Convocada a compilar y publicar parte de sus columnas, ensayos y reseñas por Libros de la Mujer Rota, la historiadora de la U. de Chile revisa el proceso de edición del libro La historia no parte de cero. Intervenciones críticas desde América Latina, y los últimos sucesos que los motivaron. De la mano de su propia biografía, hablamos de lo público y del rol de la intelectualidad. “Mi mayor incidencia en el espacio público no es escribiendo columnas de opinión: es haciendo clases”, señala.
Ensayos “rebosantes de una labor tan primordial como la indignación: escribir, entonces, para tomar partido ante la injusticia”, es como la escritora Daniela Catrileo describe El libro La historia no parte de cero. Intervenciones críticas desde América Latina, de Claudia Zapata, publicado recientemente por Los Libros de La Mujer Rota.
Dividido en cuatro grandes secciones –Barbaries, Insurgencias, Culturas y Pensamientos críticos–, el libro reúne una serie de textos que la historiadora y académica de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la U. de Chile -específicamente del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos (CECLA)- ha publicado en los últimos años en medios de comunicación, incluyendo esta revista. Por eso nos pone felices ver el fruto de este trabajo congregado en un libro como otra forma de nacer, de circular, de compartir el conocimiento y la subjetividad.
Los 43 de Ayotzinapa, el asesinato de Berta Cáceres, la reconfiguración del espacio público luego del estallido social, la eleccion de Gabriel Boric, el resultado del Plebiscito del 2022, entre otros sucesos de la historia reciente, son revisados críticamente por la autora y, puestos en un corpus único bajo el dispositivo libro. Cada página nos convoca a una reflexión sobre los últimos años en términos del termómetro social, cultural y político del país y de la región.
“No tengo ningún problema en habitar distintos espacios y desarrollar distintos registros. Me gusta. De hecho, este tipo de escritura no sería posible sin mi recorrido investigativo en los temas indígenas, del racismo, del colonialismo y de las conformaciones nacionales. No quisiera que se leyera como algo opuesto, porque no lo es. Además, porque no suscribo el anti-intelectualismo, ni el anti-academicismo”, cuenta la autora.
El libro tendrá una próxima presentación el domingo 4 de agosto a las 13:00 hrs. [DESCARGA TUS ENTRADAS], como parte de la Feria Internacional del Libro de Macul junto a la abogada Sofía Brito y la historiadora Daniela Machtig -miembra fundadora de esta revista-; evento que se suma a otras experiencias de este tipo, como el periplo que Claudia Zapata vivió en España con La historia no parte de cero.
“Fue una experiencia linda porque allá con quien dialogas es con la gente latinoamericana que está en España. Hay un público de personas latinoamericanas de distintos países que allá se dan cuenta que son latinoamericanos y no necesariamente llegan con esa conciencia personal, pero construyen una forma de habitar la península. Ese era el público principal con quien pude dialogar; también con personas de España interesadas en estas redes que al final son globales y transoceánicas”, relata sobre esas presentaciones donde, en definitiva “fue ir a apelar a ese público interesado en interrogar el racismo en España, interesado en interpelar los neo conservadurismos. Viendo el ascenso de la ultraderecha y la reacción conservadora que estamos viviendo a nivel global, creo que con esos diálogos ganamos, de todas maneras”.
Algunos de los puntos en común con el público de estas presentaciones, cuenta Zapata, son el antirracismo y el abordaje de lo colonial, “sin embargo, se puede producir un diálogo rico entre estos sectores y nosotros a partir de otros temas”, como por ejemplo, una reflexión crítica “sobre las prácticas de los propios sectores solidarios -incluyéndome- en el campo cultural: las exposiciones de arte que solidarizan con nuestras luchas en América Latina, los libros, las corrientes teóricas que se reconocen en nuestra lucha. El tema es: ¿cómo están pensadas esas luchas?, ¿cómo las narran?, ¿cómo las ponen en escena en una exposición?”.
