Mi ojo tiene sus razones. Editorial Aparte (2020)
En cama, postrado por meses que se alargaban como siglos (y quién sabe pasándose qué rollos), queriendo quizá ser piedra sobre la que el tiempo no hace mella. Luego de separarse de su primer matrimonio, José Watanabe fue diagnosticado de carcinoma pulmonar. Resulta decidor (y cuesta creer) que los poemas acá seleccionados fueran escritos por alguien cifrado por esa experiencia, que lo llevaría a encapsularse en una angustia inmovilizadora y lo mantendría alejado de todo por un par de años. Fue en una tabla de planchar que puso al lado de su cama, de la cual no podía bajarse, donde recuperó la vitalidad de escribir. A medida que se disipaba el miedo soberano, apareció el ánimo para rumiar una palabra por otra, desechando su lugar en la frase o acaso intuyéndola, cotejando la escisión de un verso mutilado, por aquí y por allá. No hubo otro periodo de su vida en que sintiera más a concho la tensión, o más bien, la alegría de escribir. Así, en medio de los “trabajos de supervivencia”, fue buscando el tiempo, hasta que, sufrida y gozosamente, salieron los poemas que componen El huso de la palabra (1989), libro que lo haría volver a las pistas, luego de 18 años de silencio.
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A la manera de su autor –que tenía una forma natural de no ser expansivo–, los poemas acá presentados se mantienen en un radio lejano de la queja o la jactancia, donde no hay alardes. Aunque quizá no tenga sentido explicar el por qué un poeta escribe como lo hace, Watanabe vinculaba este carácter de su poesía a la “imperturbable serenidad” que había heredado de padre y madre. Fiel a la silenciosa enseñanza de sus mayores, nunca cayó en el patetismo, a pesar de las circunstancias extremas que le tocó vivir tempranamente (y del álgido contexto sociopolítico del Perú de esos años). Llama la atención lo diáfana y sosegada de su obra, algo rarísimo para su generación, que escribió de manera más bien exuberante. En sus poemas no hay rastros de ese descalabro, pues la exaltación o el pleonasmo brillan por su ausencia. En el increíble panorama de la poesía peruana setentera (con Hora Zero y Estación Reunida como punteros de lanza) lo estridente y explosivo dio como fruto versos amplios, repletos de exclamaciones, mayúsculas y diálogos; registros coloquiales, apelaciones y referencias históricas (en un largo suma y sigue) donde el poema debía ser capaz de contaminarse lo más posible, con tal de expresar. No así en la factura nítida de Watanabe, donde se nos ofrece el recato de una mirada que se diluye, contenida y lacónica, en lo observado.
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Acaso el ímpetu neovanguardista de esos años conllevaba también liberarse de la neurosis de la precisión, algo conocido para Watanabe, muy ducho para tarjar y borronear sus versos y versiones (“mi estilo es mi represión”). Se sabe que este perfeccionismo puede traer adosado cierta frustración: detrás de un poema impecable hay casi siempre una ruma descomunal de borradores y pretensiones inalcanzables (porque nunca quedan como se pensaba que deberían). Quizá por eso algunos de estos poemas tienen como núcleo la imposibilidad. Pienso en “Planteo del poema”, donde el deber de escribir algo que esté a la altura, que pueda dar cuenta de la inabarcable emoción de ser papá, termina tomándose todos los recovecos del texto, haciéndolo el vértice por donde transita un escribiente fracasado, como si dijera: “no pude, pero esto me salió”. Algo similar a lo que hoy, en el mundo inabarcable de los memes, conocemos como expectativa vs. realidad. El poema termina con esta irónica resignación: “yo debí escribir ese poema. Espero hacerlo algún día”. Quizá sea esta conciencia de la fragilidad y el fracaso expuesto lo que nos permite sumergirnos en su lado humano y enclenque y es uno de los rasgos que más me gusta de estos poemas: su forma de nombrar la incapacidad (de manera magistral).
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No cabe duda de que sus compañeros de ruta tenían una confianza insólita en la palabra y en los efectos de esta en la realidad (“engrupimiento” diríamos). Watanabe en cambio las trabajó con considerable desconfianza. Esta distancia genera ya, en el incipiente Álbum de familia (1971), que existan poemas que se reconocen con “dudosos logros” y donde los ríos dan risa “de tan metafóricos”. En muchos momentos de esta antología el hablante se frena y desdobla, haciendo callar al charlatán que pareciera comenzar a aparecer, como en “La vuelta”:
Tú, poeta, quieres consolarlo, calmar sus giros,
acariciar su lomo,
pero detenemos tu mano y bajo nuestra antigua pasionaria
te increpamos el olvido:
déjalo, aquí la vida es así.
Queda en evidencia (pues se hace directamente) la crítica socarrona a la propia labor, como en “A propósito de los desajustes” donde el poeta es un “sonámbulo / que trata de decir bellamente sus palabras (de idiota)”. Hay incluso momentos más radicales, como cuando aparece una especie de paqueo o correctivo justo donde pareciera que se le está escapando la moto del lirismo y entonces no le queda más que mantenerlo a raya:
Teníamos igual fijeza, amor mío
en el momento de nuestra pasión más alta:
el pez dorado
en el río inmóvil, la quietud
que avanza, el estado de gracia
en la caída del suicida, cállate
porque no había palabras.
A la charlatanería, casi imposible de controlar, se le aplica el freno de mano, en vivo y en directo.
