Tres mudanzas con una misma constante: la lluvia que moja los muebles y las cajas a medida que van haciendo su éxodo. Tres mudanzas con otra constante mayor: todas ocurrieron después de la muerte de mi papá. ¿En qué cosas reside la esencia de un hogar? ¿Qué posibilidades abre una mudanza para una vida que se siente en ruinas? ¿Qué es lo que se muda con nosotrxs?
Empezó a llover justo a la misma hora en que sacábamos el carro cargado de cajas a la calle, al tiempo justo en que empezábamos a cargar la camioneta con todo aquello que alguna vez habíamos usado para vivir una vida, y que ahora íbamos a usar en otro lugar para vivir otra vida.
—Tenía que llover —me dijo mi hermano, como enumerando una dificultad más para esta mudanza que ya venía cuesta arriba, que ya se sentía como la última de las odiseas.
Me costó leer el whatsapp que me mandó mi hermana chica desde Cobquecura, donde nos esperaba, porque a la pantalla le iban cayendo gotitas que se sumaban a las que ya se estaban acumulando en mis lentes y que se interponían entre mis ojos y el mensaje, aunque el mensaje era claro. Era un mensaje que agradecía recibir.
—Me tomo la lluvia como una buena señal. Siempre nos ha llovido en nuestras mudanzas.
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Siempre es una palabra tramposa. En vez de un siempre, lo que hay es un nunca: mientras mi papá estuvo vivo, nunca nos mudamos de la casa en la que vivíamos en Chillán. Una casa roja donde nos acostábamos en el piso de baldosa para capear el calor, donde pasamos todos nuestros años nuevos, donde celebramos todos nuestros cumpleaños.
La casa roja: en el patio había un magnolio que alguna vez, cuando mi hermana chica era guagua, dio tres flores. Mi papá nos tomó una foto a sus tres hijos menores detrás de ese árbol que estaba recién plantado y que mucho después, cuando estuvimos en la casa por última vez, superaba en altura a la misma casa.
La casa roja: en la pieza había dos camas de bronce donde, a oscuras, mi hermana y yo conversábamos siempre antes de dormir.
La casa roja: en el fondo de la cocina había una mesa donde mi mamá se sentaba a fumar después de la once, donde mis amigas le confesaban sus secretos, donde le pedían su consejo. Allí estaba mi mamá cuando le conté que estaba pololeando por primera vez. Allí nos llevaba mi papá si hacía pesto, para que lo ayudáramos a sacar las hojas del perejil y la albahaca.
La casa roja: en el patio había tierra en la que mi papá cavó para enterrar gordos palos de madera impregnada. Era obvio que armaba columpios. Era más que evidente que eran un regalo de nuestros papás por la navidad, pero por alguna razón a mi hermana y a mí nos hizo sentido otra versión: el Viejito Pascuero no tenía tiempo de cavar la tierra y necesitaba la ayuda de nuestro papá.
Pensaba en esa tarde mientras veía cómo el piso se iba mojando con una excepcional lluvia de verano en Chillán, mientras hombres que no conocíamos cubrían los muebles con cartón y los sacaban por el ventanal del patio, porque no habían cabido por la puerta principal. De alguna manera, sentía que las cómodas y estanterías hacían un desfile solemne frente a los columpios, como si fuera una parada militar que nadie, mucho menos nosotrxs, había autorizado. Pensaba en “los columpios” en plural, aunque solamente quedaba un asiento de plástico azul colgando del travesaño, ya quemado por el sol. En ese enero de 2021 —la primera mudanza— los columpios ya tenían más de 20 años y sobrevivían apenas. Sobrevivían, capaz, como lo estábamos haciendo nosotros. Me preguntaba: qué va a hacer con estos columpios la familia que finalmente se quede con la casa, cuando vendamos esta casa, que no ha sido nunca otra cosa que una casa con columpios.
Era raro, pero me parecía que una semana atrás —cuando volvimos a abrir la casa y todavía tenía adentro camas y mesas y radios y ceniceros y cortinas— se veía más grande. Recorrí la casa pieza por pieza, sorprendida con mi propia sensación de estrechez. Nunca me pareció que la casa fuera chica, pero estoy convencida de que con muebles se veía más grande. Miraba los espacios y me repetía que eran solamente cosas materiales, que la casa vacía era ahora un objeto inanimado en mi inventario, pero la imagen me angustiaba. Nunca me gustó mirar los espacios que han sido habitados pretendiendo estar vacíos.
Me terminé por convencer: se veía más chica. Soplaban ráfagas de viento que desparramaban las gotas sobre las baldosas rojizas del patio, y yo las miraba caer mientras volvía a la tarde de navidad en la que mi papá nos instaló los columpios. Mi papá no alcanzó a ver la casa desbaratada. Mejor.
