Mi mamá me enseñó a tejer a los nueve años, pero recién me atreví a terminar mi primer chaleco a los 27, el mismo mes en que falleció mi papá. El tejido me enseñó una primera lección: todavía rota, todavía oscura, todavía a medias: podía crear cosas, podía tomar una madeja con mis manos y convertirla en abrigo para mí misma y para otros.
El tañido de los palillos chocando el uno con el otro a un ritmo constante, escribiendo un pulso musical, convirtiéndose invierno tras invierno en una banda sonora: la del living de mi casa, en Chillán, que se mezclaba con el ruido del fuego chocando contra el vidrio de la estufa y con los murmullos de mi madre que cada cierto tiempo constataba números, reveses y derechos, y también que emitía algunos “no” y algunos “bien”.
Al principio yo hacía otras cosas, como jugar a las barbies o dibujar o hablarle a ella, que me contestaba siempre y cuando no estuviera contando puntos. Me sentaba en la alfombra frente al sofá donde ella tejía y la acompañaba, hasta que un año le pregunté si tejer era muy difícil de aprender. Tenía 9 y era una tarde de junio de 2002. Mi mamá me sentó a su lado y me enseñó primero a urdir con dos palillos juntos en la mano derecha y con la lana estirada entre el pulgar y el índice de la izquierda. Después me enseñó a tejer hacia la izquierda y luego, sin dar vuelta el tejido, a devolverme con la otra mano hacia la derecha. Me enseñó tal como ella había aprendido a tejer y pensé que así era como se tejía; no pensé que fuera una rareza, pero en un video que quedó de ese día ella dice: por favor que quede grabado que mi hija aprendió a tejer y hazle un zoom, para que se vea que ella y yo, las dos, estamos tejiendo para el mismo lado.
Mi mamá me enseñó a tejer cuando ella tenía 41 años y ya llevaba toda una vida tejiendo. Aprendió en Cauquenes, donde nació y creció, con dos fierros delgados que mi Tata adaptó para que funcionaran como palillos: les dobló un extremo para que los puntos no se salieran por atrás. Mi mamá y su hermana –que era un año y medio mayor y que mucho tiempo después se iba a convertir en mi madrina– aprendieron a tejer juntas, porque siempre vieron tejer a mi Lela, su mamá, que era telegrafista en la oficina de Correos.
Mi Lela le enseñó a mi mamá a tejer los derechos y luego, cuando terminó la corrida y le correspondía devolverse, ya no la encontró para que le enseñara a dar vuelta el tejido. Así que mi mamá improvisó. Cambió la lana de mano y tomó los mismos puntos con la mano contraria. Así se convirtió en ambidiestra del tejido y terminó transformándose en una marca personal, que como yo heredé pasó a ser familiar.
Mi mamá le tejía ropa a sus muñecas y después, más grande, ya de adoelscente, se la tejía a ella misma. Como su familia no tenía cómo comprarle ropa nueva cada temporada, mi mamá tomaba la misma lana una y otra vez y la deshacía para ensayar otros modelos que camuflaran que se trataba de la misma materia prima. Se tejía con algodón delgado para el verano, se tejía con lana de oveja para el invierno.
Fueron varios inviernos los que estuve tejiendo una franja angosta de lana verdosa que no alcanzaba a ser una bufanda de muñeca. Era un paño irregular, con los puntos muy apretados, tan apretados que eventualmente no me cabían los palillos y la lana se ponía a chirriar. Entonces se lo pasaba a mi madre, que me los soltaba. Retomaba hasta que ella tenía que volver a intervenir. Tejí y destejí la misma lana verdosa hasta que el tejido me quedó parejo. Todos los años pensaba que se me había olvidado y todos los años volvía a tomar los palillos y lo iba recordando con el tacto. Había algo familiar en el roce de la lana con mis dedos, en el tañido de los palillos, en el murmullo de una voz femenina contando puntos, identificando errores, enmendándolos con un crochet.
Siempre usé ropa tejida por mi mamá o por mi Lela o por mi madrina. Mi abuela me tejió un vestido de hilo blanco para el verano y si revisamos las fotos de nuestra infancia, le tejió a todos y todas mis primas. Hizo una vez una falda plisada a base de columnas de derechos y reveses que se iban ensanchando a medida que bajaban.
Mi mamá me tejió decenas de chalecos con mezclas de colores; tejió minifaldas a juego con los sweaters como si fueran trajes de dos piezas; me tejió un abrigo crudo que se amarraba con un cinturón también de lana, y me tejió todo lo que alguna vez le pregunté si podría tejerme.
Mi madrina me tejió una manta para taparme mientras leyera que tenía la forma de una cola de sirena y me tejió, cuando estaba en la universidad, un chaleco terracota que no me convenció del todo así que lo deshizo y elaboró otro modelo que todavía uso en los días de otoño.
