…Un día nos encontraremos
En otro carnaval
Tendremos suerte si aprendemos
Que no hay ningún rincón
Que no hay ningún atracadero
Que pueda disolver
En su escondite lo que fuimos
El tiempo está después…
Fernando Cabrera
Lo que no se disuelve: la convicción de una voz que interrumpe sin pedir perdón ni permiso, la que no se calla, la irreverente voz enardecida de una mujer rebelde, sosteniendo el cuerpo y la palabra ante la polis, rechazando cualquier ley que no reconozca la injusticia, la pérdida, la ausencia. La voz que distingue lo que importa, la que confía en el tiempo de la justicia, la que sabe que el tiempo está después.
Es la afirmación radical de creer en la capacidad subversiva y transformadora de una voz femenina que escribe con el cuerpo, que no admite duda ni concesiones, la que anima al unísono y con idéntica fuerza, a las Antígonas y a Javiera Núñez Álvarez, a lo largo de los tres ensayos reunidos en este libro. En los títulos que encabezan la triada de textos que lo componen se advierten ya las coordenadas temáticas que los vinculan: La Antígona latinoamericana como lenguaje de la urgencia; Tribunal de mujeres y Antígona González: memoria, justicia, archivo y verdad; Antígonas mexicanas. El trabajo de las mujeres a la sombra de la tragedia. Se traza entre ellos un trayecto, que es también el sendero intelectual, afectivo y político de Javiera Núñez, en el caso del segundo ensayo acompañada de la pluma de Margara Millán. No es ninguna novedad reconocer en la tragedia de Sófocles un territorio simbólico desbordante que en la historia de sus representaciones ha sostenido un diálogo ininterrumpido con la vida cultural de nuestras sociedades. Como la propia Javiera reconoce “suele decirse, sin sustento estadístico y más como una sentencia que respalda su porte heroico, que Antígona de Sófocles es la obra de teatro más representada en el mundo entero desde su estreno en Grecia en el año 442 A.N.E.”. Con Antígona, como con otros personajes de textos clásicos, reconocemos esa facultad camaleónica capaz de calibrar los colores y texturas de su piel de acuerdo con el medio en el que habite. No son las luces de los escenarios fastuosos los que guían el interés de Javiera por rastrear la huellas de las Antígonas en México y Latinoamérica, son sobre todo sus sombras: la proyección de su rebeldía contra la ley y su efecto en los territorios fronterizos entre el teatro y la vida. Franquea los tres ensayos la afirmación radical de que Antígona “se ha oscurecido junto a nosotros”. Pero, ¿qué es lo que se ha oscurecido?, ¿qué de esta oscuridad proyectada en las reescrituras de Antígona nos pertenece?, ¿a quiénes alude ese nosotros?
En la escritura de Javiera se conjugan todas sus facetas. Seguimos su pensamiento como investigadora minuciosa que ha rastreado cada fuente, hurgado en cada archivo a su alcance, registrado meticulosamente cada dato, para ofrecernos en una síntesis admirable algunos trayectos históricos de las reescrituras de Antígona. Nos delinea a través de una revisión crítica el tránsito operativo de las dramaturgias entorno a la figura de Antígona de algunos autores y autoras de los años sesenta y setenta. Que se develan como vehículos del anhelo de liberación frente a los contextos dictatoriales de América Latina, a la construcción de las reescrituras contemporáneas que, tanto en los escenarios como fuera de ellos, se impregnan de la necesidad de forjar comunidades capaces de hacerle frente a un presente de horror y muerte. En la selección cuidada, que sin atisbo de ingenuidad Javiera realiza de las Antígonas concretas que atrae para los análisis y las derivas argumentales de los tres ensayos, podemos advertir su faceta como cartógrafa, como hábil diseñadora que boceta planos críticos, imagina diagramas posibles y genera mapas que acogen medialidades muy diversas.
El trayecto de lectura de los tres ensayos permite ciertamente, en un primer nivel, obtener una cartografía amplia y muy diversa de las reescrituras de la tragedia de Sófocles, de gran utilidad por ejemplo para una estudiante de teatro que desee comenzar a adentrarse en el territorio de los estudios en torno a la figura de Antígona. Esto, por supuesto no es casual, como tampoco lo son las breves y lúcidas introducciones que la autora realiza en las que incluye una suerte de sinopsis argumentales, o datos que a la vista de algunos podrían resultar accesorios, por tratarse de ensayos académicos. Y es que, incluso en los pasajes más complejos la escritura de Javiera es hospitalaria, de lenguaje sencillo sin perder densidad, porque si algo le caracterizaba era su faceta como docente comprometida y apasionada, su negación a los discursos sofisticados y al artificio inocuo de una academia impermeable a la vida y su acontecer. Este rasgo en la escritura no es sino la comprobación formal del motor principal que animaba la picazón cognitiva de Javiera Núñez Álvarez: la convicción de que Antígona está entre nosotros y que, así como se ha oscurecido con, por y entre nosotros, también es capaz de iluminar transformaciones, haciéndose cuerpo en todo levantamiento contra la idea de un orden absoluto.
