En su segundo libro, la escritora, periodista y miembra de La Raza Cómica se adentra en la historia detrás del robo del busto de Arturo Prat pocos días antes del 21 de mayo y nos presenta a tres personajes: un estudiante aymara discriminado por su origen, su abuela que migró desde el altiplano a Alto Hospicio en busca de mejores oportunidades laborales y su compañero de curso que mira la historia desde afuera. El libro es una crítica a la forma en la que se ha promovido e instalado el Estado Nación en una zona extrema como lo es la región de Tarapacá, donde ella misma creció.
El mismo día en que aterrizó en Iquique para lanzar allá Iconoclastas (Navaja, 2024), una novela que cuenta la historia detrás de la desaparición del busto de Arturo Prat de Alto Hospicio pocos días antes del desfile del 21 de mayo, Francisca Palma recibió un video de su hermano: su sobrino de 4 años marchaba en alguna de las calles de la misma ciudad como tantas generaciones de estudiantes antes que él. Como la autora cuando era escolar. “Seguimos en lo mismo”, dice ahora la periodista y escritora, a pocos días de lanzar el libro en Santiago.
En la novela, a Michael Mamani y a sus amigos les dicen “paisanos”, como suelen apodar despectivamente en el norte a quienes tienen ascendencia aymara. Faltan pocos días para esa fecha conocida como “Glorias Navales” y los integrantes del “Team Delica” –nombre que reciben porque se mueven en un furgón Mitsubishi de este modelo– saben que tendrán que participar del desfile que pasa frente al citado busto. Todos los años desfilan frente a la estatua estudiantes como ellos, pero también centros de madres, jardines infantiles, cuerpos de bomberos, organizaciones sociales. ¿De qué manera podrían evitar participar de ese desfile que rinde honor a una figura que se siente, de alguna forma, opresiva para ellos? Entonces aparece la idea: no se puede hacer el desfile para Arturo Prat si Arturo Prat no está.
Además de la voz de Michael, está la de su abuela Graciela –o Quela–, que llegó a Alto Hospicio desde Enquelga –poblado del altiplano tarapaqueño– en busca de oportunidades laborales luego del proceso denominado como chilenización de Tarapacá. También habla Manríquez, un compañero de curso de Michael con quien comparte la micro para volver del preuniversitario. A veces, cuando el micrero lleva las luces encendidas, se pueden mirar a ellos mismos en el reflejo del vidrio, por encima de un Iquique que “es como un gran árbol de navidad que alguien dejó acostado a la orilla del mar”. Como sus apellidos están seguidos en la lista del curso, les toca hacer los trabajos del colegio juntos en su último año de enseñanza media en un liceo de corte católico.
Se trata de la primera novela de Francisca, pero es su segundo libro: antes publicó Iquique glorioso. Crónicas de la tierra de campeones (Ediciones Radio Universidad de Chile, 2016), un compendio de historias que también funcionaban como una puerta para profundizar en esa tierra que la vio crecer. Por eso quiso que Iconoclastas fuese editado por un sello local –Navaja es, en efecto, una editorial iquiqueña– y que el lanzamiento ocurriera primero allá.
En Santiago, el libro será presentado por las escritoras Arelis Uribe y Daniela Catrileo este 31 de mayo a las 19:00 horas en Casa Taller Teatro Sur (Maipú 353, Barrio Yungay). La autora, miembra de La Raza Cómica, también lanzará el fanzine “La Huerta”, del naciente proyecto Blueditorial.
Conversamos con nuestra Fran para adentrarnos en su novela, su imaginario y sus futuros proyectos.
¿Cómo nació tu libro?
La idea de este libro nació hace muchos años, alrededor de 2015, a raíz de una historia que me contó mi hermano que todavía no sé si es verdad o mentira. Él había oído que pasó algo así, un robo del busto de Arturo Prat. Mi anterior libro, que contiene las crónicas de Iquique, también surgió porque mi hermano me dijo “oye, sería bacán cachar estas historias más mínimas, más chiquitas de la ciudad”. Alguna vez tiró ese comentario y salieron las crónicas con las que también me titulé como periodista de la U. de Chile, con Faride Zerán como profe guía. Ahora tiró este otro y salió la novela, que es como un cuento largo a tres voces, que se fue extendiendo desde el 2015. Lo mostré a algunos amigos y luego a la editorial, y a ellos les gustó porque es una historia muy situada, muy local, y tiene ese grado de pertinencia allá. Con el lanzamiento me gustaría ver cómo se evalúa acá, porque acá la lectura va a ser más literaria que emotiva.