Mi madrina me tejió una manta para taparme mientras leyera que tenía la forma de una cola de sirena y me tejió, cuando estaba en la universidad, un chaleco terracota que no me convenció del todo así que lo deshizo y elaboró otro modelo que todavía uso en los días de otoño.
Las mujeres de mi familia han tejido tanto que el proyecto de título de mi hermana menor, con el que se convirtió en Diseñadora, se trató sobre el rol de la mujer en la provisión de abrigo. Para eso, por ejemplo, rescató un pilucho que le tejieron a mi hermano mayor cuando nació y descifró el patrón para su composición, para que la memoria de esa prenda perdurara.
El primer artefacto que tejí realmente fue un cintillo. Era fácil: tejer un rectángulo largo y coserlo en los extremos, primero para juntar ambos lados y después para adelgazar la parte que queda en la nuca. Tejimos decenas de cintillos que le vendíamos a mis compañeros en el colegio. Todavía sobreviven en Facebook las fotos de mi hermana, con carita de guagua, modelando varios. Tejíamos y vendíamos, y con esa plata compramos entradas para un concierto en Concepción.
Después empecé a tejer cuellos y gorros, y pensé que me iba a quedar ahí, porque son cosas fáciles de tejer: rectángulos largos, rectángulos cortos, rectos. No hay que hacer cierres especiales, puntos difíciles, formas específicas. Me sentía capaz de tejer cosas más elaboradas, pero sentía que para eso tendría que sentarme al lado de mi mamá e ir preguntándole, paso a paso, qué tenía que hacer ahora. Incluso una vez compramos ocho ovillos de lana –cuatro negros y cuatro burdeo– para tejer alguna vez un chaleco bajo su guía, pero nunca nos dio el tiempo: los viajes a Chillán eran más cortos desde que había entrado a trabajar.
Fue esa lana la que tomé en marzo de 2020 para aventurarme a ese proyecto. Mi mamá estaba viviendo conmigo y con mi hermana en nuestro departamento en Santiago porque mi papá, que también estaba acá, estaba diagnosticado con cáncer, a la espera de empezar una quimioterapia. Empezó, también, la pandemia. Teníamos encierro, angustia, miedo. Saqué los ovillos del clóset y le pedí a mi mamá que me ayudara a hacer un chaleco.
Me demoré cerca de un mes, y en ese lapso aprendí a ocupar el tejido como un cable a tierra, como un ejercicio que me devolvía la calma, o que me ayudaba a no caer en un espiral de desesperación. Desde chica que enfrento la incertidumbre eligiendo las cosas que sé que puedo predecir, y me pasa con el tejido lo mismo que con la cocina: sé que si hago los movimientos exactos, funciona. Llevaba mi bolsa con lana al futón donde me tocaba dormir, después la llevé a la pieza de la clínica donde se murió mi papá, después a Chillán para los días del funeral y después de vuelta a la pieza donde volví a dormir yo porque mi papá ya no estaba.
Cuando terminé de coser ese sweater, ya era otra persona. Me tomé una foto con el chaleco terminado y recuerdo esa imagen como la primera en la que mi cara ya había dejado de ser la de antes. Tengo un gesto serio, aunque no necesariamente triste, quizás evidenciando algo más hondo que la tristeza, más permanente, pero también menos trágico. Fue la primera prenda nueva para otra Consuelo y cuando lo vi hecho me dieron ganas de llorar. Todavía rota, todavía oscura, todavía a medias, podía crear cosas, podía tomar una madeja con mis manos y convertirla en abrigo para mí misma, para otros.
He seguido tejiendo: le hago a mi hermana todo lo que me pregunta si podría tejerle, le tejo a mis amigas, le tejo a mi familia y le he tejido a las personas que he amado, incluso sabiendo que las relaciones se van a terminar. También aprendí a reparar tejidos comidos por polillas. Desde que tejo pienso en eso: hay tantas cosas que terminan tan fácil, tan de pronto, que es un gesto político, una militancia afectiva dedicarse a crear prendas que perduren.
He tratado de contar cuántos chalecos he hecho, pero no tengo un registro exacto. Alguna vez, hace más de un año, llegué a contar sesenta. Ahora pienso que debo haber sobrepasado los cien.
Desde que tejo pienso mucho en las palabras abrigo, trama, urdido, tejido. Desde que tejo que sospecho que tejer es mi forma de amar, mi forma de vivir. Desde que tejo que me emociona escuchar el tañido de los palillos y darme cuenta de que esa música que me daba calma cuando niña ahora la puedo interpretar para mí y para, ojalá, darle calma también a quienes amo.
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