El año 2011 marcó uno de los hitos más importantes de la última década: comenzaba la movilización estudiantil más grande que se había visto desde la “revolución pingüina” del año 2006. Desde entonces, año a año el mundo estudiantil, y particularmente los estudiantes secundarios, venía insistiendo por cambios estructurales al sistema educativo, tal como en las movilizaciones de los 80, y en el mochilazo del 2001. Sería el sector estudiantil la cara visible en contra de un sistema que se hacía insostenible.
Como corolario de 200 años de tragedia, un prófugo por fraude dirigía (y hoy dirige) los destinos del país. En dicho momento, Sebastián Piñera se encontraba en el segundo año de su primer mandato y el ministro de educación de entonces era Joaquín Lavín, Chicago Boy, miembro del Opus Dei, e integrante estrella del cuerpo operativo de la dictadura cívico militar. Un ingeniero comercial se ponía a gerenciar el sistema educativo, llevando las tesis de Friedman a una fase superior del modelo. Frente al movimiento social estaba, y sigue estando presente, toda la herencia de la dictadura.
El neoliberalismo nos habita-ba, pero era complejo aún crear un relato capaz de desbaratarlo; faltaban nuevas luchas que dar para hablar de “no son 30 pesos son 30 años”, “hasta que la dignidad se haga costumbre”, o “hasta que valga la pena vivir”. Aún así la contradicción capital-vida, era latente, “Fin al lucro” y “Educación Gratuita” fueron las consignas que comenzaban a esbozar otro horizonte.
Lo comunitario y lo colectivo se volvían a redibujar. En algunas escuelas tomadas surgían propuestas en torno a la autogestión educativa y la creación de un currículum escolar emergente y situado desde la comunidad. Más de 200 mil personas marchando por la Alameda eran registros que no se veían desde las multitudinarias manifestaciones en apoyo a la Unidad Popular. La masividad de las movilizaciones obligó a que el entonces ministro Lavín fuera removido de su cargo. En el ambiente estudiantil estaba la sensación liminal de jugarse el todo o nada; “Estamos dispuestos a perder el año académico” versaban las asambleas universitarias. Por otra parte, lxs secundarixs nuevamente corrían el cerco de lo posible, sostuvieron huelgas de hambre, vivieron torturas y vejaciones por parte de agentes del Estado. Las escenas de horror del 2019 se ensayaron sin descanso por esos días.
El 4 de agosto quedó marcado en la memoria de la movilización popular urbana, Plaza Italia, destellante de Dignidad, era el escenario de una lucha entre estudiantes y carabineros. Durante todo el día y de manera desbordante cada calle a la redonda sería cortada, cada centro educacional se volvió una trinchera. Una tienda de “La Polar” en llamas se convirtió en la estampa de una mínima cuota de justicia popular, ante décadas de abusos, lucro y endeudamiento generado por el retail.
Ya cerraba el invierno, y ni las esporádicas lluvias por la capital, ni lxs miles de detenidxs habían logrado doblegar la protesta popular; había convicción, se estaba luchando por algo justo aunque fuese dentro de los marcos de la institucionalidad. Exigir derechos sociales podía ser radical cuando solo se había recibido rechazo y segregación del modelo. En términos liberales se hablaba de “derecho a la educación”, en términos economicistas la demanda era por 1800 millones de dólares anuales.
La doble jornada de paro nacional del 24 y 25 agosto reportó 1.400 detenidxs. En la periferia la reacción del Estado y el Capital siempre cobran vidas y esta vez no fue la excepción. El 25 de agosto del año 2011, en Américo Vespucio cerca de la población Lo Hermida, Manuel Gutiérrez, de 16 años, cayó abatido por el disparo realizado por el ex Sargento Miguel Millacura; misma bala que 27 años atrás ya había matado en ese lugar, al peñi Pedro Mariqueo, a los mismos dieciséis años de edad.
La estrategia del gobierno para desarticular la movilización mediante represión y “mesas de diálogo” se hacía efectiva. Sectores del Confech entraron en procesos de negociación con el ejecutivo, mientras los sectores populares interpelaban a las “dirigencias”, rechazando el hecho que, en esas voces pudiera haber representatividad de la lucha que se estaba dando: “si las bases dicen lucha, a la lucha van los voceros” era una de las líricas que resonaba entonces.
La sensación de marginación, siempre presente en el cotidiano, volvía a manifestarse, quedaba procesar el sueño robado. Faltaban aún 8 años para ver arder la ciudad en toda su extensión. Entre constataciones y aprendizajes, esos meses de organización y de jugarse la vida, permitían sacar algunas cosas en limpio: no se necesitaban dirigencias sino que vocerías, se reafirmaba el principio del “mandar obedeciendo”, aunque siempre esté el riesgo de ser vocerías mediatizadas y entrar en la dinámica de la política del espectáculo. Por otra parte, se acentuó la desconfianza en los partidos políticos, los mismos que habían cooptado a las vocerías el 2006, hicieron todo lo que estaba de su parte por desarticular e instalar su agenda neoliberal en las reformas que vinieron en adelante, mientras que lxs hijxs de la élite crearon nuevos partidos para oxigenar la vitrina política de la transición del status quo.
Uno de los procesos más auspiciosos, fue ver como las asambleas se convertían en un órgano popular cada vez más amplio, saliendo de las escuelas y universidades y paulatinamente apareciendo como respuesta organizativa en territorios amenazados por el Capital. Con el paso de los años, adquirieron más fuerza, desplazando a las Juntas de Vecinos que en muchos casos, fueron el atolladero del pinochetismo.
El año 2011 fue un río enunciante que desbordó sus aguas hacia diversas luchas, antiextractivistas, feministas, sindicales, por un sistema de pensiones digno, entre otras. Fueron las comunidades, territorios y cuerpos en resistencia los que ampliaron el repertorio ante el riesgo de ser expropiados y destruidos por la articulación entre extractivismo, barbarie colonial, patriarcado y capital. Quedaba claro que era necesario una movilización masiva, que convocara más allá del sector estudiantil para desbordar a la necropolítica neoliberal, modelo que con cada paso libera devastación, pero que en nuestra resistencia y memoria le respondemos con fuego y vida.
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