Hace algunos meses me pidieron que presentara el segundo libro que me había tocado presentar hasta ese momento. Poquitos. He gastado más tiempo -quizás demasiado- enseñando e investigando, que leyendo lo que se escribe hoy. Sin embargo, a partir de algunas lecturas furtivas, de aquella que hice para presentar en la primavera anterior, y la que tengo el honor de presentar hoy, he sacado algunas conclusiones rudimentarias y transitorias, pero que aún, creo, pueden ser compartidas y discutidas con ustedes.
Un comentario común que recibí de otres lectores respecto a esa bella novela estival, me sorprendió. La misma observación provenía de personas muy distintas, de experiencias de lectura diversas, tanto de especialistas como de inexpertes. Se trata justamente de algo que también descubro en “Paisajes de Laverna”. El comentario, así como fue, decía: “pero en esta novela como que no pasa mucho”. Se referían,naturalmente, a la ausencia de una cadena de acciones que movilizara la historia. Qué raro, pensaba yo,mientras escuchaba, eso es así evidentemente, y hay miles de novelas en las que esto ocurre. Por qué les llama la atención.
Esta es una novela donde lo importante no es la trama ni la fábula, ni la forma en que se concatenan, tejen e intervienen las acciones de les personajes. Esa novela, y la que hoy les damos a conocer, son textos cuyo foco es la narración, la voz, y, yo diría, una narración y una voz en contexto de crisis. Y pienso que hay muchas escrituras hoy forcejeando, batallando y trajinando, con esa misma labor y cursando la misma trayectoria.
Hace tiempo que me anda rondando una idea con la que he abrumado a más de algunas personas. Dice relación, por una parte, con el momento histórico bastante complejo y peligroso que estamos viviendo, y, por otra, con la dificultad real, y creo, muy humana de no poder vernos en la inmediatez y vívidamente en la historia. Reconocernos en el momento de la pura actualidad, como identificarnos en un mapa interactivo, en un «paisaje» móvil contextual. No, no es una actividad normal, ni cotidiana, ni fácil. Y esto último por las probabilidades de que aquella toma de conciencia histórica radical implique asumir una desesperanza inmovilizadora y un pesimismo insoportable. Sin embargo, pienso que ubicarse, instalarse históricamente, se hace necesario, precisamente, por la posibilidad que abre la primera parte de mi perseverante y porfiada idea, cuya conclusión es que estamos muy – demasiado – cerca de 1933.
Cuando estudiamos las vanguardias latinoamericanas en la Facultad nuestro profesor guía de la tesis nos instó permanentemente a conocer y analizar el momento histórico en el que se habría constituido esa producción estética, y nos alentaba a tratar de comprender que sólo había sido posible porque interpretaba una “nueva forma de ver”. Y gran parte de los textos teóricos producidos sobre las vanguardias desde mediados del siglo pasado insisten en ello: “La modernidad periférica” de Sarlo, “El modernismo” de Gutiérrez Girardot, el Mario de Micheli, el “Del vanguardismo a la antipoesía” de Schopf, los textos de Shwartz, los de Nelson Osorio, y tantos otros, insisten en hacernos comprender cuál era la magnitud, la profundidad y los efectos de la experiencia de esa escena que había cambiado las formas de ver, sentir, mirar, oler, hablar, percibir.
Ahora pienso que, así como hoy parece tan natural enfrentar un holograma de un ser querido, o no poder escabullirse del mundo del trabajo porque acecha desde ese aparato que no deja de vibrar, así como también contemplamos sin asombro cómo las bombas chocan contra los escudos antimisiles, así debe haber comenzado, hace un siglo atrás. de pronto, estar arando la tierra como cualquier día y observar, por primera vez, a lo lejos esos pájaros de fuego cuyo metálico cuerpo relucía con un rayo de sol, o cómo las voces de un afuera muy lejano inundaban el espacio privado emitiéndose desde una máquina de madera de nogal.
Así es. Creo que estamos en un momento de cambio agudo, de crisis, de transformaciones en nuestra forma de ver, sentir, estar y relacionarnos. Estamos en un momento que nunca pensé, en el que, así como les detractores del jazz o el rock n’ roll, aquelles que no entendían el be boop, muy a mi pesar, sospecho del estatuto artístico del reggaetón. Cambio de episteme. Otra percepción.
Salvo, creo, algunas excepciones, es en estos momentos en que las escrituras se vuelven con más urgencia y necesidad sobre ellas mismas: para dar cuenta de los nuevos pájaros de fuego, para poder decir y palabrear esos hologramas. Para demostrar su poder de conjuro, para salvarnos de las tormentas individuales y colectivas. Para mostrar que son nuestros huidobrianos paracaídas. Para darnos un espacio de encuentro, de cobijo, un terreno donde soñar o lamernos las heridas. Así es, las escrituras sobre la escritura: Paisaje de Laverna.
El cambio de percepción provoca la crisis o viceversa, y erosiona la posibilidad de decir con palabras y formas antiguas. Desde allí, se abre el campo para el ensayo de nuevas formas de decir y escribir, representar y construir la voz.
