Ella está en todos. Cantos a la naturaleza (Alquimia Ediciones) reúne prosas y poemas de autores de diversas épocas y latitudes, que hunden sus raíces en la tierra para dar cuenta de su relación con la naturaleza. Cada página es una invitación a conectarnos con aquel entorno que determina nuestras vidas, que está siempre presente, aunque no nos demos cuenta.
Cada uno de los textos aquí seleccionados son un cercamiento a las más variadas formas que la naturaleza nos entrega, un llamado de atención a nuestro permanente olvido de que, junto con el resto de especies animales y vegetales, somos parte de ella.
Quien navega por primera vez en estos canales (de Chiloé a Cayenel) y sus adyacencias no puede persuadirse de que aquellas angostas y tranquilas vías de agua sean brazos de mar, sino profundos ríos navegables sujetos a la influencia directa de las mareas. Las pintorescas islas que estrechan, ensanchan o prolongan esos canales se asemejan a colosales copas de árboles sumergidos hasta la mitad de las profundidades de las aguas. Altos y apiñados son los bosques que las cobijan, y solo descubre el viajero, en el perímetro de todas ellas, aisladas chozas, tal cual imperfecto sembrado y uno que otra embarcación menor para facilitar el contacto entre los isleños de aquellos húmedos lugares.
Llenos de privaciones y expuestos hora a hora a la inclemencia del clima, que solo la paulatina destrucción de los bosques ha podido modificar después, fueron los primeros colonos un ejemplo de lo que puede el hombre que lucha contra la naturaleza cuando le asiste la fe en el porvenir y le sostienen los naturales atributos de ella, el trabajo y la abnegación.
Poner en aquellos lugares una cuadra en estado de cultivo parecía, en efecto, empresa muy superior a la fuerza de los medios empleados para conseguirlo. Hallábase todo aquel vasto territorio cubierto de espesísimas selvas, las cuales, desde las nieves eternas de los Andes, parecían desprenderse y marchar sin interrupción hasta las mismas aguas del mar. Allí crecían y se alimentaban aquellos colosos de nuestra vegetación, de cuyos rectos troncos aún se sacan más de dos mil tablas; allí los árboles seculares invadían el dominio de las aguas, hundiendo en ellas sus robustas raíces, las cuales aparecían en los reflujos cubiertas de sargazos y mariscos, sin que la sal marina menoscabara en nada la fuerza de la vegetación; allí los espinosos matorrales y tupidas quilas envueltas y estrechadas contra los troncos por los retorcidos cables de las flexibles lardizabalas interceptaban hasta la luz del sol, y el piso húmedo y fangoso que los sostenía se ocultaba bajo un hacinamiento impenetrable de troncos superpuestos y en descomposición. El fuego mismo en aquellas humedades permanentes perdía mucho en su carácter destructor.
No hay en esta descripción del bosque del litoral marítimo de Melipulli nada de exagerado, y pudiera aplicarse, con solo la mudanza de nombre, a cualquier otro punto de aquellos lugares donde no haya dejado aún rastro de hacha.
La relación de uno de los dolorosos episodios que surgieron en los primeros pasos que dio la colonia en medio de estas selvas expresará mejor que toda clase de descripciones lo que eran en aquel entonces esos lugares donde ni las aves podían penetrar, y que cuando llegaban a conseguirlo, no hallaban tierra donde posarse, porque esta se encontraba de uno a seis metros de hondura, bajo una aparente superficie formada por restos de vegetales hacinados y en continua descomposición.
Fatigados los colonos que habían sido trasladados a las casamatas del castillo del Corral a Llanquihue de la enojosa situación en que se hallaban, pues, por falta de caminos, aún no había sido posible repartirlos en sus respectivas hijuelas, apenas vieron los primeros exploradores que acababan de abrir a hachuela y machete una tortuosa y muy estrecha senda entre el puerto y la laguna de Llanquihue, cuando solicitaron del agente permiso para recorrerla. Salió este en persona con treinta y dos de los más animosos, y un instante después, marchando de uno en uno, desaparecieron todos en aquella senda que pudiera llamarse oscuro socavón de cinco leguas, practicado a través de una húmeda y espesísima enramada cuya base fangosa se componía de raíces, troncos, hojas a medio podrir. A cada rato se hacía alto para poderse contar, pues, como las ramazones que apartaba con esfuerzo el de adelante se cerraban al momento tras él, parecía que cada uno marchaba solo por aquella selva. A la media hora de una marcha muy fatigosa, al practicar nueva cuenta en un descanso, se notó, con sorpresa primero y, después, con espanto que faltaban dos padres de familia, Lincke y Andrés Wehle. Se les llamó, se hizo varias veces fuego con las armas que llevábamos, se mandó volver atrás para ver si a lo largo del sendero se encontraba algún rastro o desvío para socorrer a aquellos desventurados. En vano fue el mandar comisiones de hijos del país halagados con ofrecimientos, en vano el disparar con frecuencia del cañón del Meteoro; todo fue inútil: ¡aquellos dos desgraciados habían desaparecido para siempre!
Diecisiete años después he encontrado, en el risueño y pintoresco Puerto Montt, a un joven de veintiséis años que venía de Copiapó a recoger los bienes que dejó su padre, Andrés Wehle, perdido en las selvas, muerto de hambre y de desesperación, con su compañero Lincke, en los primeros días de la fundación de la colonia.
Vicente Pérez Rosales: (1807-1886) comerciante, minero, aventurero, diplomático, escritor y político. Senador en dos periodos, entre 1876 y 1882. Diputado entre 1861 y 1864, y encargado de la colonización del sur de Chile durante el gobierno de Manuel Montt. Algunos de sus libros son: Memoria sobre la Colonización de Valdivia; Ensayos sobre Chile; y Recuerdos del Pasado, obra que comenzó a publicarla para complacer a algunos de sus amigos a quienes les relataba sus anécdotas. Benjamín Vicuña Mackenna fue el encargado de escribir el prólogo de la primera edición, una separata donde se reunieron los episodios que habían sido publicados por entregas en un suplemento del diario La Época. También se dedicó a la pintura, soporte que le sirvió para registrar las experiencias de su vida. “Drama en la selva” es un extracto de su libro Ensayo sobre Chile (Ediciones de la Universidad de Chile, 1986).
Equipo Editorial LRC