Esto último es una reflexión que Claudia Zapata pudo abordar en uno de los conversatorios organizado por Sudakasa -proyecto autogestionado de escritores latinoamericanos residentes en España, incluyendo la editora de Los Libros de la Mujer Rota, Claudia Apablaza-: “me resulta reiterativo que en las exposiciones sobre activismo en América Latina y sobre revueltas populares nos ponen siempre una cápsula donde hay gritos de las marchas para que alguien se sienta dentro de una. A mí eso me satura como gesto. Encuentro que nos envasa”. Para la historiadora, estos gestos son “tal vez involuntarios, no muy pensados”, pero en definitiva “nuestras luchas populares terminan siendo codificadas como objetos inocentes. Están encuadrados de un modo que siento que hay que discutir más”.
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–Hablemos del proceso de preparación de este libro. Estos son textos que te posicionan a ti como una voz pública sobre ciertos temas a lo largo de diez años, más o menos. ¿Qué significa el rol público de ser académica y de salir a hablarle a un espacio público que está mediatizado? Y por otro lado, ¿cómo fue esa experiencia de verse y de ver lo que estabas narrando en esos textos?
Armar el libro fue muy rápido. Vi los textos y se me ocurrieron de inmediato las secciones, porque eran claros los hilos, pero fue fuerte leer algunos textos. Me enfrenté a la disyuntiva de decir “no los publico”, y podría haber dejado algunos textos fuera. Algunos los leo hoy día y digo, “bueno, qué ingenua fui”, ¿no? Creo que fue una ingenuidad compartida, y viéndolo como proceso colectivo, creo que tal vez esa ingenuidad me llevó a decir “me pasé de revoluciones” en alguna interpretación, aunque yo trataba de ser cauta.
Revisando algunos textos pensé: “aquí estaba muy contenta” o “aquí estaba muy decepcionada”. Sin embargo, creo que la precaución se nota en que siempre ponía en los textos “bueno, no sabemos cómo esto se va a desencadenar. Esto puede generar una ola reaccionaria o podemos seguir construyendo este proceso”. Y en ese sentido está la precaución. Pero en otras cosas fue desbordado, como la esperanza para la elección de Boric, que es algo que, entre paréntesis, yo volvería a hacer una y otra vez.
Pero debía ser honesta también en el sentido de que estos textos difícilmente van a ofrecer una interpretación definitiva, porque esto es historia abierta donde yo participé como ciudadana. Sentí que tenía que ser honesta también con la calidad de testigo de muchos de estos textos, entonces sólo saqué algunos que redundaban en las ideas, pero no saqué aquello cuyo estado de ánimo yo hoy día no compartiría, porque sentí que era parte de un proceso colectivo del que no tenemos por qué avergonzarnos.
Creo que tiene que ver con que hoy día está siendo descalificado haberte embarcado en una revuelta popular, hoy día es descalificado haber creído, está descalificado haber pensado que este país podía ser plurinacional, diverso, descentralizado. Y tal vez esa vergüenza que me surgió individualmente con alguno de estos textos sería concederle demasiado a los sectores que hoy día están encabezando esta reacción conservadora, y por eso traté de ser honesta y respetar eso que fue bastante más colectivo de lo que uno puede suponer.
–Y puestos los textos en este orden, en estos cuatro bloques, y pensándolo de manera cronológica, ¿cómo describirías la trayectoria de tu pensamiento en torno a estos temas?
Creo que el título dice mucho de lo que describe el ánimo general: frente a una noticia, una coyuntura, había una necesidad de plantear una opción interpretativa. Era una necesidad mía, yo parto del hecho de que nadie te pide esto, una lo hace por una.
Creo que lo que unifica los textos era un ánimo de darles una densidad temporal, de decir que esto tiene más capas, que ha sido discutido así en otros momentos. No estamos inventando la rueda, pero al mismo tiempo creo que esos acumulados teóricos y políticos nos pueden servir. Ese era el ánimo y por eso el libro se llama La historia no parte de cero. O sea, elegí el título de una columna que publiqué en La Raza Cómica cuando murió Fidel Castro. Cómo hablar sobre algo que me remeció, sobre un proceso histórico que hoy día es súper fácil descalificar, con el que siento un enorme vínculo político, afectivo, pero que al mismo tiempo uno como generación distinta de izquierda sabe que no puede suscribir todo. ¿Cómo ser medianamente justa? Y ahí la frase que surgió solita era “la historia no parte de cero”.