Su herramienta política, la transgresión de Antígona, está en la voz, en el lenguaje encarnado. No hay agencia, ni fuerza performativa capaz de subversión en la parafernalia excesiva de un rebuscado lenguaje académico. En su elección por un lenguaje accesible, está también su deseo de ser leída y comprendida por sus estudiantes y por cualquiera que se acerque a sus textos. Aparece así, como un tinnitus, un silbido sutil, pero de insistencia sin tregua, la voz de Javiera en su faceta de mujer latinoamericana, migrante, con un agudo saber y sentir político.
Es desde ese temperamento crítico y combativo desde el que la autora va leyendo las reescrituras de Antígona, su instrumento de medición para las cartografías que va realizando pareciera haber sido un detector que atrae las imágenes de las Antígonas que han asumido como premisa “el valor de la vida por encima de la guerra”. De manera explícita en Tribunal de mujeres y Antígona González: memoria, justicia, archivo y verdad Javiera Núñez y Margara Millán afirman que es a esa deriva hermenéutica del mito a la que se adscriben. Es decir, a la que concibe a Antígona como una voz que “quiere hacer valer los ritos fundadores por encima de la guerra”, la voz que grita “contra la precarización de esa vida, su consideración abstracta contra los cuerpos vistos como números, contra la vida desposeída de lugar, derecho, voz, historia”. Leer desde esta perspectiva la tragedia de Antígona es también insistir en “la conminación ética del tejido de la vida cualitativa frente a su cálculo”, defender la dignidad de la vida y de la muerte.
Atraviesa la escritura de estos tres ensayos esta deriva hermenéutica, esta comprensión del mito, no como construcción narrativa circunscrita al territorio de la escena de la representación, sino como herramienta para formular preguntas a nuestro presente y como estrategia para gestar cambios en la vida. Javiera Núñez va recogiendo con una precisión quirúrgica los fragmentos del teatro político latinoamericano, las prácticas teatrales liminales que han hecho estallar la noción convencional de teatro, las reverberaciones periodísticas, las prácticas pedagógicas artísticas, la fractalidad de miradas teóricas, afectivas y anímicas, en fin, todas las imágenes que encuentra en su trayecto investigativo que, desde una noción extendida de escritura, le permitan armar la figura de Antígona como un vehículo de la anamnesis. Es sobre esta memoria activa, sobre esa que condensa la acción irreverente de una Antígona secular, que es todas, que es cualquiera, sobre la que Javiera cimienta su escritura.
Considero que esta aproximación hermenéutica al mito guarda afinidad con algunos de los postulados del filósofo René Girard, que advierte que “nuestra ciencia de los mitos lleva cuatro siglos de retraso respecto a la crítica histórica”, sumaría yo que también respecto de la crítica del arte. Los ensayos aquí reunidos de alguna manera parecieran asumir el desafío que Girard lanza al afirmar que “todos los mitos se arraigan necesariamente en violencias reales, contra víctimas reales” y que debieran por lo tanto ser tratados como documentos que de alguna manera dan cuenta de los estereotipos de violencia que se han perpetuado en nuestras sociedades mítico-rituales. La mirada aguda de Javiera Núñez escarba en las reescrituras de Antígona atrayendo como un imán las construcciones narrativas que diluyen la sólita separación entre escena/vida; ficción/realidad.
Vemos así la figura de Creón como condensadora no sólo del tirano jerarca, sino en su devenir, se transmuta en dictador latinoamericano, se trasviste de Felipe Calderón, presidente mexicano en cuya conciencia recae la vida de miles de víctimas por la llamada guerra contra el narcotráfico; deviene también, despojada de individualidad, una colectividad opresiva como lo es el Grupo México, responsable de la catástrofe en la que fallecieron 65 mineros en la mina de Pasta de Conchos y que siguen bajo tierra esperando; se aparece también como el poder del Estado patriarcal bajo el cual vivimos en México, un Estado negacionista que miente y maquilla las cifras de los miles de desaparecidos y asesinados, entre otras tantas figuras que se desprenden de las derivas escriturales de las que estos ensayos dan cuenta. Es esta aproximación crítica a las narrativas sedimentadas en el mito la que permite horadar la estructura de la representación en el arte para problematizar sin concesiones la tensión entre arte y vida. Es esta operación simbólica la que logra hilar desde una condición heterotópica las imágenes de las Antígonas, que ya no sólo se limitan a emerger como heroínas suplicantes de justicia en cuya rebeldía está el acto de exigir justicia para la digna sepultura de su hermano Polínices, atadas a un destino trágico de muerte por la osadía de romper la ley. En las Antígonas de estos ensayos Javiera Núñez cartografía el tránsito de la hermana que busca justicia a la figura de las madres buscadoras, a las Antígonas que buscan entre los tráileres de la muerte en Tamaulipas el cuerpo de sus seres amados, en las presas de la cárcel de Santa Marta Acatitla que se han apropiado de Antígona para contar su historia de injusticia, en las Antígonas González, Pérez, etc. En las mujeres todas, cualquieras, las vivas que se vuelven cuerpo colectivo para sumarse a la exigencia de justicia.