En su especificidad y singularidad irrepetibles, la búsqueda que asume y declara el texto de Carlos Leiton, queda inscrita, desde su epígrafe, en la escenografía que despliega la presencia y figura de la diosa Laverna, cuando desde el podio que circunscribe la experiencia de la voz Víctor, de Víctor/Manuel, de Ada, coinciden las escrituras que no podían ensamblarse. Se sintonizan Caligrafía y Cómic en una canción que emite la radio que ambas voces regularmente escuchan. Canción, conjuro que invoca la construcción de una voz del cruce, una figura que recuerda los mejores pasajes de La Tirana de Diego Maquieira y que, en esta oportunidad, encarna en el cuerpo de la diosa.
El intertexto musical, presumiblemente -o por lo menos quisiera pensarlo así- escogido entre las canciones menos llamativas del “Sounds of Universe” de Depeche Mode, nos podría ofrecer la llave para des-cubrir este momento de encarnación:
«Te dicen Jezabel
Donde quiera que vamos
dicen que vas directo al infierno
por desear pecar
y que tendré que pagar por eso
no obstante, así te necesito
Te dicen Jezabel
por la forma en que vistes
que eres una inmoral
Dicen que nunca te he importado
Pero lo que no ven es que tus juegos son la clave para mi
Abre sus ojos a la belleza
Abre sus corazones al placer
abre sus mentes a la idea
de que no nos podemos poseer (…)»
(la traducción es mía)
Patrona de ladrones, pero también de IMPOSTORES, en mi lectura, Laverna se convierte en ese cuerpo que decide utilizar la voz enunciativa de este texto para construirlo. Es el dispositivo que le permite al fotógrafo usar las escrituras de Ada y viceversa, para construir un proyecto escritural. Laverna constituye el posicionamiento desde la IMPOSTACIÓN de la voz, y fabrica con sus materiales la escritura de la IMPOSTURA. En su doble acepción, como simulación, como suplantación, pero también como la consolidación de la emisión vocal para sostenerla y evitar su temblor, Laverna se convierte en el traje, en la máquina ventrilocual que permite construir una voz y fijarla en una escritura constituida desde lo material.
El texto en su trayecto va testimoniando, fotografiando y recolectando ese proceso de búsqueda de un cuerpo /voz que permita decir. Devela ese desplazamiento que se va forjando en la escritura misma. Y no uso la palabra forjar de manera ingenua o casual, sino porque precisamente la voz «LAVERNA» de muchas caras, de cuatro rostros, que (se)construye en la lengua o el idioma de las fachadas, es una que se encuentra intensamente forjando: labrando y moldeando para encontrar(se). Esa acción que reconoceremos como la operatoria de su escritura, se halla fuertemente atada a los materiales específicos a partir de los que se construye la escritura, la voz.
Así la voz se busca en los objetos desechados y olvidados que fueron en «un antes» materia prima orgánica para la construcción. La tierra, el ladrillo, sinécdoque por los muros que lucen las nuevas escrituras, transformadas en FACHADAS, simulacro y artificio, son el soporte donde se incrusta la escritura que deviene impostura. La confesión que revela (como una fotografía) el epígrafe que abre el texto/proceso de esa búsqueda, y que me parece una declaración fundacional:
«Introduce la hoja entre ladrillos, escarba, aprovecha
la humedad para tallar.
busca que el cuchillo se deslice sobre los nombres ya esbozados
Prueba tantear como ciego sobre una geografía irregular.
Intenta avanzar en lo oscuro.
es necesario explorar
las costras de metal sobre el ladrillo.
Se aleja, se devuelve, no sabe.»
De este modo, la voz vestida de Laverna, se embarca en el deambular del ir y volver, del tantear, de sondear la experiencia escritural que es, a la vez, construcción personal desde la materia y del gesto violento de modelarla. Ladrillo, tierra, superficie porosa y violentable, estriada y pesada sobre los cuales, la mano, extremidad presente en persistente movimiento, realiza la operatoria escritural: escarba el ladrillo, talla la piedra, cincela, labra, graba con la tiza.
Así como para la novela que presenté hace casi un año atrás, en Paisaje de Laverna lo poético y su Poética surgen, precisamente, de ese ensayo permanente “de intentar decir” de múltiples formas y de escribir sobre soportes y a través de distintas maquinarias que contribuyen a la obsesiva urgencia de registrar. Lo poético proviene de esa insistencia empeñada en probar, tantear, –que culmina en la constitución de una voz transitoria, que se usa y desusa porque es impostora, se imposta y faculta la IMpostura.
PAISAJE DE LAVERNA también es una obra de su tiempo, una obra que se instala en el conjunto de las escrituras sobre la escritura, y que responde en su idiolecto, en su propia lengua a las hablas públicas individuales y comunes. Es una obra de esa historia personal y colectiva. Esta obra habla la lengua de una época y a la vez en ese mismo idioma ofrece testimonio histórico de una forma de decir.
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