Mi papá entró a trabajar a la Industria Azucarera Nacional S.A. cuando ésta tenía apenas 6 años de historia y dejó de hacerlo en 2020, el año en que falleció de cáncer. En el aniversario 70 de esta empresa, este relato es una retrospectiva de cómo un hombre fue testigo de los cambios de una compañía creada por el Estado, que terminó en manos de extranjeros, y en la que hizo toda una vida.
En 1959, cuando mi papá tenía 19 años y terminaba de estudiar en el liceo de hombres de Linares, la IANSA era una opción lógica para buscar trabajo. La planta había abierto ese mismo año en la ciudad, seis años después de la exitosa puesta en marcha del proyecto de levantar la Industria Azucarera Nacional S.A. para abastecer a Chile de azúcar. La iniciativa de la Corporación de Fomento de la Producción (Corfo) formaba parte del plan de industrialización del país e incluyó la creación de empresas como Endesa y Codelco. Así, el 11 de noviembre de 1953, hace exactamente 70 años, se fundó IANSA en Los Ángeles. En sus primeros 15 años de vida, la empresa construyó e inauguró plantas también en Llanquihue, Chillán, Rapaco y Curicó.
Cuando entró, solamente habiendo terminado Sexto Humanidades, mi papá empezó a trabajar como ayudante de sueldos y jornal en el área de contabilidad, pero tenía ganas de meterse de lleno en el proceso de producción. Por entonces, los que trabajaban en el laboratorio eran egresados de Química de la Universidad de Concepción, pero la IANSA decidió apostar por la formación interna y creó el cargo de “laboratorista de turno”, al que postularon trabajadores de manera interna. Mi papá quedó y aprendió todo lo que necesitaba saber –los parámetros de pureza de las sustancias, su color, sus rangos numéricos– en el ejercicio del trabajo.
Invertir en la formación era en ese tiempo una característica identitaria de la IANSA. La empresa fue pionera en sus métodos, entre ellos el sistema de la “agricultura de contrato”, que implicaba por primera vez un vínculo contractual entre la empresa y el agricultor, quien producía la remolacha que se usaba para hacer azúcar al mismo tiempo en que la IANSA le brindaba asesoría técnica y la promesa de comprar el producto. Así se propició el uso de tecnologías para pequeños agricultores, muchos de ellos beneficiarios de la Reforma Agraria, que mejoraron sus procesos gracias al acompañamiento de la empresa estatal. Por ejemplo: si en 1990 se producían 53 toneladas de azúcar por hectárea plantada de remolacha, ya en 2013 se generaban 103 toneladas en la misma área.
Pero los beneficios no se limitaban a la relación entre agricultor y empresa: la IANSA se convirtió en un polo de empleo importante en las ciudades donde tenía plantas y consideraba la construcción de viviendas y una serie de beneficios para sus trabajadores. Había una escuela, un gimnasio, un club de fútbol. Mi papá vivió en Linares en una casa de la población IANSA que compartía con compañeros que, como él, estaban solteros, y luego, cuando se casó, pasó a vivir en una casa para matrimonios. Para ese entonces, mi papá ya había postulado para ser operador de fábrica cruda –que correspondía a la primera mitad del proceso de producción–, y se desenvolvió tan bien que cuando la IANSA decidió crear el cargo de operador de fábrica general, también quedó. Con el tiempo, ese cargo se eliminó y dejaron cada turno a cargo de un ingeniero civil. Por la trayectoria de mi papá, lo premiaron asignándole un turno pese a que no era ingeniero ni había estudiado nunca en la universidad.
–Yo no me pongo ingeniero, pero en cualquier parte que yo aparezco dice: “ingeniero jefe de turno”. Yo no me lo pongo, pero la empresa lo pone porque ese es el cargo –me dijo mi papá en 2018, cuando llevaba 59 años trabajando en la IANSA y yo aproveché un viaje de semana santa a Chillán para entrevistarlo sobre su historia en la empresa, que era, de alguna forma, la historia de mi familia.
Pidió traslado en 1977, cuando mi hermana mayor tenía 4 años y ataques de asma que la dejaban hospitalizada. El doctor le dijo que tenía que escapar del clima húmedo de Linares, y así fue como llegaron a la fábrica de Chillán y al edificio de departamentos que la IANSA tenía en la calle 18 de septiembre, a una cuadra de la Plaza de Armas. Para entonces, su esposa estaba diagnosticada con enfisema pulmonar. En 1985, en la tercera hospitalización del año, falleció. Mi papá se enteró en la mañana, cuando fue al hospital a visitarla antes de irse a la fábrica.