¿Y por qué elegiste esas tres voces para entrar a la historia?
Yo diría que se fue dando, porque en el libro anterior yo investigué periodística e históricamente algunas cosas que habían pasado en la región, como la chilenización de Tarapacá, que es el proceso que se da después de que Chile se adjudica administrativamente el territorio del sur de Perú luego de la Guerra del Pacífico. Se aplicó un proceso muy intencionado desde el Estado con el fin de chilenizar la tierra, por ejemplo haciendo que la gente desfile y marcando los “días patrios”. Eso yo lo investigué para una crónica y me quedé con todo el imaginario sobre ese proceso, que fue muy violento. No sé si tiene punto de comparación con la “pacificación de la Araucanía”, pero es parte de los procesos de conformación del Estado Nación actual: muy a la fuerza.
En la historia, la abuela Graciela conoce por primera vez la bandera de Chile en una escuela rural que se abre en su localidad. ¿Eso es parte de ese proceso?
Está inspirado en lo que hablé con una de mis principales fuentes sobre este tema, que fue el premio Nacional de Historia Sergio González Miranda, y en lo que leí sobre cómo se daba la chilenización en la escuela. Ahí surgen los personajes de los estudiantes que se roban al Arturo Prat, pero también está la abuela que vivió la chilenización. Históricamente, en términos temporales, las generaciones no coinciden, pero da lo mismo porque es ficción, es literatura.
Esa historia, la de la migración desde Enquelga a Alto Hospicio, ¿en qué momento te interesó conocerla? ¿De qué manera entraste a ella?
También por el primer libro, pero por otra historia que tiene que ver con memoria y derechos humanos y que se cruza con el mundo indígena. Es el trabajo de investigación de Freddy Taberna Gallegos, geógrafo asesinado por la dictadura. Él tenía un plan de incorporar a las comunidades aymara a la Unidad Popular y se interesó por ese mundo, muy desconocido en su momento. Si bien el territorio del norte de Chile se anexa oficialmente a inicios del siglo XX, en los 60 y 70 era un territorio tremendamente desconocido todavía. Él empieza a investigar, proponiendo un plan de desarrollo para los pueblos del interior, con la idea de que no se tuvieran que ir de su lugar. La gente se tiene que venir porque en el interior no pasa mucho o más bien, las oportunidades económicas de subsistencia chocan con el mundo contemporáneo neoliberal.
¿Y Manríquez, el compañero que ve desde afuera, cómo se construye?
En su momento no lo pensé así, pero ahora que te lo estoy diciendo lo pienso. Es como la voz externa, son los otros, los que compartimos con ellos… quizás es mi voz, pero no soy yo. Es una voz de hombre.
¿Era una manera de entrar en el relato de una manera “legítima”, sin sentir que te estabas “apropiando” de la historia?
Esa era una de mis preocupaciones: que no se tomara como que yo me creía aymara ni como apropiación cultural. Seguramente caigo en algunos clichés y estereotipos, probablemente sí lo haga, pero es lo que yo conocía de ellos. Así se configuran esas tres voces, y con el tiempo se fueron definiendo más.
En el libro aparece el tema de esa migración, el desfile del 21 de mayo, la explosión de la fábrica de armamento de Cardoen… ¿Existía la intención de que el libro fuera una especie de memoria cultural de esa tierra?
Sí, totalmente. Yo creo que esto podría haberlo trabajado unos años más y haber hecho un libro mucho más grande, pero tampoco era la idea y yo ya estaba ansiosa por publicar la historia. Es una especie un anecdotario cultural y en el lanzamiento en Iquique lo dije: temí que se tomara como uno, pero también creo que es bueno que sea un anecdotario cultural, porque hay gente que no tiene cómo imaginar lo que pasa allá.
Es algo que también se notaba en el lanzamiento, cuando las presentadoras hablaron y enumeraron las vivencias que les habían resonado, como la misma música de los Gennimans.
