Sin tener mayor conocimiento de la cartelera, llegué a Nomadland por la participación de Frances McDormand, que la amo desde que la vi quemar la estación de policía en Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, tres años antes del Minneapolizaso. Es una road movie, en la que el viaje no tiene un principio ni un final; muestra el origen de la vida nómade de una estadounidense promedio, a quien las sistemáticas crisis económicas la van dejando al margen del american way of life, en franca decadencia. Todo comienza con la debacle; Fern, la protagonista, ha perdido todo y su único objetivo es resistir la caída del modelo fordista en donde había vivido y formado sus recuerdos con su esposo ya fallecido. La mina de vulcanita que sostenía su pueblo, Empire, se cerró y la ciudad fue abandonada. De vivir al alero de los beneficios de la industria proveedora, Fern es ahora una especie de white trash obligada a deambular por el país, rastrojeando las efímeras oportunidades laborales de temporada que ofrece el modelo neoliberal.
En la lucha por la sobreviviencia y la depresión del desarraigo, el viaje de Fern es también un viaje personal. La resolución por dejar de resistirse a la marginalización, y más bien encararla como una forma de vida alternativa, nunca culmina en lo que podría ser un falso optimismo de que las cosas pudiesen volver a ser como antes. Los aprendizajes que adquiere la protagonista, acompañados de personas que llegan y se van por carreteras desiertas, en el fondo la fortalecen para enfrentar una soledad a cambio de un desamparo. Y me parece que ahí reside una de las cosas más bonitas de la propuesta.
Me declaro bastante ignorante del cine gringo; la falta de genuinidad de esas historias en que el indigente termina siendo un exitoso corredor de bolsa, por estas latitudes siempre suenan absurdas. Para qué mencionar las representaciones de la clase trabajadora blanca, viviendo en casas de 100 mts2 con patio y antejardín (todo bien con Malcolm, pero ¿en serio ellos eran pobres?). Tal vez nací demasiado lejos del imperio, como para que me suenen a cuentos de hadas. Sea reales o no, en esta historia, que empieza justamente con el fin de la ciudad de Empire, son blancos de mediana y tercera edad expulsados del sistema, que encuentran en la vida nómade y el desarraigo un espacio para habitar. “Da gracias que eres estadounidense, y puedes ir donde quieras”, dice una mujer. Ese privilegio es el único que pueden invocar, ya que ni la jubilación de toda una vida de trabajo les queda. Sin victimizaciones, en el nomadismo los personajes encuentran la dignidad que necesitan para terminar sus vidas. Y encuentran también la libertad, pagándola con autonomía.
Es una película de atmósfera oscura, ritmo lento, con mucho paisaje natural y desértico que propone una introspección que puede resultar muy melancólica. Las historias de vida de los personajes que acompañan el viaje de Fern, son de personas que vienen de vuelta, por lo que siempre acarrean la nostalgia de lo perdido. Se nota en la ausencia de energía juvenil, que sólo aparece en pequeños pasajes para diferenciar el viaje que realizan los viejos nómades; son los que optan por rechazar o huir de un sistema que no les satisface, mientras que los sujetos protagónicos lo hacen porque han sido expulsados. Sin embargo, en esos márgenes existe espacio para la solidaridad. Es la única salvación a la debacle. Lo dice Bob Wells, que hace de sí mismo como coordinador de talleres de introducción a la vida nómade: “es como el Titanic que se está hundiendo: estoy sacando los botes, y tratando de meter a toda la gente que pueda adentro”.
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