Aunque está radicada en México, el país plataforma para los músicos latinoamericanos, Amapola Malahierba –con sus 12 mil oyentes mensuales en Spotify– se desenvuelve allá como Amapola Cortés, estudiante del Doctorado de Antropología de la UAM. “Vivo de mi trabajo académico, porque si tuviera que vivir de la música no podría hacer presentaciones gratis, solidarias o con una causa detrás, y lo que quiero es seguir haciéndolo”, dice. De paso en Chile, conversó con La Raza Cómica sobre la muerte, la memoria y la conexión que permite la música.
En las 11 presentaciones que realizó Amapola Malahierba (33) en su estadía de tres meses en Chile, nunca dejó de cantar “El Volcán”, una canción que lanzó en 2023 y que escribió un par de meses después de la partida de su abuela. Terminada cada tocata, más de una persona se acercó a Amapola para agradecerle por esa canción. “Mil magias probaré / para poder hablarte / cuando la luna esté / redonda y brillante”, canta ella, en una melodía suave y lenta, melancólica pero tranquila, quizás esperanzadora, y entre quienes la escuchan hay siempre, sin falta, personas que se tocan el nacimiento de los ojos, la punta de la nariz.
Es una canción que escribió en México, el país donde vive hace dos años y donde antes ya vivió otros tres. Allá estaba cuando le contaron que su abuela estaba enferma, grave, y aunque tomó un avión al día siguiente, no alcanzó a encontrarla viva. Ese mismo mayo, Amapola escribió una primera canción que se llama “Manzano” y que nunca, explica, canta en vivo. “Porque me destruye”, dice. “Nunca pensé abrazar el vacío”, recita la versión envasada de esa canción que ya no entona.
“Siento que fueron momentos distintos del duelo, porque esa canción no tenía ninguna salida de esa tristeza, y esta segunda canción la escribí con la esperanza de que, pese a que murió, yo todavía le pueda hablar. Y es difícil, pero hay alguna manera, alguna”, dice en esta tarde de comienzos de junio, después de cantar en un mercado vegano en Barrio Yungay.
Su abuela, Bery de la Fuente, fue maestra y una destacada dirigenta de las y los jubilados dentro del Colegio de Profesores. Su muerte conmocionó a su gremio y la propia ministra de la mujer, Antonia Orellana, envió sus condolencias ante la partida de esta «luchadora incansable», de quien destacó su «tesón y cariño». Pero en “El Volcán”, lo que Amapola recuerda son las tardes en que veían televisión acostadas en su cama, tomando té.
“Mi abuela fue increíble, fue una gran luchadora por los derechos y una abuela grandilocuente –sería fácil adoptar ese discurso–, pero hay un ámbito muy chiquitito de mi abuela conmigo, que tiene que ver con mirar El Mentalista con ella acostada, mientras me hacía cariño. Es una dimensión muy micro, muy chiquitita, y que adoro y atesoro, que es hermosa para mí”, dice.
Hace poco, cuando estuvo en el sur visitando a su familia paterna, le pidieron cantarla y la esposa de su tío se emocionó recordando a su propio padre. “Yo me puse a llorar, pero no por mi sentimiento, sino por mi tía que estaba llorando al lado. A ella se le murió su papá hace tiempo, pero se conectó con esa emoción”, recuerda.
“Muerte y vida no puedo conciliar”, dice en la canción, y profundiza en eso en esta entrevista. “Antes de la muerte de mi abuela, yo era muy absolutista y pensaba que la muerte era el final de todo, el fin de la conciencia. Pero la muerte de mi abuela lo cambió todo. Yo no creo en Dios, no creo en el cielo, ni el infierno, ni en nada de eso, pero me di cuenta de que necesitaba un lugar para poner a mi abuela. Ahora sí existe el cielo. Mi abuela inauguró el cielo. Porque yo sé que mi abuela no se murió, o que, aunque haya muerto, no dejó de existir. La pregunta ahora es: ¿dónde la pongo yo?”, comparte.
Es una pregunta que ella puede hacerse desde dos veredas, desde las dos vertientes que estructuran una especie de doble vida: además de su carrera como cantante –con los álbumes Disco Negro (2017) y Hierbas para la tristeza (2019), y con más de 12 mil oyentes mensuales en Spotify–, Amapola Cortés es académica. Investigadora. De eso vive, explica, eso es lo que hace en México. Amapola se mudó a México, el país donde artistas chilenos como Mon Laferte y Los Bunkers emigraron para impulsar su carrera, para hacer el Doctorado en Antropología en la U. Autónoma Metropolitana.
“Creo que la muerte, desde lo antropológico, es el gran tema que nos ha definido como especie. Otros animales también tienen sus ritos, pero la humanidad se define también por lo que hace en torno a la muerte: cómo empezar a entender dónde están esos seres, qué hacemos para honrar sus vidas”, dice. También algo de su vida actual –en el país del Día de Muertos y trabajando en el Museo de Tlatelolco, donde estudia cómo los movimientos sociales han ingresado en la museografía– ha permeado en su pensamiento y, por ende, en su música.
“En los museos se trabaja el tema de la memoria y de entender que las memorias están vivas. La memoria de las personas que se van sigue viva. Por eso se dice que ‘pasaron a la siguiente etapa’ o que ‘están en otro momento de la vida’. Es verdad que están en ‘otro momento’, porque seguimos hablando de ellos. El otro día fui a una actividad que hicieron en el Colegio de Profesores en la que se juntaron a hablar de mi abuela. O sea, hay una vida de ella ahí todavía, de ella y de todas las personas que han sido amadas”, dice.