–Dices: “esto nadie me lo pidió”. Tú eres académica de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la U. de Chile, y bajo mi opinión ser académica de una universidad pública te hace una personalidad que se debe a lo público. Entendido eso desde sus distintas dimensiones, una de estas es justamente dar a conocer lo que tú haces. En el caso de las humanidades eso está mediado por el pensamiento, la construcción de conocimiento en el campo más simbólico. ¿Cómo describirías esa intencionalidad, esa vocación? Tú podrías haber estado tranquila en el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos, pero te dispusiste a contar, a narrar, a interpretar.
Creo que este trabajo siempre es público, investigar siempre es público. Investigo con fondos públicos, y me enorgullezco mucho de eso, pero la escena más pública de todas es participar en la formación de nuevos profesionales en la sala de clases. Entonces, si alguien piensa que todo eso es privado, para mí es un tremendo error, en la institución que sea.
En segundo lugar, en una universidad como la Universidad de Chile, con la carga y la historia que tiene, creo que efectivamente se puede tomar la opción de desconocer esa carga, y de asumir que tu trabajo es profesional y no público o político (eso se puede hacer en cualquier tema; o sea, tú puedes hablar de derechos humanos en términos técnicos). Pero yo, al menos, siempre le he tomado el peso a la parte pública. Entiendo la docencia y el peso que eso tiene en lo público, y de hecho creo que mi mayor incidencia en el espacio público no es ni siquiera escribiendo columnas de opinión: es haciendo clases.
En un minuto sentí la necesidad de decir algo frente a un público más amplio, que no es el que llega a la sala de clases en una universidad pública. Esa idea de la politicidad inherente al conocimiento que se crea no lo inventé yo; obviamente es una forma de entender el trabajo intelectual, y de hecho yo ocupo mucho en este libro –porque tiene que ver con lo que yo investigo– un concepto que no está al alza en el mercado de la crítica desde hace muchas décadas, que es el de intelectual. Más bien, se toma o como sinónimo de académico o como algo elitista, cuando para mí es nada más distinto que eso. Para mí ser intelectual es cumplir una función pública. El crítico palestino Edward Said siempre dice: “tú no puedes decir que lo tuyo es privado. Desde el momento en que das una conferencia, que escribes un artículo, por más que sea un artículo especializado, eso ya es entrar al ruedo de lo público. Decir lo contrario es tremendamente ideológico”. Entonces, creo que se trata de una escena en la que hay textos de difusión; a veces es una columna de opinión, otras veces como lo que he publicado en La Raza Cómica, que son pequeños ensayos de crítica cultural.
Hay una heterogeneidad en los textos, y creo que eso también es entrar a otra posibilidad de lo público, en el entendido que todo lo que hago es parte de la esfera pública y todo tiene un signo político y de todo tengo que hacerme responsable. Así entiendo al menos el trabajo intelectual.
-¿Y cómo describir este anti-academicismo y anti-intelectualismo hoy?
Hay una confusión que es necesario ahí desamarrar, que es vincular intelectual con académico. De hecho no son sinónimos. Creo que cuando uno se hace deliberadamente cargo de lo público y tratas de incidir en ciertas discusiones públicas -o al menos de aparecerte por allí con tu naricita- eso es asumir que podemos ser intelectuales, independientemente de cómo desarrollemos ese rol. Creo que los intelectuales ejercen una función en la esfera pública.
Yo estudio intelectuales, indígenas, o sea, estudio personas que el resto no considera intelectuales; y estudio tipos de pensamiento y de desarrollo y trayectorias intelectuales que no tenían hasta hace poco ninguna cabida en la academia. Entonces, ahí, a ciencia cierta, tengo la prueba evidente de que intelectual no es lo mismo que académico.
Por otro lado, también suscribo mucho una mirada gramsciana de los intelectuales, y es que en realidad todos podemos serlo, y creo que las organizaciones, los movimientos, el tejido social organizado, produce pensamiento y eso es una acción intelectual. No me gusta esta dicotomía de que los intelectuales de la elite están por un lado, y que el resto de la gente solo actúa en función de impulsos. Esos intelectuales del poder allí están y me interesan menos, pero los sectores populares toda la vida han producido intelectuales aun a contrapelo del poder.
–El primer bloque nos lleva a la barbarie, a una revisión de episodios recientes que son muy dolorosos y complejos, como los 43 de Ayotzinapa y el asesinato de Berta Cáceres. ¿Cuán distinto crees que está el escenario con relación a lo bárbaro?
