La familia de Jovenel Moïse merece justicia por su horrible asesinato. Lo mismo merecen todas las familias haitianas que sufrieron durante su gobierno.
Durante los últimos momentos de su vida el presidente haitiano, Jovenel Moïse, estuvo tan abandonado y desprotegido como los ciudadanos más vulnerables de Haití. En horas de la madrugada del 7 de julio, Moïse fue asesinado a balazos en el dormitorio de su casa en las colinas de Puerto Príncipe. Según las autoridades haitianas, lo asesinó una banda de mercenarios extranjeros, entre los que se contaban dos haitiano-estadounidenses y veintiséis colombianos, reclutados por un pastor haitiano afincado en Florida que conspiraba para sustituir a Moïse en la presidencia. Al parecer, los asaltantes accedieron a la residencia de Moïse declarando que formaban parte de una operación de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA). (Un vocero del Departamento de Estado rechazó cualquier participación de la DEA, aunque más tarde se supo que uno de los haitiano-estadounidenses había sido informante de la agencia. La DEA señaló que no actuó en su nombre.) No se reportaron heridos entre los miembros de la guardia presidencial, conocida como la Unidad General de Seguridad del Palacio Nacional, ni entre otros agentes de seguridad que se supone estaban ahí para defender el lugar. Aparte de Moïse, solo su esposa, Martine, resultó herida en el ataque. Actualmente, se está recuperando de las heridas de bala en un hospital del sur de la Florida.
Moïse llegó al poder tras unas polémicas elecciones que se realizaron en dos vueltas, en 2015 y 2016, y en las que participó muy poca gente. En un país con once millones de habitantes, recibió solo alrededor de seiscientos mil votos. Su gobierno estuvo marcado por protestas anticorrupción a nivel nacional, debido a la malversación y el desvío de fondos del programa para adquirir petróleo desde Venezuela, llamado Petrocaribe. Se cuestiona incluso la duración de su mandato presidencial. Moïse no celebró elecciones legislativas en 2019, por lo que el parlamento fue disuelto a principios de 2020, y comenzó a gobernar por decreto. Él creía que la versión actual de la constitución hacía ingobernable a Haití, y quería reformar sus estatutos a través de un plebiscito tremendamente impopular, el que fue aplazado en junio y reprogramado para septiembre, de modo que coincidiera con las elecciones presidenciales y legislativas. La nueva constitución entregaría más poderes a la presidencia y eliminaría la prohibición actual de ir a la reelección, la que constituye una de las más importantes salvaguardas del país contra la dictadura.
Antes de ser elegido por su predecesor, Michel Martelly, Moïse era un desconocido para la mayor parte de los haitianos. Martelly, el cantante de konpa conocido como Sweet Micky, había llegado al poder en 2011 en otro proceso electoral fraudulento. En esa época Moïse era un exportador de plátanos (era conocido por el apodo Nèg Bannann, el Hombre Plátano) y lo promocionaron como un emprendedor rural surgido de la nada, ajeno a la clase política haitiana. Sin embargo Agritans, la empresa bananera de Moïse, recibió millones de dólares del gobierno de Martelly, fondos que, según el Tribunal Superior de Cuentas y Contencioso Administrativo de Haití, estaban entre los malversados de Petrocaribe (un abogado que representa a Agritans ha negado las acusaciones).
