Esta es Nueva Sudamérica. Sin playas caribeñas ni selvas aromáticas, todo es un resplandeciente asfalto de aceite humano manchado; adoquines y baldosas resquebrajadas brillan bajo la luminosidad gris de un día de verano nublado. Las palomas picotean ansiosamente esqueletos de pollos a las brasas, dejados con descuido por cholas y cholos que acostumbran almorzar de pie en las calles, a la rápida, en corros risueños o ebrios o peleándose a la orilla de una más que cancerígena catedral. Algún rayado urbano apunta en el muro de la catedral “AQUÍ SE VIOLA” y ese rayado parece ser una síntesis de toda la ciudad, un maquillaje permanente que se aprieta contra su mirada ingenua y navideña. En esta ciudad de Nueva Sudamérica, no hay subsidio habitacional para un pesebre donde nazca algún otro Cristo miserable. Ni las europeas ni los europeos del siglo XVI eran blancas o blancos: hay que olvidar un pasado falso de caucásicas abuelas e hispanos ancestros, porque quienes no eran soldados aventureros y quienes no eran aristócratas monarquistas, eran campesinas y campesinos árabes, agitanadxs, askenazis, sefaradíes, perseguidas y perseguidos por la Inquisición y la catedral que viola.
Todas somos cholas, indias y hasta las afrodescendientes escupen sin amor el chicle mascao sobre la acera en la que solo crecen hongos y parásitos. Los hombres se pasean vestidos con total desazón y en sus rostros horribles se enmascaran los privilegios de género bajo sendas poncheras de explotados y marginales, poderosos en casa y gobernados por alguna esposa de carácter que les parte el “mate” con algún palo de vez en cuando o eso dicen cuando lloriquean mientras se pasan la cerveza desvanecida de boca en boca.
Hay varias mujeres que llevan los vientres al aire con enormes cicatrices llenas de queloides, porque para ser bellas y hacerse la cirugía estética de moda hay que tener dinero. Para comer, dinero. Para tener salud, dinero. Para ser infelices, dinero; para sonreír sin crédito de consumo, dinero. Para soportar o no soportar al marido inútil, dinero. También hay que tener culpa, sensación de criminal y castigo. Dinero y pecado. Dinero y malestar. Dinero y cicatrices de guaguas aborrecibles o amadas. Nueva Sudamérica se odia y se ama; se destruye y se construye a través de disidencias sexuales, mujeres y hombres que se atormentan o que gozan o que simplemente viven rompiendo constantemente yugos que las clases dominantes quieren ponernos sobre los cuellos como a bueyes.
“Dicen que de niño convulsionaba”, le cuenta con tono melodioso y salsero un muchacho a una joven, mientras un vagabundo sigue la senda de la emancipación de la calle, de las perras de la calle.
Hay un tipo que mira con recelo mientras mastica algún tamal o quizás una arepa o hasta un falafel o una empanada frita con la boca entreabierta y bebe algo lechoso que ha perdido su nombre en la babel enorme que es Nueva Sudamérica.
Nueva Sudamérica, gloria y paraíso de una pandemia que agoniza lentamente bajo la promesa de vacuna para las fuerzas armadas, porque es necesario mantener inmunes a quienes reparten las balas que nos regalan como sermón correctivo los padres siempre benditos de corrupción de la patria liberal. Dios te salve virgen Nueva Sudamérica tan violada que en pleno verano se cae el cielo a pedazos, violento y violeta, de tumores y moretones por cada Golpe recibido. El eclipse reciente mostró su rostro de altar de sacrificio en el que la sacerdote arcaica se arranca una vez el corazón de obsidiana o de pehuén, mientras todas bailamos al ritmo gitano de la revuelta incendiaria que nos devuelva la hechicería, la tierra, el viento, el fuego, el agua y el alma. Esta es Nueva Sudamérica siempre rebelde, inagotable, risueña y depresiva. Nueva Sudamérica, al borde del planeta, se revoluciona para recuperar el sol, la luna y la selva. Nueva Sudamérica, de nueva nada, llena de vida y estrías; al filo del funeral, de otra dictadura y de la revolución total.
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