Me encuentro en algo así como El Dorado de mis ficciones históricas, y la emoción explota en mi cara como un vacío negativo, que es la forma antitética en la que experimento las vivencias desde que vivo en el Planeta Disociación. ¿Cómo es aterrizar en un lugar que soñaste, idealizaste e imaginaste tanto tiempo? Tal vez, sólo estoy enmudecida.
Quisiera sencillamente recepcionar lo que México quiera mostrar, y no caer en el vicio de dirigir la mirada. Sin embargo, me parece que es inevitable: veo la Revolución en todos lados, en las personas, en las relaciones, en el espacio público. Y, a partir de ahí, la reivindicación a un pasado precolombino glorioso, capaz de sostener con sus ruinas la ostentación barroca de un virreinato que hasta ahora nos deja aturdidos de impresión. ¿Era lo que esperaba?
La ciudad es enorme, el país, la cultura. Sólo me puedo conformar con un acercamiento fragmentado, un día a la vez. Los viajes en metro me desorientan, no puedo armar bien el mapa en mi cabeza, y asimismo me conflictúa armar una postal de la ciudad que voy conociendo. No sé si seré yo, o si en realidad México es inabarcable.
No creo que seas solamente tú, porque yo también me siento situada en un punto muy específico de una historia infinita cuando camino por las ruinas de Mitla, a media hora de la ciudad de Oaxaca, y cuando me explican que esta ciudad, de construcciones planas y decorada con grecas –un rectángulo de todo el ancho de la muralla que tiene en su interior formas geométricas y que recuerda, efectivamente, a la Grecia clásica–, tuvo su apogeo a partir del año 700 d.C. y que antes de eso la ciudad principal fue Monte Albán, que queda todavía más cerca de la Oaxaca moderna, y que llegó a albergar a cerca de 35 mil habitantes en el siglo anterior, quizás mil años antes de que la historia occidental erigiera a Cristo como un punto de referencia.
No se sabe por qué Monte Albán cayó, pero el milenio de diferencia se nota en la arquitectura: acá las construcciones son piramidales, como en las proximidades de la Ciudad de México en Teotihuacán, que también conocimos y que, aprendimos, antes de descubrirse como pirámides fueron consideradas como montes extraños durante largos períodos hasta que a alguien se le ocurrió ver qué había bajo la vegetación. Vamos a mirar el resto de las montañas que nos rodean preguntándonos, cada vez sin falta, cuántos de estos montes esconden debajo una pirámide.
Las pirámides son montañas domesticadas, dice Gabriela Jauregui en su libro Feral (Sexto piso, 2022), que estoy leyendo a medida que me sumerjo en México. En él, un grupo de amigas intenta entender cómo fue que una de ellas –una arqueóloga que trabajaba en Teotihuacán y que al mismo tiempo luchaba contra las industrias que estaban destruyendo el resto de los cerros en nombre del progreso– fue asesinada en las pirámides.
“Nadie se imagina todo lo que se esconde debajo de nuestros pies en este país, o al menos en este valle. Capas y capas de gente, vida, muerte, cenizas, barro, historia”, dice Eugenia, la arqueóloga, en una especie de diario. Dice también: “Lo importante es cuidar lo que estamos encontrando. Cuidar la tierra por encima y por debajo. Cuidar lo que no se ha encontrado, pero que no por eso deja de existir”. Tras su muerte, sus amigas se dedican a “seguir armando su propio expediente, uno más entre tantos expedientes extraoficiales y entre tantos testimonios que poco a poco se empezarían a ir guardando en la comuna y en tantas otras casas y espacios que surgirían y se multiplicarían en la ciudad”.
La ruina, la mujer violentada, las amigas buscando la justicia que el país no les entrega. Me recuerda también a El invencible verano de Liliana (Random House, 2021), de la también mexicana Cristina Rivera Garza, donde la autora elabora el expediente sobre el feminicidio de su hermana menor, que la fiscalía ya no tiene. Rivera Garza siente que se conecta con su hermana cuando nada. “Nadar era lo que hacíamos juntas. Íbamos por el mundo, cada una por su lado, pero acudíamos a la alberca para ser hermanas. Ese era el espacio de nuestra más íntima sororidad. Y todavía lo es. Hace casi un año me lastimé el hombro derecho y tuve que suspender mis visitas a la alberca (…) En lugar de nadar, empecé a escribir este libro. Si la herida se cierra, volveré a nadar. Quiero volver a encontrarla en el agua”.
En México entiendo el lugar que ocupa el agua, que alguna vez inundó todo y que ahora se sigue fugando.
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