«Ésa es una chinampa», mencionó Selene, y como por arte de magia las ilustraciones escolares de indígenas cultivando milpas en bote se transfiguraban en estas casas con perros que rodeaban los canales de Xochimilco. Asimismo se trasponían escenas de Cantinflas y de la época de oro del cine mexicano, telenovelas de Televisa y un cuánto hay de la industria cultural mexicana. Todo es así acá: capas y capas de donde sacar jugo, sobrepuestas y recicladas como el complejo de Tlatelolco, o el del Zócalo y el Templo Mayor. Tlatelolco: doble sitio de memoria donde cayó Tenochtitlán en manos de Hernán Cortes en 1521 y donde, mucho después, más de 300 estudiantes fueron asesinados en 1968. El Zócalo: su catedral construida con las mismas piedras que los españoles le fueron arrebatando al Templo Mayor, el centro simbólico de Tenochtitlán, hoy convertido en un museo subterráneo.
En las aguas que aún permanecen evidentes, las embestidas de las embarcaciones adyacentes remecen nuestros cuerpos en vaivenes que se suman a los que ya estamos experimentando en nuestra propia trajinera a causa del agua verde en la que nos internamos. Se acrecienta también el movimiento con el son de canciones de Marco Antonio Solis, Luis Miguel y Mon Laferte. Una playlist mexicana para una perfecta salida mexicana.
El vaivén es placentero, pero se complica a medida que avanza nuestra ruta y se suman más y más embarcaciones en un canal que no crece; al contrario, se estrecha de manera misteriosa. Es instrucción implícita no sacar los brazos de la embarcación, pues cualquier choque con otra nave o con los bordes del canal puede ser perjudicial para nuestras extremidades. Por suerte Francisco, el hombre de misteriosa edad que está a cargo de nuestra navegación en «Tóxica» –nombre de nuestra trajinera–, tiene todo bajo control con su palo-remo y sus piernas rebotonas con las que nos lleva en una breve pero intensa salida por los canales. En ese proceso gradual y musical, las embestidas aumentan por el choque constante que nuestra nave aplica y recibe de otras que llevan en sus cubiertas a quienes llegaron este sábado a Xochimilco a festejar algún evento relevante para sus vidas. Tal como nosotros.
Son decenas de trajineras las que se deslizan despacio por una de las arterias que cruzan la extensión lacustre de Xochimilco. En este mismo instante, por rutas adyacentes, embarcaciones idénticas a la nuestra serpentean por otros circuitos de agua tal como lo hacemos nosotros ahora. Las barcas miden unos seis metros de largo por dos de ancho y están pintadas de rojo y añil reluctantes (un color que por acá se conoce como azul Frida). Por dentro, empotradas a la cubierta, hay dos bancas que flanquean una mesa larga en la que los pasajeros organizan reuniones flotantes con personas invariablemente alegres. Los pasajeros comparten comida y vasos rebosantes de alcohol. Está desde la celebración familiar con la parentela en pleno, hasta el grupo de amigas fresas que se empinan sucesivos shots de tequila y cantan desgañitados coros de baladas rancheras que los mariachis que abordan las trajineras armados con guitarrones afinados y canciones de desasosegadas pasiones interpretan con aplomo de charro de película. No solo se puede formar una nomenclatura en torno a las clases sociales que conviven en este balneario popular, también se puede cartografiar el paisaje humano por la disposición de los comensales: hay festejos vueltos hacia dentro y otros hacia afuera, de espalda a la mesa que atraviesa la barcaza; como el de la treintena de integrantes de un club deportivo de fútbol –a juzgar por las camisetas– que abordaron la versión más amplia de las trajineras. Saludan y sonríen muy pedos; eufóricos por alguna razón secreta que el resto de los navegantes que se cruzan con su caravana borracha desconocen, pero que a juzgar por la estridencia podría ser la obtención de algún campeonato mundial.
Vamos de fiestas. Vamos alegres. Con datos móviles en el teléfono para compartir esta colorida salida en las redes sociales. También, con unos buenos packs de cervezas Modelo –especial y oscura– y unos sacos de botanas, casi todos picantes. Salimos riendo, pero volvemos llorando. Transitamos por diversas emociones, promovidas por la ocasión, la marihuana, el mezcal y la cerveza. También, nos llega el existencialismo que por alguna peculiar razón, inminentemente, cualquier turista puede llegar a tener. En nuestro caso, hablo en colectivo porque este texto así lo será, pero me fugo en una voz particular para hablar de esto:
Una de las paradas de la ruta fueron los axolotarios, espacios en donde, sin mucho contexto ni referencia ecológica, se cría esta misteriosa especie. Insistimos en ir, en bajar de la trajinera, pagar una entrada e introducirnos a un pequeño espacio de unos cinco por cinco metros, bordeado por pequeñas peceras donde están estos anfibios. Ya sabíamos que el que estuvieran en extinción era una razón para bajar de la embarcación para verles. Lo que no sabíamos era que estaban siendo reproducidos en estas circunstancias: estrechos y tristes. Ahora el existencialismo: ¿es mejor vivir en cautiverio o dejar que se muera una especie completamente?, ¿es prioritario asegurar la existencia de una especie a toda costa? Esta voz individual dice que sí, pero sin saber para qué.
