En 1956 Aimé Césaire (Martinica, 1913-2008), el poeta de la negritud, renunció al Partido Comunista Francés y lo hizo con una carta rebosante de belleza literaria y agudeza política que terminaría siendo uno de sus escritos más reconocidos. En ella se encuentra un pequeño párrafo que cada cierto tiempo me veo en la necesidad de invocar, dice el poeta: “No me entierro en un particularismo estrecho. Pero tampoco quiero perderme en un universalismo descarnado. Hay dos maneras de perderse: por segregación amurallada en lo particular o por disolución en lo ‘universal’”. Esas palabras resonaron nuevamente desde que comencé la lectura de Mapurbekistán. Ciudad, cuerpo y racismo – diáspora mapuche en Santiago, siglo 20, el libro de Claudio Alvarado Lincopi que ve la luz a través de Editorial Pehuén. Y ocurrió así porque se trata de un libro hilado, desde la primera hasta la última página, por la voluntad de su autor de no ser confinado a lo particular –sea esto una cultura, una cosmovisión o como queramos llamarle–. Muy por el contrario, lo particular actúa aquí como un punto de partida para impugnar las totalidades compartidas (desigualmente compartidas, habría que agregar) y para analizarlas descarnadamente sin obviar el lugar que los individuos de distinta procedencia ocupamos en ella, como un paso indispensable para imaginarlas de manera distinta.
Mapurbekistán es una palabra que emerge de estas letras para nombrar el centro neurálgico de una de esas totalidades, aquella que llamamos Chile. Me refiero obviamente a Santiago, ciudad capital: la más grande, la más importante, la más desigual… Y ese ejercicio de nombrar se hace desde su reverso negado, el menos glamoroso y el más poblado, devolviendo con ironía el recurso discursivo orientalista que usó la oligarquía de fines del siglo XIX para asentar geográficamente su pretendida superioridad racial y de clase, acuñando expresiones como “Cairo infecto” y “aduar africano” para referirse a los lugares habitados por los sectores populares. Aquí, Mapurbekistán sirve a Alvarado para nombrar la ciudad del conflicto socio-racial, esa de porfiado presente colonial y hábil en su capacidad para codificar las diferencias culturales y fenotípicas en beneficio de las clases poderosas.
Santiago es aquí un gigante prepotente que se erige sobre la humillación de pueblos, regiones y sectores populares, el que es sobrevolado espacial y temporalmente por la mente aguda de una curiosa especie de intelectual, al menos para estos tiempos de obsesiva especialización disciplinaria. Porque Claudio Alvarado es un historiador de la sociedad y la cultura con vocación literaria y sensibilidad artística, que lejos de temer la hererodoxia se abraza a ella para ejercer su oficio. Un ejemplo de ello es la propia escritura, que declara afinidad con el ensayo, tan proclive a la crítica, el posicionamiento y la experimentación, género a través del cual se ha expresado lo mejor del pensamiento latinoamericano.
Para algunos esta opción escritural podría ser considerada como de otra época; a otros les parecerá que es más bien literatura (algo que, me atrevo a intuir, su autor tomaría como un auténtico halago). Más allá de las clasificaciones, Claudio se vale de ese estilo singular para escudriñar la gran ciudad y lo hace desde una especificidad que se manifiesta desde las primeras líneas: la suya como mapuche urbano (o mapurbe, de acuerdo a la nomenclatura forjada desde el espacio político-escritural de la poesía mapuche contemporánea), y la de un pueblo colonizado y en diáspora, obligado a habitar un territorio ajeno que le recuerda día a día su extranjería.
La historia de esta particularidad mapuche es también la historia de la periferia urbana y de los sectores populares. Sobre estos últimos ha corrido ya bastante tinta, pero la menos se ha dedicado a dar cuenta de su heterogeneidad histórica y cultural, o su transitar cotidiano por la “Ciudad Propia”, esa de los sectores acomodados, como bien nos recuerda Claudio con insistencia. Mapurbekistán es una apuesta interpretativa que propone habitar ese límite difuso pero no menos real entre mapuche urbanos y sectores populares, y lo hace con memorias familiares y antecedentes históricos que se entrelazan para ponerlo en un primer plano, no al modo de una imagen nítida porque la claridad es una cuestión de la cual este libro se aleja cuidadosamente.
Esa diferencia borrosa pero profundamente histórica presenta desafíos para ser interpretada en relación con las exigencias políticas actuales, una de las cuales es –sostiene Alvarado– la necesaria distancia con el multiculturalismo tramposo que reformula la subordinación bajo un reconocimiento superficial, que resta politicidad a la trayectoria pasada y presente del pueblo mapuche. En las antípodas del culturalismo en el cual se sostienen las políticas y el imaginario multicultural, Claudio reivindica una cultura mapuche heterogénea, imbricada con la exclusión y la desigualdad al interior de la sociedad chilena, denunciando de paso que uno de sus rasgos más sobresalientes, pese a lo cual poco o nada se hablado, es la estratificación racial que por siglos ha denostado cuerpos, culturas y sociabilidades. Por este motivo no hay aquí regocijo con el “margen”, la “subalternidad” o el “residuo”, porque esta particularidad mapuche en la ciudad y en el Estado nación chileno no es un fragmento en esta reflexión política, sino una parte del todo, un todo que se sostiene en la explotación y exclusión del pueblo mapuche, tanto el que habita el territorio histórico como el que conforma la diáspora. Esa totalidad es, para Alvarado, una totalidad “abigarrada” (concepto que toma de un marxista heterodoxo ilustre de estas tierras: el boliviano René Zavaleta) que impugna con pasión porque piensa que puede y debe ser refundada.