En paralelo la IANSA pasó por mucho: entre octubre de 1973 y 1974, el gimnasio IANSA de Los Ángeles fue utilizado como centro de detención y tortura por la dictadura. A partir de los 80 comenzó su proceso de privatización, que se concretó definitivamente en 1988. En los 90 vino un periodo de diversificación: comenzaron a hacer jugos concentrados de fruta, alimento para animales, edulcorantes. Luego vinieron épocas de bonanza, o al menos así lo recordaban las y los trabajadores: mi papá siempre se acordaba de que les daban sacos de azúcar para consumo familiar todos los meses, una costumbre que con los años fue desapareciendo.
La IANSA era el hogar de mi papá, o él supo construir uno en ese espacio que llegó a conocer como nadie. Fundó, junto a algunos compañeros, un Club de Caza y Pesca. Organizó asados que montaban adentro de la fábrica, en una zona donde hoy estaría prohibido comer: juntaban mesas –“como del Té Club”– y todo el turno comía ahí la carne que mi papá asaba en un brasero grande, con un gorro de cocinero en la cabeza. Hay fotos de eso en mis álbumes familiares, así como hay fotos de tachos nuevos, de cañerías reventadas, de toda una categoría de cosas que a él le parecían interesantes.
Mi mamá también trabajaba en el área de computación de la IANSA. Estudiaba para ser contadora pública en la universidad en horario vespertino –entró a la U. de Chile cuando todavía tenía sede en Chillán– y trabajaba de día para pagarse sus estudios. Mi papá pasaba por la oficina donde ella estaba para hacer un saludo general y una vez le hizo a ella y a otros trabajadores un tour por la fábrica. Cuando le mostré este texto a mi mamá, me pidió agregar un detalle: cuando les hizo el recorrido, le regaló una rosa a cada una de las integrantes. Muchos años después, le confesó a ella: «tuve que regalarle a todas para que no se notara, pero en verdad sólo quería regalártela a ti». Un día mi mamá se ausentó porque se enfermó y estuvo varios días fuera. Cuando volvió, mi papá la llamó por citófono para saber cómo estaba su salud. Se enamoraron en esos pasillos, se casaron a fines de los 80 y tuvieron tres hijos. Yo fui la de al medio.
En la fábrica a mi papá le decían “don Vicho”, y en las calles de Chillán también. Siempre que salíamos se encontraba con alguna persona que había pasado por la IANSA, aunque fuera por una sola temporada, porque en Chillán todo el mundo había pasado por la IANSA, y siempre lo saludaban con cariño y respeto. Una vez se acercó al auto un hombre que vendía frutillas y cuando lo reconoció le regaló un pote. Para el 18 de septiembre le prestaban fardos de paja para adornar nuestro patio, iban a hacer arreglos a la casa, les comprábamos leña. Los trabajadores de temporada, que estaban en todas partes y parecían quererlo mucho, siempre tenían otro trabajo extra.
Sus jefes también lo querían y respetaban, todos los que tuvo en las décadas en las que trabajó. Lo eligieron para viajar a España y a Alemania para supervisar la compra de equipamiento nuevo, y confiaron en su criterio cuando mi papá entró a inspeccionar un evaporador y decidió que el material del que estaba hecho no era, como habían dicho, acero inoxidable. Volvió con las manos vacías, pero lo recibieron como un héroe.
—Y cuando te dieron esos viajes, ¿la gente no se puso celosa?
—No, no.
—¿De que te los dieran a ti, que no eras ingeniero?
—No creo. Es que seguramente… es feo que uno lo diga, pero es por la calidad misma de uno, yo pienso. Cuando algo pasa dicen: “pregúntenle a don Vicho, don Vicho sabe”. No fue por otra cosa. Y cuando me mandaron a Alemania a buscar el evaporador, ¡por suerte me mandaron a mí, porque yo les dije que les estaban metiendo la cuchufleta! Habrían llegado aquí con el evaporador y se habrían encontrado con que no era inoxidable, y habrían pagado un ojo de la cara por eso.
Fue también en la fábrica donde notó, un día, que estaba viendo borroso. Ese fue el síntoma que llevó a que le diagnosticaran diabetes mellitus tipo 2, una enfermedad que, como él decía, era laboral. “Tantos años haciendo azúcar que ya tengo diabetes”, bromeaba. Yo le decía que no había nadie más intrínsecamente ligado a lo dulce que él.
En 2005 la compañía inglesa ED & F Man compró la empresa y aplicó sus propias políticas laborales. Entonces mi papá tenía 65 años y llevaba 46 trabajando en IANSA. Era, sin lugar a dudas, su empleado más antiguo, pero la empresa lo despidió por la edad desde Inglaterra. En Chile sus jefes no se imaginaban la fábrica sin él, así que de inmediato lo volvieron a contratar por la temporada. Así, mi papá siguió trabajando en IANSA en ciclos de 11 meses. Lo despedían todo enero y volvían a contratarlo en febrero, pero mi papá nunca se sintió humillado ni se planteó no acceder a ese trato precario, porque su lealtad con el azúcar era demasiado profunda.
