*Foto de pieza bordada que es parte del llamado del colectivo Bordadoras en Resistencia para crear un lienzo colectivo por lxs presxs políticos.
La prisión política en Chile es un doloroso e impune hecho. Un hecho que hemos podido constatar no solo durante el régimen dictatorial, sino que a lo largo de las tres décadas de “transición”. Un ejemplo claro ha sido el caso de las y los presos mapuche, pueblo históricamente excluido y perseguido por defender su cultura de arraigo a la mapu (tierra), en directa contradicción con el sistema económico imperante. A esta situación se suman muchas otras recientes violaciones a los derechos humanos. Según señala el Instituto de Derechos Humanos de Chile (INDH), “más de 11.300 personas fueron detenidas y 2.500 encarceladas en Chile durante el estallido social entre octubre de 2019 y marzo de 2020”.
Los procesos judiciales de l@s pres@s de la revuelta se han caracterizado por excesivas irregularidades. Pruebas ilegales y manipulación de evidencia, cuando no derechamente burdos montajes, medidas cautelares excesivas e intromisión del poder ejecutivo. No olvidemos que, en el llamado caso de los presos de la primera línea, habiendo dictaminado el Juez Daniel Urrutia la sustitución de la prisión preventiva por la cautelar de prisión domiciliaria total, en el entendido de que estos jóvenes, incluidos menores de edad, no representaban un peligro para la sociedad, fue el gobierno quien exigió su prisión preventiva. La Corte de Apelaciones no sólo revirtió la sentencia del juez, sino que también lo suspendió y apartó de sus labores. En todo este proceso el gobierno ha violado el estado de derecho y su principio de separación de los poderes del Estado, sin contar diversos tratados internacionales de derechos humanos.
Este mismo gobierno, acusado por diversos informes internacionales de violaciones sistemáticas a los derechos humanos, ha negado la existencia de pres@s polític@s. Señalan que l@s encarcelad@s están pres@s a causa de los delitos cometidos, y no por sus ideas. Lo cierto es que quienes están pres@s lo están por manifestarse en contra del modelo político y económico imperante, y que la prisión ha tenido un uso político por parte del gobierno de manera de contener la protesta social que de forma masiva sacó al pueblo de Chile a las calles.
La aplicación de medidas cautelares excesivas es un ejemplo fehaciente del modo en que opera la violencia que busca preservar e instaurar el derecho capitalista. Junto a la aplicación arbitraria y discriminatoria de la ley, el gobierno forjó una estrategia de criminalización de la protesta para encauzar la fuerza del movimiento social en un marco institucional. Es así como, en los días más álgidos de protestas y brutal represión, los partidos del orden firman un “Acuerdo por la Paz y la nueva Constitución”, en el cual se impusieron una serie de limitantes al proceso constituyente (quórum supramayoritario, privilegios para los militantes de partidos en desmedro de la participación ciudadana, entre otros), al mismo tiempo que se aprobó la llamada ley “anticapucha”. En el contexto de la firma del acuerdo “por la Paz”, donde se mantuvieron en la impunidad las violaciones a los derechos humanos de l@s luchador@s sociales, no sólo se legislaron nuevas leyes que buscaban criminalizar la protesta, sino que además se invocó la Ley de Seguridad del Estado contra personas que no representaban ninguna amenaza contra la seguridad del país; tal es el caso de Roberto Campos, profesor que pateó un torniquete ya destruido y fue apresado y puesto en prisión preventiva por 56 días.
La violencia que se da en la revuelta, en el marco de protestas masivas en contra de un modelo de desigualdad e injusticia, es totalmente distinta a la violencia que se ejercen en la configuración de los marcos institucionales, y aún más distinta al terrorismo de estado. “Estamos en Guerra”, es una frase que denota el inicio de una serie de políticas en búsqueda de causar terror en la población o, dicho de otra forma, terrorismo de estado. Lo mismo los homicidios y mutilaciones a manos de Carabineros. Lo mismo la ley “anticapucha”.
La cotidianidad popular está marcada por una violencia sistémica que perpetúan las leyes y el poder judicial, con un marcado carácter de clase. Sea un “perdonazo”, clases de ética, intentos de homicidio por parte de las fuerzas policiales, o cualquier otro tipo de manifestación de abuso de poder. Debido al carácter estructural de esta violencia, aun cuando las personas encargadas de los puestos de poder roten, no vemos mayor cambio. Ninguna diferencia hubo entre Soto y Rozas, y nada nos dice que el nuevo designado director general de Carabineros sea distinto. Y con justa razón.
Tenemos una visión crítica acerca de la forma en la que opera el Estado, como también sobre muchos contenidos que establecen sus cuerpos legales. Nos parece que el proceso constituyente hace indispensable la necesidad de establecer como fundamento de la ley ciertos principios morales relativos a la dignidad y derechos de las personas. Reconocemos la necesidad de que las instituciones del estado aseguren garantías para la buena vida, en un marco de respeto de los derechos humanos. El rol del estado debe ser entonces el de velar por el bien común y el cuidado de quienes conforman nuestra sociedad con severas desigualdades e injusticias y no la defensa corporativa de los poderes económicos de una élite.
Si bien criticamos la forma bajo la cual se dio el acuerdo por la Paz y la Nueva constitución, firmado a puertas cerradas por políticos de turno, mientras las fuerzas del orden reprimían, reconocemos el proceso constituyente como un terreno de disputa importante para el campo social. Como dice Larsen en su lectura de Walter Benjamin “el dogma fundamental de la jurisprudencia asume la justificación entre medios y fines. Asume que la justicia depende del equilibrio entre los bienes jurídicos que se intentan proteger, y los mecanismos para esto”[1]. La constitución determina precisamente cómo operará la creación macropolítica de los mecanismos jurídicos que determinan la sociedad. La lucha sigue siendo nuestra si logramos ponernos de acuerdo bajo qué forma operará dicho balance, y qué es específicamente aquello que debe estar constitucionalmente protegido y garantizado.
Sin embargo, a pesar de la importancia que adquiere la posibilidad de poner fin a la constitución dictatorial, consideramos que no es posible seguir plenamente con el proceso constitucional olvidándonos de nuestr@s pres@s politic@s. Son ell@s parte fundamental de la fuerza social que abrió este campo de disputa contra el modelo, y hoy están siendo injustamente privad@s de su libertad por tal atrevimiento. Son personas tales como cualquiera de l@s que salimos a expresar nuestro descontento y bajo ningún caso deben ser tratados como sacrificios para el progreso de Chile. De nosotr@s depende que no lo sean. Como dicen las organizaciones que exigen su libertad: “ell@s salieron a la calle a luchar por tod@s nosotr@s, Ahora nos toca a nosotr@s luchar por ell@s”. Tampoco hay que olvidar la sabiduría de nuestr@s estudiantes secundari@s, quienes sin temor evadieron el pasaje del metro, marcando el inicio del despertar de toda la población. Paradójicamente, quienes comenzaron todo no podrán formar parte formal de la elaboración de la nueva constitución.
El futuro de la lucha por la dignidad se relaciona con la fuerza política que tengamos para revertir la situación de nuestr@s pres@s polític@s, y que tengamos la suficiente capacidad territorial para la escucha de las demandas de l@s jóvenes secundari@s de Chile. El trabajo político no debe ser sólo por la “gran política pública”, ni sólo darse en las acciones micropolíticas. Deben ser ambas dimensiones, y de forma conjunta. Quizás así podamos crear un nuevo Chile sobre las cáscaras del viejo.
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