En mayo de 2017 el presidente Moïse lanzó la iniciativa Caravana del Cambio, la que presentó como su programa estrella. La caravana –un convoy de trabajadores y una flota de maquinaria y materiales de construcción– iba a viajar por todo el país para entregar electricidad, construir carreteras, colegios y hospitales y aumentar la producción agrícola para reducir la inseguridad alimentaria. Pero el programa fue dirigido como un proyecto personal del presidente, con un presupuesto poco transparente y escasos resultados reales. El año pasado, el periodista Snayder Pierre Louis visitó el emplazamiento inaugural de la caravana, en el valle de Artibonite, considerado “el granero de Haití”. El presidente había prometido construir varios kilómetros de carreteras y canales de irrigación para que los campesinos de la zona pudieran producir más comida para ayudar a alimentar al resto del país. En la práctica, los canales mal mantenidos llevaron a que la tierra se secara y fuera menos cultivable, aumentando la falta de cultivos. Pierre Louis escribió: “Tres años después del inicio del proyecto el rastro de las promesas incumplidas es dolorosamente reconocible a simple vista”. Jacques Sauveur Jean, quien fuera senador del Partido Tèt Kale (Cabeza Calva) de Moïse, le dijo a Pierre Louis que la Caravana del Cambio era “una de las fuentes de corrupción más significativas en Haití”.
El valle de Artibonite es una de las muchas zonas del país que durante el mandato de Moïse fueron tomadas por bandas criminales fuertemente armadas. Hay cerca de un centenar de bandas activas en Haití. Según Pierre Espérance, director ejecutivo de la Red Nacional de Defensa de los Derechos Humanos de Haití, las bandas controlan más de la mitad del país. Las guerras territoriales, los asesinatos, las violaciones y los secuestros han provocado recientemente el desplazamiento de más de dieciocho mil personas. Algunas duermen en parques públicos para refugiarse mientras otras se amontonan en iglesias y gimnasios, incluso en un contexto en que los casos de coronavirus siguen aumentando. Mientras Moïse estuvo en el poder las bandas realizaron trece masacres en barrios pobres de la oposición. La Clínica Internacional de Derechos Humanos en la Escuela de Derecho de la Universidad de Harvard y el Observatorio Haitiano de Crímenes contra la Humanidad han estudiado tres de estas masacres y las han definido como crímenes contra la humanidad.
Muchas de estas masacres ocurrieron en Bel Air, el distrito más antiguo de Puerto Príncipe, al que mi familia migró en los años cuarenta, proveniente de las montañas de Léogâne. Yo viví con mis tíos en Bel Air durante ocho años, desde que tuve cuatro, y seguí visitándolos ahí después de que me mudé a los Estados Unidos. Mi tío era pastor y en Bel Air había fundado una iglesia, una escuela y, durante un breve tiempo, una clínica. Pero se vio obligado a huir del barrio en 2004, a los ochenta y un años de edad, luego de que soldados de la Misión de Estabilización de Haití de las Naciones Unidas y de la policía antidisturbios haitiana se subieran al techo de su iglesia y asesinaran a algunos de sus vecinos durante una de sus redadas mortales contra hombres jóvenes, algunos miembros de bandas y otros no.
Hace un año, nueve de las bandas más poderosas de Puerto Príncipe formaron una federación llamada Familia y Aliados G9. Dirigida por un ex oficial de policía llamado Jimmy (Barbecue) Chérizier, la G9 hace poco se rebautizó como fuerza revolucionaria. He observado la evolución de estos grupos a lo largo de los años y espero que, sea cual sea la versión de Haití que surja tras la muerte de Moïse, esta ofrezca mejores oportunidades a los jóvenes pobres y socialmente marginados que trabajar como cuerpos y armas de alquiler para los líderes de las bandas, los políticos, los empresarios, los oligarcas y las nefastas fuerzas internacionales, todos los cuales los consideran, en última instancia, desechables, una condición que aparentemente compartían con el difunto presidente.
Una semana antes del asesinato de Moïse había ocurrido otra masacre en Puerto Príncipe. Por lo menos quince personas fueron asesinadas, entre ellas Diego Charles, un periodista radial, y Antoinette Duclaire, una crítica declarada del gobierno. Con apenas treinta y tres años Duclaire era parte de una generación de jóvenes activistas, conocidos como los Petrochallengers (los que impugnan la estafa petrolera), quienes demandan fervientemente que las soluciones a los problemas del país sean lideradas por haitianos. Al principio de esta semana, hablé por WhatsApp con Vélina Elysée Charlier, compañera de Duclaire en Petrochallenger y miembro del grupo anticorrupción Nou Pap Dòmi. Ella me dijo que ve el asesinato de Moïse como una negación de la responsabilidad del gobierno. Me dijo: “A los haitianos nos han robado el derecho a encontrar justicia y hacer el duelo. Jovenel fue silenciado. Nunca podrá responder por Petrocaribe ni las muchas masacres. Este es un gran golpe a nuestra lucha contra la corrupción y la impunidad”.