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Como una enigmática burbuja que brota del interior del cerebro ante los ojos atónitos de los estudiantes de medicina, hay cosas que no pueden explicarse más que exhibiéndolas. Existe aquí una voluntad de enunciar una realidad que aparece repentina y se vuelve imposible no registrar en “una fugaz y delicada acción del ojo”. Así el bicho de la conciencia que eclosiona al poeta coexiste con una capacidad para ver cosas inauditas, a pesar de que parezcan increíbles:
La bicicleta que compraste trabajando en el desyerbe
ha venido
y se ha parado en la puerta como un flaco caballo.
Tú dirás que yo arreglo las cosas,
pero hay una paloma dormida en su montura.
El famoso ojo insiste en introducirse y ser nombrado e incluso tiraniza a quien escribe, con su “arbitrario criterio de selección” y repara en detalles como si tuviera voluntad propia:
Hubiera querido inscribir mi poema en todo el paisaje,
pero mi ojo, arbitrariamente, lo ha excluido
y solo vuelve con obsesiva precisión
a aquel bello y extremo problema de texturas:
el muslo
contra la roca.
Hay que estar a su merced, pues se trata de uno exigente (“¿Por qué le exigías más, / ojo con lágrimas?”), un ente separado que de repente incluso hace de centinela que ausculta y observa el cuerpo por dentro: es un ojo interior que navega, recorre y observa cada uno de los órganos del insomne. Símbolo tal vez de la conciencia o de la distancia con las cosas, el ojo se interpone, revelando el ángulo desde donde estos poemas, caprichosa o selectivamente, se componen.
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Watanabe es, sin duda, un observador fino, pero me parece que es su imaginación la que logra superar la minucia de la descripción. Su obsesión por lo descriptivo se sostiene bajo la lógica de encontrar alguna posibilidad en la realidad misma: que a esta se le abra una grieta y de pronto se entrevea algo que no estaba. El poema es entonces una forma de la especulación o un espacio para la conjetura. Por eso en este libro hay muchas cosas misteriosas en medio de un realismo llano. Mucho de lo que se puede presentir. Quizá así el poema logra ser el espacio hacia donde se puede “huir de la cordura”, donde podemos imaginar otro tipo de desenlace, de proyectar el arranque de otra forma de realidad, descrita desde otro ángulo. En varias ocasiones estos planos se superponen y la realidad choca con la imaginación, como en “La piedra alada”, donde podremos imaginar un pájaro en la piedra, pero no hacerlo volar.
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Mención aparte debe hacerse al trabajo con la actividad celular y en torno a los órganos, ya sea ese útero de humo que se disuelve cual nimbo en el cielo del hospital o ese corazón papada de rana (heredado del abuelo) que sale del cuerpo para perderse en un estanque de regadío. Todos ellos funcionan como parábolas de la escritura misma: cosas que salen del cuerpo para transformarse. Pienso también en la pequeña semilla que un niño defecó y que de pronto germina sin que nadie se dé cuenta, a la sombra de un árbol. Proceso de nutrición y metabolismo; labor de vísceras, quehacer del intestino y jugos gástricos hasta que sale (con mucho o poco empeño). El poema, en primer lugar, como forma de digestión y luego: algo que tiene una vida propia e impredecible. Así, me parece que el afán descriptivo de estos poemas no se queda en lo aparente, sino que siempre logran decir más allá de lo previsto. Como una glosa a la imagen, hay en la minucia de la descripción un afán por ir más allá de una mirada inmediata y literal. Finalmente queda de ellos todo lo que pueden sugerir o evocar (a la manera del haiku). Su capacidad de alusión y oblicuidad hace que no se acaben en sí mismos, pues saben que será otro (el lector) quien necesariamente los deberá complementar:
No tuve el lenguaje y esa falta no me desconsuela.
Algún día otro hombre, subido a esta montaña
o en otra,
dirá más, y con más precisión.
Ese hombre, sin saberlo, estará cumpliendo conmigo.
Así, el poema resulta parábola que nos interpela vitalmente y “guarda una serena ansia: ser de todos”.
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Me impresiona que casi siempre emerja la ironía y el distanciamiento. A la vez, no dejo de pensar que en él se puede palpar cierta tradición, cierto temple compositivo. Sus poemas pueden ser, al mismo tiempo, divertidos e iluminados. Hay en la poesía peruana una manera celebrativa de escribir poemas y sin duda esto lo emparenta con sus contemporáneos. Hay una especie de atmósfera dichosa, un carácter raro para la poesía chilena.
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Parece increíble que a estas alturas los poemas sigan manteniéndose nuevos, refrescantes. Ya sean écfrasis pictórica, memoria reensamblada en animales, casas, piedras, ríos o desiertos, glosa a los Evangelios y al cuerpo y sus incontables miembros o su forma estoica de escribir la muerte, la vida e incluso la resurrección, estos parecen no agotarse. Pero es sabido que con poco ingenio se banalizan los poemas. Por eso, para terminar: José Watanabe falsificó firmas para exiliados chilenos en el Perú, trabajó haciendo guiones de series para niños y libros infantiles. Noctámbulo durante años escribió un par de películas memorables y una versión libre y al callo de Antígona, perfectamente atingente para el contexto político del Perú de los 2000. Pero por sobre todo creó poemas imbatibles; parábolas que se arman a partir de nuestra fragilidad de carne y células, la misma fragilidad que seguirá latente en generaciones venideras, que harán suyos estos poemas después de nosotros.
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