La memoria que estos ensayos articulan, la que le exigen al mito comportarse no como relato escindido de la realidad sino como documento con agencia performativa capaz de sublevación por su condición de vehículo de gesto insurrecto, es una memoria que se afirma como muro infranqueable, una memoria que no admite “verdades históricas” por parte de nadie, una que se niega a admitir la ley de clausura que impone el olvido, pero sobre todo es una memoria que se sabe cuerpo.
A Javiera Núñez Álvarez le gustaba conversar. A ella y a mí nos gustaba pensar juntas, y cuando digo pensar digo también soñar, comer, cuidar, criar, beber y fumar juntas, porque para ella pensar era también vivir, reconocer en la otra un pensamiento, una idea de algo ya pensado que aparecía como “nueva”, como “única” cuando era pronunciado en la boca de la otra. Estos ensayos son también testimonio de esa faceta de Javiera, la de la gran conversadora intelectual y afectiva, la que volvía una y otra vez sobre una idea para contrastarla y sopesarla, para acompañarla de palabras de otras y otros.
Las categorías analíticas que aparecen en estos ensayos, esas que va urdiendo para anudar las palabras y como firmes lianas poder brincar de un argumento al siguiente, de una idea a la otra, son también las huellas de sus conversaciones. Al leerla se puede imaginar como si estuviera sentada en una larga mesa llena de suculentos platillos conversando con Adriana Cavero de “horrorismo”, con Archille Mbembe de “necropolítica”, con Alain Badiou sobre “acontecimiento”, con Gilles Deleuze sobre “devenir”, con Judith Butler sobre “acto lingüístico”, con Marina Garcés sobre lo “común”, con Ileana Diéguez sobre “necroteatro”, con Cristina Rivera Garza sobre “desapropriación” y “apropriación”, con María Zambrano sobre…a Javiera le gustaba conversar. La selección precisa de los términos, de las categorías y del momento para amueblar teórica o poéticamente sus argumentos, es quizá otra de las claves para recorrer estas páginas. Entre un platillo y el otro, en una suerte de comida de varios tiempos, la autora nos va abriendo generosamente un paradigma intelectual y afectivo con el que podemos aproximarnos a su pensamiento, pero también como una invitación a conversar con esos interlocutores e interlocutoras que a ella le abrieron una vía para comprender a las Antígonas, para leer el mundo.
Paradójicamente quizá la faceta de Javiera Núñez menos explícitamente presente en los ensayos, a pesar de la ineludible presencia de lo teatral en los tres textos, es la de Javiera como mujer de teatro, actriz, directora, dramaturga, crítica, investigadora y profesora de teatro. Nada de extraño tiene esta suerte de identidad soterrada si se piensa en que la artillería académica suele insistir en separar los saberes de la praxis del hacer investigativo, que se insiste en ubicar como un hacer prioritariamente intelectual dejado en manos de la razón bibliográfica y alejado de “peligro” que podrían suponer los exuberantes saberes del cuerpo. Y, sin embargo, la singularidad de las reflexiones que se recogen en estos ensayos, la vitalidad de su pluma, no me cabe la menor duda, no podría haber sido escrita más que por una mujer que habitó la escena desde muchos de sus quehaceres.