Actualmente encabeza el gobierno haitiano Claude Joseph, que era Primer Ministro interino al momento de la muerte de Moïse. Pero hay otros compitiendo por el poder. Dos días antes de ser asesinado Moïse había decidido reemplazar a Joseph por Ariel Henry, un neurocirujano y ex ministro del interior, quien ahora señala que debiera estar a cargo del gobierno1. Joseph Lambert, el líder del Senado –uno de los pocos funcionarios electos que quedan en el país– logró que sus colegas respaldaran un plan para que él asuma la presidencia. (La semana pasada un vocero del gobierno de Biden llamó a Claude Joseph el líder “incumbente”. Desde entonces, Estados Unidos ha enviado delegados para trabajar con todas las partes en la negociación de un acuerdo).
Mientras tanto Joseph ha prometido que Moïse y su familia tendrán justicia. Cuando se trata de investigaciones criminales, los haitianos están acostumbrados a escuchar el mismo mantra de los funcionarios: L’enquête se poursuit, o la investigación continúa. (Luego de la masacre que mató a Duclaire y su colega Charles, Jacques Desrosiers, el líder de la Asociación de Periodistas Haitianos dijo que, “Como siempre, las autoridades judiciales van a anunciar investigaciones que no llevan a ninguna parte. Estamos acostumbrados a eso”.) En el caso de Moïse, Joseph y el jefe de la policía nacional haitiana, León Charles, han actuado con una rapidez sin precedentes. Joseph declaró un estado de sitio de quince días en el país, similar a un estado de ley marcial. Las autoridades lanzaron una cacería internacional y, en menos de veinticuatro horas, mataron o detuvieron a asesinos profesionales altamente capacitados, haciéndolos desfilar ante las cámaras para que todo el mundo los viera. También arrestaron al supuesto cerebro de toda la operación, un pastor de sesenta y tres años que alguna vez se declaró en quiebra, pero que ahora aparentemente vuela en aviones privados con un pequeño ejército de mercenarios para su protección personal, comandos a los que, según la policía, ordenó que fueran a matar al Presidente para que él, Christian Emmanuel Sanon, enviado por Dios, pudiera salvar a Haití. (El jueves en la mañana el New York Times informó que Sanon y otros personajes relevantes en la investigación se habían reunido en los últimos años para discutir el futuro de Haití.)
“¿Quién está escribiendo este guion?”, preguntó mi amigo cineasta en Nueva York mientras, como muchos de nuestros amigos y familiares haitianos y de la diáspora, analizábamos y debatíamos cada giro, desarrollo y detalle del caso. “En lo único que creo es en que el presidente está muerto”, dijo una amiga embarazada en Puerto Príncipe. A ella le preocupa mucho el país en el que nacerá su hijo. Otros, como el Petrochallenger Charlier, simplemente se sienten entumecidos. “La población es indiferente, no siente emociones”, me dijo. “Estamos tan acostumbrados a ver gente morir”. Por supuesto que la familia de Moïse, al igual que todas las familias haitianas, merece justicia por el horroroso crimen que terminó con su vida y dejó herida a Martine Moïse. Espero que tengan justicia. Como han señalado muchas personas en Haití, si el presidente no está a salvo en su propia casa entonces nadie lo está. L’enquête se poursuit.
Publicado originalmente en The New Yorker, 14 de julio de 2021:
https://www.newyorker.com/news/news-desk/the-assassination-of-haitis-president
Traducido del inglés por Pink Robin
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