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En la pared del garage —las casas gringas siempre tienen garage— fuimos apoyando los esquíes porque resolvimos que los íbamos a vender y mis sobrinos, que tenían 15 y 12 años, dijeron que podíamos vender los suyos también, que en realidad ellos no iban a usarlos más. Antes de que un infarto sorpresivo y letal terminara con su vida, mi cuñado esquiaba. Por eso mi hermana mayor y su familia siempre vivieron en Utah, un estado heladísimo donde el invierno llegaba con metros y metros de nieve. Elegimos también algunas parkas, antiparras, unos vinilos y ropa en buen estado que no usaba tanto, así que no les recordaba tanto a él.
Era una de las secciones de una venta de garage mucho mayor, donde había muebles, maceteros, adornos, libros, películas, alfombras, sillas, veladores… Los gringos llegaban en auto pese a que vivían en el mismo vecindario. No vendimos todo, pero la cantidad de cosas bajó y eso volvió más abordable la idea de vaciar la casa, embalarla toda en plástico de burbujas y subir las pertenencias al camión que se las llevaría desde la ciudad de la nieve hasta otra donde, en cambio, había muchísima lluvia. Era la ciudad donde vivía mi sobrina mayor, donde nada —ni la casa, ni el clima, ni el paisaje— les pudiera recordar de manera tan punzante a la muerte, a la ausencia, a lo que había sido y ya no iba a ser más.
Habíamos terminado de vaciar la casa de Chillán hacía apenas unos meses. Ahora, evocaba esos días de recorrer una casa vacía como si fuera el recuerdo de otra persona, no mío. No se parecía a nuestra casa, no se sentía como nuestra casa, no tenía el tamaño de nuestra casa siquiera. Ese sentimiento que me había sorprendido en la primera mudanza había ido tomando forma en esos meses: parecía que el tamaño de nuestra casa se había expandido justamente por las cosas que contenía, como si formaran parte de la estructura que le permitía contenernos. En Utah, en cambio, esa casa de dimensiones gringas se veía todavía más grande sin los muebles, como si sus cosas hubieran tenido un poder opresivo, sofocante.
Los días —de desarmar muebles, de guardar ropa en bolsas, de envolver platos y copas— fueron largos. Toda una vida puesta en cajas, o más de una vida: la vida que tuvieron, las vidas que podrían haber tenido, las vidas que no tuvieron y también —y sobre todo— la que tenía que empezar ahora, la materia prima para levantar otra vida sobre los cimientos de esta, sobre sus escombros. Quedaba a la vista: el interior de la casa vacía era un cadáver blanco, un espacio donde costaba creer que había habido vida.
Me sorprende pensar que una casa, lo que esencialmente compone una casa —un hogar—, se pueda mudar de un lugar a otro. Nuestra casa de Chillán, la de la primera mudanza, todavía existe dentro de una bodega y esperamos volver a armarla en otro sitio, en una casa nueva que pueda ser de alguna forma la casa: perdura el mismo comedor donde habíamos almorzado siempre, los mismos sillones donde mi mamá se sentaba a tejer con mi abuela, la misma mesa de centro sobre la que yo jugaba con el ruido de los palillos de fondo antes de aprender a tejer.
En cambio, en la segunda mudanza en EEUU, muchas cosas se vendieron. El comedor, por ejemplo, no iba a caber en la casa nueva, así que lo dejamos ir. Me gustaba pensar que no fueran a comer en la misma mesa. Probablemente su nueva casa no se vería por dentro como esa que estábamos vaciando. Ojalá, pensé, no se parezca en nada a esta. Ojalá, pensé, no les recuerde en lo absoluto a esta.
Mi hermana se había mudado varias veces, así que sus brazos se movían con rapidez para pegar cinta de embalaje en las cajas, para envolver los vidrios en unas frazadas especiales que los protegían de quebrarse, para ir apilando, uno arriba de otro, los pedazos de vida que estaba rescatando para plantarlos en otro sitio.
Corríamos mientras trasladábamos al camión las plantas, las lámparas que no se pudieron embalar mejor y las bolsas de ropa, porque aunque el camino era corto nos mojábamos: ese día también llovía. Los de la mudanza, que eran latinos como nosotros, subieron las cosas más pesadas y le destacaron su destreza mudatoria.
Puede haber sido una coincidencia, pero dentro de los libros que empacamos había un diccionario en español donde “mudar” significaba “dejar la casa que se habita y pasar a vivir en otra”, y también “desprenderse de las plumas” y “dejar el modo de vida o el afecto que antes se tenía, trocándolo por otro”. Mientras la lluvia nos mojaba las cajas que íbamos subiendo al cajón, yo quería —yo conjuraba— que mi hermana realmente se mudara en esa mudanza.