En nuestra trajinera caen todos los sentimientos. Estamos celebrando que volvimos a reunirnos luego de seis meses y celebramos también, celebro yo sobre todo, que me fugo también a mi voz, que es mi cumpleaños y que lo recibo arriba de esta embarcación, rodeada de gente que amo. Cuando los mariachis se suben a nuestra trajinera, cuando avanzan de trajinera en trajinera con sus instrumentos enormes hasta llegar a la nuestra –que ya empezó a filtrar agua por los costados–, entonan dos versiones diferentes de Las Mañanitas y ninguna es la versión que conocemos en Chile, y sobre todo ninguna es la que me cantaba mi papá cuando era mi santo, y dentro de todo agradezco que no sea la misma porque toda la escena –la gente que amo sonriéndome, los mariachis haciendo música, el sol que se refleja sobre el canal y el canto colectivo que me dedican las trajineras que nos rodean, las güeras que toman tequila y el equipo de fútbol que empina sus latas de cerveza– ya me hicieron llorar. Me siento, como me va a pasar todo el mes en México, muy pequeña, o adquiero consciencia de mi proporcionalidad en el mundo, yendo en contra de la tendencia natural de considerarse protagonista del relato propio. Cuando proponemos una ronda para brindar por quienes dejaron este plano –mi papá, por supuesto, pero también Pablo, Irene, Aurora, Cristian y todos nuestros amores que se sienten todavía más vivos en esta tierra que abraza la muerte– me siento, realmente, diminuta.
La visión de estas fiestas portátiles tiene algo de alegre y fraterno infierno. El bordado humano que asoma es un muralismo que se pinta sin cesar sobre la lisura del agua. Mientras el sol de febrero riela en la superficie del canal, la parábola de los navegantes propone un mundo en el que la abundancia de la comida, la bebida y el exceso; del alegre –y hasta eufórico– acto de compartir (se) en el baile y la embriaguez, es una representación ecuánime del paraíso prometido a la especie. El sentimiento que exige la fiesta, que sacrifica –que hace sagrado, según su raíz etimológica–; su sustrato ritual por así decirlo, entremezcla en una sola zozobra la aparición de los decibeles intensos de la risa y la lágrima. Polos contrarios que conviven y se entrelazan a diario en el imaginario popular mexicano. Esta forma de observar la realidad, rica en polaridades y principios paradójicos, pervive hasta hoy en la expresión cultural del pueblo. Sus figuras forman un mismo y frenético torrente; vida y muerte, consciente e inconsciente, vigilia y sueño, carnita y tonal asoman en alebrijes y calacas, en volutas de copal y grecas precolombinas; en la proliferación descontrolada de Lupitas y Santas muertes, pero también en la presencia de las reminiscencias de masacres y revoluciones. Al igual que el agave, la planta perteneciente a la familia de las suculentas que posee su residencia oficial en territorio mexicano, que crece a ras de suelo y es polinizada lo mismo por colibrís y murciélagos y desde donde se extrae la base para preparar el pulque y el mezcal, lo real se revela enrevesado y en todas direcciones, tal como estallan sus largas y macizas hojas.
El dualismo es de hecho una piedra angular del relato cosmogónico mexica. La pareja de creadores, la señora y el señor de la carne, conciben a dos de los dioses principales del panteón azteca; Tezcatlipoca y Quetzalcóatl. El primero es el espejo humeante; y, como Don Omar, es el señor de la noche, además de ser el dios de la transgresión, la adivinación, lo invisible e incluso del destino humano. Antagonista eterno y contrapuesto elemental de su hermano: la serpiente emplumada, tiene a la oscura y vidriosa obsidiana y al majestuoso jaguar como figuras asociadas a su señorío. Portador de flechas y de una flauta, es decir de la violencia y la música, el Tezcatlipoca negro es una deidad esencialmente ambivalente. En el mito de creación, ofrece su pierna izquierda como carnada con tal de derrotar a Cipactli, la bestia mitad lagarto mitad pez que habita el abismo oceánico que colma el caos primigenio anterior al mundo. Es el cuerpo desmembrado de este colosal monstruo marino el que, extendido sobre las desquiciadas aguas de la superficie terrestre por estos dioses guerreros, será la materia primordial que forme la tierra y el cielo tal como los conocemos. La lectura del relato mítico supone no solo el sacrificio de la pierna del dios a las fuerzas cosmogónicas del caos, sino además implica que la muerte de la criatura abisal proporciona la posibilidad de la vida. Así, destrucción y generación permanecen ligadas de manera inextricable en la tradición prehispánica mexica.
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