En la trama misma de cada una de las problematizaciones que Javiera Núñez teje en estos ensayos están sus saberes de la escena. Sólo quien ha habitado el teatro por largos años puede ser capaz de sostener una fe irreductible en él y a la vez reclamarle todo lo que no ha sido capaz de hacer. Esa relación ambivalente con el teatro y sus derivas, que a ojos de algunos podría parecer una contradicción imposible de sostener en un mismo argumento, da cuenta del amor inmenso que Javiera Núñez le profesaba al teatro, a sus lenguajes, a sus escenarios. Sabía y confiaba en la capacidad del teatro, en tanto acontecimiento, para develar una verdad que permanecería oculta de otra manera, para ensayar formas de transformar la vida social y política de nuestra sociedad. Porque sabía y confiaba Javiera le hace preguntas al teatro como si se tratara de un viejo amigo con el que por los años de confianza se le puede exigir y hablar sin reparos: “¿Cómo el teatro- que es un arte de la presencia, de la presencia de los cuerpos, un arte que no existe si no hay un cuerpo frente al otro se hace cargo del cuerpo en un presente donde los cuerpos no importan?”. “¿Es la representación una herramienta que tiene sentido frente a una realidad que a todas luces aparece como irrepresentable?”. Javiera encuentra en el teatro un territorio en el que se puede disputar la justicia, un sitio para reclamar ferozmente, un vehículo posible para articular desde su potencia convivial comunidades de duelo, un territorio para perfilar las luchas comunes.
Cuando el verbo ʿdesaparecerʾ es lo único que aparece, entonces, Antígona constituye una posibilidad de lenguaje o de aparición”, dice Javiera, y en esta frase sintetiza de alguna manera su confianza en el “espectro teatral”, la Javiera actriz, dramaturga, directora, confía en el gesto implacable de la rebeldía de Antígona, en lo que la carga energética de esa imagen teatral es capaz de hacer, confía en lo que no se disuelve, en que a Antígona, que no entiende de clausuras ni desmemorias, no se le olvidará nunca lo que importa.
Y es que Javiera siempre tuvo la singularidad de tener claro, eso que por sencillo cuesta tanto en la vida tener claro: la diferencia entre lo que importa y lo que no importa. De entre todas las voces que acompañan a Javiera Núñez en sus ensayos la de Cristina Rivera Garza tiene un sitio especial. Es como si hubiera elegido sentarse a su lado para escucharla de cerquita, como si fuera su voz una voz en la que podía refugiarse siempre y sentirse acompañada. Como marca iterable que vuelve diciendo siempre las mismas cosas, pero haciendo algo distinto. Entre las líneas de Javiera aparecen con insistencia las de Rivera Garza en todos sus ensayos repitiendo “De ahí la importancia de dolerse. De la necesidad política de decir ‘tú me dueles’ y de recorrer mi historia contigo […]De ahí la urgencia estética de decir, en el más básico y también en el más desencajado de los lenguajes, esto me duele”.
A Javiera le dolía la injusticia, sabía que para no olvidar había que nombrar, confiaba en que decir Antígona era decir dignidad, que montar Antígona en los escenarios era una forma de gritar, de interrumpir; sabía también como Sarlo que “el cuerpo y el tiempo están unidos: eso es una vida, un cuerpo en el tiempo”. Y por lo tanto también que la deuda con los cuerpos que desaparecen, con las vidas que al poder no le importan, es también una deuda de tiempo. A Javiera le importaba la vida como radical afirmación contra la guerra, le importaba la justicia como ética del reconocimiento, este libro reúne eso que en verdad importa.
Decir el tiempo está después es también decir promesa, deuda, cuenta pendiente. Una tarde de primavera en la Ciudad de México, cuando ya los signos de la enfermedad comenzaban a ser difíciles de ignorar y el diagnóstico fatal había sido dictado por las voces siniestras de los médicos, cuando ya el sistema de salud le había fallado y la precarización de la vida no era un concepto sino una realidad aplastante, Javiera y yo nos pasamos una tarde refugiadas cantando nuestras canciones más amadas; el verso de Fernando Cabrera que encabeza como epígrafe este prólogo resonó esa tarde de un modo distinto, más allá de la esperanza que articula decir que “un día nos encontraremos en otro carnaval”, se escurrió como cera caliente, de esa que quema pero luego se solidifica, la certeza de saber que decir “que no hay ningún rincón, que no hay ningún atracadero que pueda disolver en su escondite lo que fuimos” es también un modo de decir que no hay escapatoria, que ni la ausencia es nunca del todo ausencia, ni hay postergación posible, porque el lenguaje de la urgencia, la voz que interrumpe, la que no admite ser ignorada por ley alguna, la voz de Antígona, la de Javiera y la de tantas mujeres a la sombra de la tragedia saben que El tiempo está después, como estuvo antes, esperándonos para hacerles justicia nombrándolas.
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«Antígonas Latinoamericanas. Mujeres a la sombra de la tragedia” es el nombre del libro póstumo de la investigadora teatral Javiera Núñez Álvarez, próximo a lanzarse bajo el sello Ediciones A89. El volumen consta de tres ensayos: “La Antígona latinoamericana como lenguaje de la urgencia”; “Tribunal de mujeres y Antígona González: memoria, justicia, archivo y verdad” –escrito junto a Márgara Millán–; y “Antígonas mexicanas. El trabajo de las mujeres a la sombra de la tragedia”.