¿Sabes qué me pasó a mí cuando compilé los textos de esa sección? Son probablemente los textos más inmediatos. Probablemente las columnas de opinión están centradas en esa sección. Cuando empecé a compilar me salió rápido ese ejercicio, pero no por ello menos fuerte. Veo eso y digo, claro, aquí estaba. Era muy evidente que estaba allí presente toda esta semilla reaccionaria, conservadora, que está germinando tan fuerte ahora, estaba allí, pero también sentía que estaba latente lo otro, la emancipación; y todavía están las dos cosas ahí, para tampoco ponernos ultra pesimistas. Son dos pulsiones que están allí: pulsiones emancipadoras, pulsiones conservadoras. Y en este minuto probablemente esté pesando más aquello que está allí y que nos conecta con las capas más profundas de la exclusión.
Porque un problema sobre el que conviene escribir, por más doloroso que sea, es que los conservadurismos y los fascismos, también son populares. Y se activan. Obviamente hay un trabajo de activar desde los medios de comunicación, desde el poder, de construir un fascismo popular. Ahí está el desafío de los sectores por la transformación, de poder activar –con todas las desventajas que tenemos– un relato democrático en torno a esos mismos malestares. Ese es el punto. Yo creo que nadie es fascista, conservador, para siempre. Y nadie es emancipador o crítico para siempre. Eso se construye. Lo hemos visto a lo largo de la historia, que gente muy revolucionaria termina haciendo cualquier cosa.
Esta sección la leí dos veces antes de soltar el libro, porque era muy quemante para mí en esos términos, pero tiene que ver con este momento de la historia. Otra cosa es cómo lo verán en diez, veinte años más algunas personas. Creo que tal vez este es uno de los libros que va a servir, no como interpretación de un proceso –porque yo sospecho de cuando pasa algo y a los cinco minutos sale una interpretación acabada–, sino que tal vez como libro testigo, como documento de un periodo más que como una bibliografía.
–Hablaste de un fascismo popular, que es un tema que quizá muchos no queremos necesariamente ver o describir como existente. ¿Cómo se lo conceptualiza?
Mucha teoría ha corrido bajo el puente. Uno de los autores que me gusta, René Zavaleta Mercado, que es un marxista boliviano que murió tempranamente en los ochenta, plantea que para pensar tu pertenencia a una clase social hay un campo oligárquico y un campo popular. En el campo oligárquico han existido personas que pertenecen socialmente a ese campo, pero políticamente son del campo popular, porque defienden el interés popular. Y a su vez, al otro lado, en el campo popular tú puedes pertenecer, en términos de clase social, a los sectores populares, pero políticamente o sensitivamente poseer un ideal oligárquico, que es el de la desigualdad, el de la jerarquía, el de la exclusión. Pero eso es muy movedizo, y se construye. Entonces, ¿cómo construir esas posiciones políticamente? Yo creo que es un desafío permanente y para eso existe la política.
Pero a propósito de la pregunta por la política que nos está rondando –¿por qué perdimos el plebiscito?- creo que ese diagnóstico hay que tomarlo con pausa. No podemos decir cosas tan rápido y de un día para otro. Habrá que hacer investigación, con los años, para saber bien qué fue lo que pasó. Pero a mí que me digan “lo que pasa es que Chile no cambió y en realidad éramos todos racistas y todos misóginos patriarcales, y por eso perdimos el plebiscito”, no es una respuesta. Porque, ¿qué revolución no ha sido tal vez patriarcal y no ha tenido entremedio jerarquías raciales? El tema es cómo se construye el voto y cómo se construye una posición democrática en un contexto específico.
–Quizás tenemos que hablar un poco más sobre el estallido, el plebiscito y las esquirlas que quedan, considerando esto mismo que tú dices: la dificultad de describir ese escenario a cabalidad. Teniendo como antecedente la revisión de este libro, ¿cómo describir el escenario que vivimos hoy día en términos de lo político –desde lo que se conoce como la repartición de lo sensible– más que de la política?
