar crudamente las reglas que consentía tan sólo el 20% del electorado nacional. Los resultados nos hacen llorar; de rabia, de indignación, de pena.
De todas formas, a pesar del robusto resultado y de las imágenes imborrables que incluso no pudieron esquivar los medios de comunicación como El Mercurio, no podemos dar por sentado el proceso despinochetizador que está en curso. Sin duda este es un momento crítico y álgido de ese proceso; pero hay que seguir ahondando en la extirpación de ese legado. Esta tarea no puede llevarse a cabo sin memoria y justicia, tanto por las huellas de la dictadura como por las continuidades de esa violencia y sus saldos. No permitamos que la sangre que ha corrido sea en vano.
Las comunas donde más ganó el Apruebo son aquellas zonas de sacrificio medioambiental; gente que no tenía ni agua para beber, mientras arriba de Plaza Italia nos querían convencer de que vivíamos en un oasis. La revelación de esa anomalía nos hace también llorar de júbilo: verlos a ellos, los criminales de siempre, humillados y derrotados. Nunca lo olvidaremos.
Resulta prodigiosa la cadena de metáforas que ha suscitado esa frase de Piñera que nos asigna el lugar de un oasis. En ella estaba contenido el carácter minoritario de la prosperidad del país que, tanto hoy como en los momentos previos de nuestra historia, siempre fue un botín fuertemente resguardado por el cerco político del privilegio de clase (tal y como se cercan los fundos contra las percibidas amenazas de la barbarie). Sin quererlo, ahora esa imagen convocada por el presidente-reo nos sugiere también el espejismo del alcance de las ideas de la derecha. Tan fuerte fue esa ilusión en medio del desierto neoliberal que nos llegamos a convencer, como en un síndrome de Estocolmo, de que en realidad éramos un país conservador y moderado. Pero las diferencias de clase han vuelto a la palestra de tal forma, que le será incómodo al cuiquerío de esta fértil provincia y señalada, camuflarse bajo un falso universalismo.
Claramente, no nos iban a preguntar nuestro parecer jamás; hubo que tomarse la calle, quemarlo todo, para obtener apenas la posibilidad de un plebiscito dudoso. Ésa es la lección; la calle no se suelta más. Ésa es la cancha donde se atajan los goles, y tenemos que hacerlo nosotrxs. Con organización, con determinación, como sea. La calle logró lo que en 210 años de historia republicana no se había conseguido: lo más parecido que se ha tenido a un proceso constituyente. ¿Cuánto más podríamos lograr? Por el momento, la lista de pendientes no para. Tenemos que meter a Sebastián Piñera a la cárcel, y liberar a lxs presxs políticxs. Aguantar las náuseas ante el desfile de los oportunistas que se postulan a constituyentes, asomados como ratas desde los resquicios de una clase política podrida. Conseguir que el optimismo nos dé nuevos bríos para seguir adelante, porque si soltamos la pelea con el plebiscito, los derrotados seremos, de nuevo, nosotrxs.
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