Después de más de diez años trabajando así, uno de sus jefes –que rotaban a velocidad vertiginosa, así como proliferaban los despidos– volvió a contratarlo de manera indefinida. El gesto emocionó a mi papá, que –me acuerdo– nos recalcaba que era muy difícil que a alguien de más de 70 años lo contrataran indefinidamente en cualquier lugar. Todavía seguía trabajando en diciembre de 2019, a los 79 años, cuando le diagnosticaron cáncer de vejiga. Se vino a Santiago con licencia médica para hacerse las quimioterapias, pero murió el 13 de abril de 2020, cuando la pandemia estaba comenzando.
Me tocó a mí administrar su celular en los últimos días, y por eso pude ver lo que decían sus compañeros de trabajo en los grupos de whatsapp donde anunciaban la noticia: gran persona, gran ingeniero, un ejemplo. Después, en redes sociales, vi mensajes que me emocionaron todavía más. “Un muy buen jefe, de esos que ya no quedan”, “una persona muy sabia y dedicada a su trabajo, si no sabías o tenías dudas, él se tomaba su tiempo para enseñarte”, “un gran profesional y mejor persona”, “en la temporada que estuve, en ese año, me enseñó mucho”, “era un gran jefe, siempre nos saludaba a nosotros los contratistas, nos decía: cómo están, chiquillos, no como estos jefes nuevos, que pasan no más”.
Fue tal el nivel de cariño que me pidieron que coordináramos una pasada de su carro fúnebre por la fábrica, de camino al cementerio en Chillán. Fue la última vez que entró a la IANSA, 43 años después de que lo trasladaran a esa planta. El auto entró al estacionamiento mientras sus compañeros de trabajo lo esperaban de pie, guardando un metro de distancia, en silencio. Lo único que se escuchaba era la sirena que hicieron sonar en su homenaje. Cuando abrieron el auto, llegaron hasta él las flores que llevaban el logo de la empresa y su casco blanco, que decía “Vicente Ferrer V / Jefe de turno”, y que quedó encima de su ataúd.
Para anunciar su muerte, la IANSA mandó un mail a sus trabajadores donde destacaban “su legado” y lo recordaban como “una persona muy querida por todos sus pares y además un fiel representante de nuestros valores y Espíritu IANSA, demostrado por su gran compromiso, esfuerzo, dedicación, y principalmente por haber sido un formador de muchas generaciones en la noble tarea de la producción azucarera”.
Pocas semanas antes de que lo diagnosticáramos, la IANSA le dio su mayor alegría laboral: le hicieron un reconocimiento por sus 60 años de trayectoria, aunque sin tecnicismos fueron 61. Estaba verdaderamente orgulloso. Me envió las fotos de la ceremonia por mail el 24 de noviembre de 2019, dos semanas antes de que le descubriéramos el cáncer que cuatro meses después se lo llevó. Me las mandó un domingo, desde la fábrica, donde iba por gusto casi todos los días de la semana. “Unas fotos de los 60 años en IANSA. Besos, papá”. Meses después de su muerte, instalaron una placa con su nombre en la fábrica.
Cuando hablábamos del tema, mi papá solía decir que no sabía si había alguien más en el país que hubiera trabajado tantos años en una misma empresa. Fue el 76% de su propia vida, y fue el 92% de la historia de IANSA, que cuando él murió en 2020 todavía no cumplía 67 años de trayectoria.
Yo celebré mis 15 años en el casino de la fábrica, fui a las fiestas de navidad en sus terrenos cuando era niña, llevé a mi curso a recorridos guiados por mi papá más de una vez, recibí de regalo cubos de azúcar en infinitas ocasiones y entré por última vez con él vivo el 11 de mayo de 2019, cuando fuimos con mi hermana menor y aprovechó de hacernos un último tour, que por supuesto nosotras no sabíamos que iba a ser el último. La fábrica tenía el olor dulce de la remolacha, que sigue siendo mi olor favorito: es el que despedía su uniforme desde el canasto de la ropa sucia y sobre todo el que sentía yo cuando me bajaba de mi bici en primavera para ir a recibirlo cuando volvía por la tarde de la fábrica. Es el olor de su abrazo, un olor que todavía, a veces, siento en mi departamento en Santiago, cuando lo percibo y pienso que es el hombre más dulce del mundo haciéndome una visita.
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