Claramente hay una sensación de injusticia generalizada, el malestar social continúa. Sin embargo, eso se está codificando según los códigos de los sectores conservadores. Pero tal vez el día de mañana no, no lo sabemos. Es que una no puede ser tan taxativa, porque si no sería no creer en la historia; el día de mañana puede que no sea así. Ahora, en términos globales, estas crisis de desigualdad, de exclusión se están leyendo así también. Los avances de la ultraderecha están mostrando eso. Y tal vez hay algo que es bien doloroso, y te lo digo muy desde una posición que nosotros habitamos (la de un campo cultural crítico), ya que solemos pensar que los idearios son poco efectivos porque no tienen tanta calidad, cuando claramente no es eso. O sea, algo doloroso que aprendimos en esta pasada, más allá de todo los recursos que tienen a su disposición los sectores conservadores -que creo que no explica todo- es que le saben hablar al pueblo, saben llegar. Y nosotros no estamos llegando, o no suficientemente. Ahora, en Francia es evidente que la ultraderecha le sabe hablar a los sectores medios y bajos que tienen un descontento social, y no es primera vez que ocurre.
–Teniendo ellos un escenario educacional distinto. Son herramientas que se podría decir que valen a la hora de competir o de disputar.
Lo que se sabe, de momento, en un escenario como el de Francia, como el de cualquier parte, es que uno no puede establecer una correlación entre el nivel educativo y un voto de derecha. Sería ridículo negar que acá en Chile con una educación de clase, de ahí también salen los cuadros de la derecha. Entonces, creo que decir que la gente más educada no tendría por qué “votar mal” a estas alturas es bien insostenible, no va por allí. Pero sí es cierto que hay brechas educativas donde crece la ultraderecha. Por ejemplo, en Estados Unidos, ¿quién es el votante de Trump? Hay de todo, pero una parte sustantiva es ese sujeto blanco cuya primera herramienta es el racismo. Pensar que el otro te está quitando tus cosas. Esos sí tienen diferencias educativas y de acceso a bienes culturales, por ejemplo, muy distintos entre el centro de Estados Unidos y la costa este. De hecho, existe el estereotipo –así como existe aquí el estereotipo del progresista ñuñoíno (que obviamente es un estereotipo muy fácil), pero los estereotipos no son nunca completamente falsos– en Estados Unidos del votante demócrata progresista de la costa este, de Nueva York. Pero el centro de Estados Unidos son esos sectores blancos excluidos, pobres y que no tienen los mismos niveles educativos. Entonces eso también está. Y en Francia también. O sea, los sectores que están votando a la ultraderecha al parecer no tienen, en términos gruesos, los mismos niveles educativos que otros sectores de la población. De hecho, París, todavía masivamente, no vota ultraderecha.
–Ahí está la repartición de lo sensible, quizás.
Tal vez esté siendo muy atropellado en este momento, pero una de las cosas que tenemos que constatar es que esa ultraderecha les sabe hablar a personas y esas personas entienden ese relato. Y al mismo tiempo no podemos decir que en Chile está toda la gente de ultraderecha. O sea, no olvidemos que el segundo intento constitucional, que era un texto republicano, no pasó. O sea, para equilibrar un poco, si bien no pasó un relato, tendremos que preguntarnos por qué tampoco pasó este otro.
–Hablabas de esta forma que tienen los sectores más conservadores, que sí saben hablarle a los sectores más transversales. ¿Cómo se podría describir ese relato?, ¿cuáles son sus mecanismos?
Se trata de activar jerarquías muy profundas. Cómo activar eso, cómo codificar una necesidad de reparación de un sector social equis como privilegio y que tú estés quedando fuera de algo que el otro todavía no tiene. Ese fue el relato que se armó con los pueblos indígenas, o el relato separatista, que se ha ocupado en todos los procesos constituyentes de América Latina, en el sentido de que el pluralismo jurídico en realidad es separatismo, cuando no es así. O sea, lo que aparecía en el texto constitucional sobre derecho indígena, no es ni más ni menos que lo que el Estado de Chile ya está obligado a hacer al haber suscrito el Convenio 169 de la OIT y el haber suscrito la Declaración del 2007 de los Derechos de los Pueblos Indígenas. No es ni más ni menos que eso, y sin embargo, se construyó un relato de fin del proyecto de nación chilena. Entonces, ¿por qué del otro lado no supimos explicar? Si bien las responsabilidades nunca son totalmente equiparables, creo que hay cosas de política efectiva: es evidente que los sectores en el poder soltaron esos temas. Pero por otro lado, quienes tal vez podríamos haber discutido un poco, sin que necesariamente nuestro discurso tenga tanta repercusión, no lo hicimos.