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Ahora, en esta tercera mudanza que quizás no sea la última, también se pone a llover apenas empezamos a subir las cajas a la camioneta que arrendamos para llevarnos las cosas hasta Cobquecura. Cuando mi papá murió, mi mamá se fue a vivir a esa playa que siempre fue un refugio para mi familia. Ahora mi cama va a ser su cama, porque a este departamento —donde viví casi todos mis años de universidad, donde vivió mi hermana chica todos los suyos conmigo, y donde vivimos además la enfermedad de nuestro papá, la promesa de su recuperación y sobre todo el duelo de su muerte— también vamos a dejarlo ir.
Fue con mi papá con quien vinimos a verlo por primera vez. Nos abrió un matrimonio que lo vendía porque se iban de Santiago y mi papá no se convenció. Le dije: “está a tres cuadras de mi U”, “es pequeño pero no necesito más”, “si lo organizamos bien se va a ver más espacioso”… Mi papá compró el departamento con su único activo: las acciones que la IANSA le traspasó a sus trabajadores cuando se privatizó, que fue una moneda de cambio para que no se opusieran a la operación. Mi papá trabajó 61 años en la IANSA. Mi papá murió hace cuatro años y este depto que desocupamos la semana pasada era todavía un albergue que se desprendía de esa trayectoria. Mi papá compró el departamento no porque estuviera convencido, sino porque confiaba en mí, y en estos 11 años hicimos de ese departamento, del 405A, un hogar.
Mi hermano bajó todas las cosas y, a pesar de que no parecía posible bajo ningún parámetro matemático, el colchón cupo encima de las cajas y pudimos llevarnos todo hasta Cobquecura. “Qué bueno que fuiste scout”, le dije mientras él aseguraba con una cuerda de nylon verde —la cuerda que usaba nuestro papá para cualquier cosa, la cuerda que podríamos decir que nos heredó— la cama y las cajas a la camioneta. Se lo dije grabándolo, y me dijo con voz casi susurrada que en realidad eran nudos de pescador, no de scout, y la forma en que respondió me recordó a los videos que yo le grababa a mi papá mucho antes de saber que iba a convertirme en periodista, cuando le preguntaba qué estaba haciendo y me respondía, con voz baja y mucha paciencia: “preparando el pescado para congelarlo”, y yo le preguntaba de nuevo: “cuánto dura un pescado congelado en el freezer”, y después le preguntaba: “nunca te ha caído una escama en el ojo mientras limpias los pescados”.
De vuelta en Santiago, me pasé la primera noche en mi nueva casa —la casa que voy a compartir con una amiga, porque no me hizo sentido vivir de forma individual en un departamento que, contra todo pronóstico, sentía demasiado grande después de que mi hermana se fue— revisando las fotos que mi celular tenía ubicadas en el departamento, en el punto donde intersectan las calles Marín y Lira. Eran más de siete mil y en ellas la vida de ese espacio se volvía transparente: era una casa distinta cuando yo vivía sola, una casa que empecé a habitar cuando llegó mi hermana. Había distintas versiones de la pared del living: un papel mural azul que a mí me recordaba al mar, luego una pizarra negra donde ella dibujó con tiza las fases del ciclo lunar y frases como “ámate mucho”. Luego, había una pared blanca donde instaló una repisa y le puso marcos de fotos. En las fotos y en las versiones de la pared se veía cómo mi hermana se convirtió en diseñadora.
Había fotos de mi papá durmiendo siesta en el futón conmigo. Había fotos de mi papá haciendo pesto en nuestra cocina. Había fotos de mi papá soplando las velas de sus 80 años, los últimos que cumplió. Había, incluso, un video de mi papá bailando cuando le entregaba un regalo de navidad a mi mamá que esta vez no eran columpios, que esta vez cabía en la bolsa que colgaba de su mano. Fue la última navidad que pasamos juntos, cuando estábamos esperando que empezara su quimioterapia. En el video se escuchan nuestras risas de fondo y se le ve sonriendo detrás de la expresión seria que busca mantener para darle solemnidad al acto, para que el contraste entre el baile y la seriedad provoque justo lo que provoca: que nos dé risa.
Antes de salir a Cobquecura, subí a revisar que nada se nos quedara. El sonido de mis pasos chocaba con las paredes. Me imagino que también mi voz hubiera hecho eco, pero no dije nada.
Siempre nos ha llovido en nuestras mudanzas.
Nunca nos mudamos mientras mi papá estuvo vivo.
A veces pienso: mi papá ha estado en esas lluvias.
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