Exacto. Es lo que vio nuestra generación, por eso está situado en los 2000, que es cuando yo estaba allá estudiando en el liceo. Por ejemplo ese desfile, el que describo, donde desfilan los centros de madres y las guaguas en coche, eso yo lo vi. Era realmente absurdo, pero también muy folclórico. La idea tampoco era romantizarlo, pero sí visibilizar que eso se hacía y para todo el mundo estaba bien. O sea, en la mañana del mismo día en que lanzamos el libro, mi hermano me mandó un video de mi sobrino desfilando. Yo pensé: “puta madre, seguimos en lo mismo”. Es un imaginario muy militarizado. Yo voy a trabajar todas las mañanas a la Casa Central de la Universidad de Chile y cuando toca el cambio de guardia trato de no marchar. Porque está en mi cabeza: izquierda, izquierda, izquierda, derecha, izquierda. Y me costó un tiempo no estar al paso. Si tuviera un hijo, no dejaría que ese hijo desfilara.
¿Cómo cambió tu escritura en este proceso que te tomó casi diez años?
Yo partí en 2015, donde había leído el diez por ciento de las cosas que he leído ahora. También hay un imaginario literario mucho más nutrido con todo lo que he leído después.
¿De qué manera te marca el haber crecido en Iquique y Alto Hospicio? Como autora, ¿por qué seguir volviendo en la voz narrativa a ese lugar?
Es una tierra muy rica. Lo que se revisa en este libro, de manera crítica y muy sutil a través de la historia de los personajes, es la visión de un lugar que sigue siendo muchas cosas a la vez y que tiene una gran potencia cultural. Iquique todavía es Perú, Iquique todavía es Bolivia, porque aunque no fue oficialmente Bolivia, culturalmente sí lo es. La primera vez que visité La Paz o cuando fui a Perú, ahí entendí todo: por qué el lugar es así, por qué venden lo que venden. A Santiago llegó la comida, con la ola migratoria en los noventa, pero en Iquique siempre fue así. Creo que hay un escenario de disputas culturales muy rico para imaginar. Por eso quisiera que crezca y a su vez aportar a la movida literaria de allá: porque vale la pena narrar cada lugar, pero especialmente las regiones tienen un valor particular, y Tarapacá es una región extrema, una región pobre, una región que “no importa” en el imaginario social.
Y también está muy ligada a un aspecto específico de su identidad, casi instrumentalizada a partir de eso, como puede ser la idea de la “zona franca”.
La idea del libro fue tratar de decir que hay más. Lo que hay, ese “algo”, no necesariamente sea mejor, pero es mucho más que eso.
Tú dices que cada lugar merece ser contado, pero también este es el lugar que te tocó a ti, es el que más conoces.
Y lo quiero seguir abordando, estoy en ello. Tengo otros cuentos sobre el norte que estoy trabajando y que me gustaría publicar; también estoy haciendo un poemario sobre el desierto. Ese poemario también nació por mi hermano, que siempre me manda fotos de los sobrinos, y una vez, en septiembre, me mandó una foto de los niños encumbrando volantines. Y recordé el viento que movía los que yo encumbré en el cerro La Tortuga cuando aún no habían casas y subíamos para esa fecha. Por eso creo que tendrá un nombre que aluda a ese soplido: “La continuidad histórica del viento”. Por ahí también aparece la bestia que tenemos en la ciudad misma que es el Cerro Dragón, la violencia de la dictadura y elucubraciones sobre el desierto visto desde el cielo, en una cámara cenital.
Cuando tú creciste en el imaginario no existían relatos institucionalizados sobre tu propia tierra y ahora los estás creando, y tus sobrinos van a crecer con esos relatos.
Yo no sé cuánto alcance va a tener el libro, porque la editorial es pequeña, pero se puede postular a un fondo para llegar a las bibliotecas municipales y eso sería muy lindo. Me gustaría tener instancias de mediación y jugar con lxs niñxs. Para el lanzamiento hice dibujos que aparecen en la novela, para convertirlos en stickers: un furgón Delica, una polilla, una botella de Cusqueña. El otro día se los pasé a un amigo y le dije: a ver, inventa la historia a partir de estas imágenes. Podría ser un ejercicio. Lo que a mí me gustaría es que esta historia fuese un aporte.
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