También es súper fácil echarle la culpa al gobierno. Tal vez un problema era haber estado en el gobierno para efectos de ese plebiscito. Todo esto te lo digo no como interpretación, sino que la mayoría de las veces como interrogante: ¿qué habría sido si?
–Y justamente sobre esta circulación de ideas y sobre los medios: en el libro vemos textos que se publican en nuestra propia revista, en Palabra Pública, en El Mostrador. ¿Cómo describirías hoy ese campo de circulación de ideas y en qué medida crees que permean la discusión pública?, ¿cómo definimos la discusión pública?
Creo que lo público, la esfera pública, siempre tiene que ver con cómo es la sociedad. Si la sociedad está muy jerarquizada, muy segmentada, muy estructurada, la esfera pública es una cuestión tremendamente elitista. Sin embargo, con el estallido –que no se nos puede olvidar lo grande que fue, de hecho, yo creo que lo que estamos viviendo ahora es correlativo a esa enormidad– se remeció esa esfera pública, la amplió; tal vez muy temporalmente, pero siento que se anduvo desjerarquizando, que se anduvo desarmando, que fue el momento en que sí nos interesaba escuchar a la tía Pikachu. Y cuando se recompone todo, lo primero que se estrecha y vuelve a sus códigos anteriores es esa esfera pública. Eso que en un principio se cuela incluso en la televisión, con lo terrible que es ese espacio, que sí nos interesaba ver como público, los que nadie conoce empezaron a ser interesantes. Y cuando vivimos una regresión política general, apenas se pudo fue expulsado de la tele, de la radio.
La esfera pública habla mucho de los momentos en los que estamos como sociedad también, pero creo que a muchos nos pasa que cuando venimos de otros sectores sociales, te das cuenta que la esfera pública es un lugar súper de privilegio, existir en lo nacional.
-Imposible para muchos…
Me acuerdo que cuando iba al colegio -yo estudiaba en un liceo técnico-, veía en la televisión las marchas de la FECh. De hecho, creo que decidí estudiar en la Universidad Chile porque para mí era sinónimo de la FECh. No entendía nada más. Entré a estudiar Historia porque sentí que era lo que me gustaba, pero no sabía que eso era investigación y que no era hacer clases. No tenía idea. Para mí la esfera pública era ver los liceos emblemáticos, el Instituto Nacional y la FECh y las movilizaciones estudiantiles. Yo estaba en un liceo de Matucana que no era parte de eso, y me acuerdo una vez que nos llevaron a una charla en el Museo de Historia Natural con distintos colegios de la comuna de Santiago. Entonces llegaron los emblemáticos y nosotras no dijimos nunca nada, no levantamos la voz, porque no nos sentíamos parte de eso. O sea, hay fronteras que operan simbólicamente que son súper poderosas.
Yo quedé en la universidad porque tuve una bonificación especial en el puntaje por el liceo técnico, y porque una profesora joven de matemáticas -que era donde me iba mal- estaba haciendo la práctica en mi liceo técnico y resulta que pasaron un día regalando inscripciones para la prueba de aptitud académica. Al colegio le habían regalado cinco o diez y me dieron una a mí. Empecé a hacer facsímiles y resulta que saqué 700 y tantos puntos en verbal, en historia saqué 660 y en matemáticas saqué como 300, 400 puntos. Ahí la profesora me dijo que hacía clases en el preuniversitario de la Fech, y ella me dijo que la diera de nuevo. Con la ayuda de esa profesora que me hacía clases gratis saqué casi 700 puntos y entré sin ningún problema a la Universidad Chile, cuando yo jamás hubiera pensado que iba entrar ahí. Y ahí había un ejercicio de lo público. A lo mejor lo nuestro nunca va a ser tanto lo macro.
No es que yo no tenga críticas a lo académico, creo que es un espacio todavía tremendamente elitista, sin embargo, de repente se dice mucho “ah, es que no salen, no salen a lo público”, pero no es que tampoco sea decisión mía que mañana salga en CNN, no. Siempre los sectores más críticos van a estar excluidos de ese espacio. Hay que tratar de hacerlo, por supuesto, en otros lugares donde podamos difundir pensamiento crítico, pero también tomarle el peso a esas acciones micro, que a lo mejor no van a cambiar un contexto general, pero sí pueden cambiarle la vida a alguien.
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