El trazado histórico, social y espacial que aparece en estas páginas sitúa a la ciudad de Santiago como lo que es: el corazón palpitante de la república oligárquica, un Estado nacional erigido sobre territorios usurpados y marcado por una sed expansionista que le concede su sello colonial, hasta hoy. El libro propone imágenes poderosas que visibilizan ese conflicto histórico: el fuego, el río Mapocho y el Cerro Welen/Santa Lucía, entre otras. Se quedan en mi retina esos dos chemamull devorados por las llamas en el Cerro Welen el año 2014, quemados por los propios mapuche en medio de protestas por la situación de los presos políticos. Ambos símbolos sagrados para la cultura mapuche habían sido instalados por el gobierno para darle un toque intercultural a las conmemoraciones del bicentenario que habían tenido lugar unos pocos años antes. Con esa escena Claudio grafica uno de sus principales argumentos: que lo central en este conflicto no son los objetos ni determinadas prácticas identificadas con una tradición tendenciosamente despolitizada desde el poder, sino las relaciones en torno a esos objetos y aquí, inequívocamente, esas relaciones correspondían a la reformulación del colonialismo que acompaña a la república desde el primer día.
Son imágenes que expresan con fuerza ese proceso de colonización, desplazamiento y racialización que ha afectado a cada generación del pueblo mapuche desde la segunda mitad del siglo XIX. Una experiencia colectiva brutal y por lo mismo inexpropiable. En este punto Claudio recuerda esa sentencia de Marx que sostiene que los oprimidos construyen sus identidades sobre condiciones que no han elegido, una idea que conserva plena vigencia en estos tiempos de banalización culturalista, donde pulula la mimetización y la imitación como gestos de supuesta solidaridad, dejando de manifiesto que eso de las identidades nómadas no pasa de ser, en muchos casos, un privilegio de clase de aquellos que pueden darse el lujo de elegirlo todo, incluso ser subalternos si es que eso alivia sus conciencias.
Mapurbekistán es un análisis agudo de esa historia propia, en este caso, la de los mapuche migrantes y los mapuche urbanos. También es, sobre todo, un diálogo amoroso con las generaciones anteriores; un reconocimiento a la sobrevivencia física, a la sociabilidad y a la creación cultural de ese momento duro del asentamiento, un proceso vital sin el cual los movimientos identitarios y políticos posteriores jamás habrían visto la luz. Un caudal de memoria que reconoce zonas dolorosas y que transforma ese dolor –y su producto asociado que es el resentimiento– en potencia política; una potencia que pasa por pensar desde dentro las complejidades de la trama actual de este conflicto centenario. Aquí Alvarado nos recuerda que los pliegues de la resistencia son infinitos y que las condiciones de posibilidad le conceden forma, por más que desde un hoy valoremos casi exclusivamente lo confrontacional y lo heroico.
Asumo que el libro que aquí presento es fundamental para los mapuche que habitan porfiadamente la “Capital del Reyno”, pero me atrevo a decir que lo es también para esa sociedad chilena a la que interpelaba el poeta Elicura Chihuailaf en su Recado confidencial a los chilenos (1999), sobre todo a esas mayorías plebeyas que también se han visto históricamente afectadas por la prepotencia oligárquica y sus jerarquías raciales; que también han oscilado entre momentos de resistencia micropolítica y estallidos populares; que también ha reaccionado frente a esa “Ciudad Propia” que los expulsa cotidianamente y de muchas formas.
También miro este libro como una invitación, deliberada o no, para pensar el lugar que los no mapuche ocupamos en esta historia, un ejercicio que fue inevitable para quien escribe estás líneas, pues las letras de Claudio me provocan lo mismo que las de David Aniñir y Daniela Catrileo, poetas de la futa warria: una sonrisa nostálgica frente a los retazos de mi paisaje infantil que saltan en cada página. Un paisaje que se inscribe en esa periferia ochentera de poblaciones autoconstruidas, casi cayéndose al río y apuntadas por la metralleta milica, donde sólo cabía el orgullo de no ser mapuche o recién llegado del campo (“indio” y “huaso” eran los sobrenombres que más se repetían en aquellos años). Con Mapurbekistán me encuentro también con una historia que quiero hacer mía: esa de las interferencias plebeyas en los paisajes de quienes nos desprecian; esa del fuego abrazador para quemar las migajas que nos lanzan; esa de la embestida furiosa a los símbolos de la ciudad oligárquica, masificada con la revuelta popular del 18 de octubre del 2019 y que nos concede algo de alivio en tanto metáfora de la justicia.
* Claudia Zapata Silva es Dra en Historia, Académica del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile. Se ha especializado en historia contemporánea de América Latina, en movimientos indígenas y en pensamiento crítico latinoamericano. En 2015 recibe el Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada de Casa de las Américas, Cuba, por su libro Intelectuales indígenas en Ecuador, Bolivia y Chile. Diferencia, colonialismo y anticolonialismo.
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