La música como un paisaje colectivo
La canción de su abuela: la televisión encendida, un té y una cama. Amapola no se define como trovadora, ni como exponente del folk, ni del punk, aunque seguramente haya en ella un poco de todo eso: se define como una “cantora de canciones y paisajes”.
“Me gusta crear imágenes con el texto y con la escritura. Era un gran desafío para mí generar canciones que fueran visuales, porque para mí lo visual es algo muy importante, y la música es una cuestión muy inmaterial”, comparte. Con una licenciatura en Historia del Arte de la U. de Chile y una maestría en Estudios Latinoamericanos de la U. Nacional Autónoma de México, Amapola tiene una sensibilidad especial con las imágenes y los íconos. Su primer disco, por ejemplo, incluyó un fanzine donde pidió a diferentes ilustradores interpretar una de sus canciones, que fue impreso por la microeditorial Hambre Hambre Hambre.
La música, dice, siempre estuvo ahí. En su madre, actriz e histriónica, y en su padre, que toca guitarra y canta todos los días, aunque no se dedica profesionalmente a eso. A su hermana menor Manul –música como ella y, asegura, de forma más profesional– le inculcó desde su infancia que aprendiera un instrumento, y le dijo que mejor fuera el bajo, porque guitarra ya tocaban todos. El pasado 5 de abril, Amapola agotó dos conciertos seguidos en Espacio del Ángel, donde su hermana la teloneó y luego la acompañó en el bajo.
Pero antes, mucho antes, cuando todavía era estudiante y necesitaba plata, estuvieron las micros, donde aprendió a cantar fuerte. Prefería la micro que cantar para sus amigxs en fiestas. “Nunca canté en la fogata y nunca me ha gustado ese momento de romper la conversación y pedir que me escuchen, no me gusta y me cuesta mucho. En la micro nadie va haciendo nada más y nadie se puede ir antes de su paradero. Tampoco había una disposición a querer escucharte, había que vencer esa barrera”, recuerda. Cantaba un repertorio que define como “despechado”: Paquita la del Barrio, Cecilia, Violeta Parra.
“Llevaré enredadas en el pelo / hierbas para la tristeza que me crece / con algunos días, con algunas lunas / Hierbas para la tristeza plantaré en mi huerta / y aunque no esté triste / hierbas para la tristeza plantaré”, dice una de sus canciones más exitosas, que alude directamente a “La jardinera” y a su cogollo de toronjil.
Decidirse a escribir sus canciones fue difícil. “Me preguntaba: ¿por qué voy a cantar mis canciones? ¿A quién le interesa lo que a mí me está pasando en mi interior? Encontraba que era muy autorreferente y además tenía tan grandes referentes de la escritura en la música, ¡qué me iba a meter yo! Después de que la Violeta había escrito los versos más hermosos, ¿qué podía hacer yo?”, recuerda. El sentimiento se esfumó cuando empezó a compartir sus canciones y a descubrir que sus oyentes conectaban con ella. “Dejó de ser algo individual y se transformó en una cuestión colectiva, que es mucho más, que para mí tiene todo el sentido”, dice.
En la música, dice, a menudo se le abren las puertas sin que se esfuerce demasiado –recientemente la invitaron a cantar en Argentina y en Paraguay, por ejemplo– pero su trabajo principal, lo que le paga un sueldo que le permite cantar en festivales de cine y mercados veganos, es el trabajo investigativo, donde a veces todo se siente árido, cuesta arriba. “Yo no vivo de la música: yo vivo de mi trabajo académico, que también es difícil. A mí me encanta la música y me encanta tocar en actividades donde mi participación no depende de cuánto me pueden pagar, pero al mismo tiempo sé que así es muy difícil tener estabilidad económica. Si yo tuviera que vivir de la música, tendría que rechazar muchas cosas para que la gente vaya a mis conciertos y pague la entrada, y no hacer tantas presentaciones gratis, que son solidarias o que tienen una causa detrás, y lo que yo quiero es seguir haciéndolo”, dice.
De todas maneras, percibe una expectativa cada vez que dice que vive en México. “Ahora que vine a Chile me lo han preguntado, porque la gente no tiene por qué saber que yo me fui a estudiar Antropología y no a hacer una carrera musical, porque además mi segunda vida no es algo que yo publique demasiado. Soy como Hannah Montana, me dice mi compa. De hecho, me pasa que la gente que me conoce por los estudios y ve mi Instagram me dice: ‘puro canto, ¿dónde están las ponencias?’, y ahora que llegué acá otros me decían ‘¿allá cómo te ha ido?’ ‘¿estás con tour manager?’ y otros términos técnicos que yo no manejo, porque no lo hago”, cuenta.
En cambio, prueba otras mil magias para compatibilizar esas dos vidas. Cantar en el Festival de Cine Anarquista en Argentina en la misma fecha en que expone en un Congreso de Antropología. Venirse por tres meses a Chile a hacer el trabajo de campo de su doctorado en el Museo del Estallido Social, al tiempo en que organiza pequeñas tocatas que se llenan, donde a veces hay que pagar 5 mil pesos y a veces se puede ir gratis.
El sábado 15 de junio, pocos días antes de volver a México, hizo su última presentación en Chile, en un centro cultural-casa okupa en Barrio Huemul. Antes preguntó en Instagram a sus 17 mil seguidores si la acompañarían en una última fecha, y la respuesta fue tan contundente como la asistencia a ese concierto donde le pidieron que volviera pronto, donde le pidieron que siguiera cantando en ese patio, todxs reunidxs en medio de un fogón.
Revisa este concierto de Amapola Malahierba en Argentina, de abril del 2024
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