No practico mucho el género del prólogo y, en general, no me gusta. No me gusta porque prologar un libro significa, en la mayoría de los casos, anteponer un sello que resuena como autentificación del trabajo que otros han realizado en perfecta autonomía y absoluta libertad. Lo que escribo, por tanto, no debe ni puede entenderse como la acreditación que un «experto» en cosas foucaultianas (lo que sea que esto pueda significar) concede a un estudioso más joven, sino que debe entenderse de un modo muy diferente: como el resultado del efecto de consonancia que ha inducido en mí la lectura del libro que tienes en tus manos. Respecto a esto último, más bien asumo, y reconozco que quizá ya he hecho, el papel de pasador –de barquero o de contrabandista– de una manera muy particular de leer e interpretar la obra de Michel Foucault.
El lente a través del cual este trabajo reconstruye la vertiginosa, en ocasiones aparentemente contradictoria y, en todo caso, intrincada trayectoria foucaultiana –permítaseme: uno de los grandes filósofos del siglo XX– es la continuidad del problema, estrictamente filosófico y político a la vez, que atraviesa toda la producción del pensador francés. Una producción que, como Gilles Deleuze fue quizá el primero en reconocer, incluye de pleno derecho, además de sus libros publicados en vida, la masa de entrevistas, aclaraciones, discursos, seminarios, conferencias, ciclos de lecciones en Francia y el extranjero (muchas de las cuales eran inéditas al menos hasta hace algunos años), y finalmente los cursos impartidos en el Collège de France a partir de 1970 y cuya edición se ha completado en los últimos años.
Estudiar a Foucault, pero más aún, ponerlo a trabajar, implica al menos dos cosas. La primera es la capacidad, esforzándose por conocerlo a fondo, de saber resistir la tentación taxidérmica, aquella que, aunque movilizada por la noble tentativa de instalarlo como piedra angular de la historia de la filosofía contemporánea, embalsama a Michel Foucault del mismo modo en que tradicionalmente se lo hace con los grandes autores. La segunda, es la disposición a ponerse en juego, intentando pensar por fuera de la zona de confort en la que regularmente se lo inscribe: aquella delimitada por categorías y conceptos aparentemente infranqueables, por certezas políticas regularmente extendidas, por modos de entender la política y la filosofía que permiten acallar fácilmente la inquietud, el deseo o incluso la pasión, spinozianamente movilizadora y desarraigante, de la indignatio.
Iván Torres Apablaza asume exactamente esta doble responsabilidad. Es decir, responde en su trabajo a la interpelación foucaultiana de pensar y, al hacerlo, de pensar de otro modo. Por lo tanto, este libro no sólo ofrece una reconstrucción precisa de la obra foucaultiana leyéndola en el arco de su desarrollo –un desarrollo que comenzó en la década de 1950 y que se prolongó hasta la muerte de Michel Foucault en 1984–, sino que, tomándose en serio la tarea del intérprete, consigue valorizar la constancia de un compromiso político que, de forma no del todo sorprendente para quien sabe tirar los hilos de la vasta producción foucaultiana, vuelve legible en la fase final de su vida la necesidad de exceder las restricciones impuestas por la estatización moderna del problema político y por la retranscripción, en sentido jurídico-constitucional, de sus principales categorías.
El último Foucault –para muchos intérpretes distraídos: impolítico, liberal, en retirada– no concede nada a conceptos como el de soberanía, individuo, derecho, últimos reductos de aquella trascendentalización del Sujeto en cuya deconstrucción había trabajado desde sus posiciones antifenomenológicas. Y si no concede nada a esos conceptos y categorías, es precisamente porque es de los primeros en advertir, aplicando una ontología de la actualidad, como siempre lo había hecho, una serie de procesos que operan una reestructuración profunda del Estado y sus técnicas tradicionales de gobierno. Como siempre ocurre, para quienes son capaces de una mirada operaísta –siempre es Deleuze quien recuerda, en las lecciones que dedicó a Foucault entre 1985 y 1986, su especial interés por la literatura proveniente de Italia–, es la cualidad específica de las luchas y las nuevas formas de subjetividad antagonista, determinadas por fuera del compromiso fordista producido durante la segunda mitad del siglo XX entre capital y trabajo, lo que vuelve necesaria la reorganización del Estado en sentido gubernamental. Desde mediados de la década de 1970, Foucault trabaja con precisión quirúrgica en la transformación del Estado en sentido administrativo y posdemocrático y en las formas de subjetivación que continúan excediendo sus procesos de captura. A esta luz, descentralizar el análisis de la metafísica del Sujeto, para Foucault significa investigar el declive de la Soberanía (la subjetividad de la iniciativa estatal) y, al mismo tiempo, intentar pensar de otro modo la «resistencia» de los gobernados, vale decir, de un modo irreductible a la fórmula obsoleta del Sujeto universal.
Cuando Iván Torres Apablaza habla, en las últimas secciones de su libro, de una politicidad que anticipa, antecede o excede las formas de «politicidad determinada», me parece que es a esto a lo que se está refiriendo. Para Foucault, el Estado no tiene el monopolio de lo Político. Y no es para decidir sobre quién puede ser el Sujeto detentor de este monopolio, por lo que se lucha. Esta es la posición que orienta toda la fase –suponiendo la existencia de una cierta separabilidad en el ritmo de su producción– de la genealogía foucaultiana del poder.
Lo que está en juego aquí, no es sólo el resultado de aquella «anarqueología del extravío», como la denomina el autor de este libro, que descentra el análisis del Sujeto –una arqueología en la que, desde la década de 1960, con los escritos sobre literatura o la Arqueología del saber y como punto de arribo de la crítica al humanismo (el concepto cardinal de la metafísica que, entre otras cosas, esteriliza la realidad en un simple objeto inerte), el Sujeto es frontalmente atacado y deconstruido–, sino también la posibilidad misma de abordarlo como un complejo entramado de fuerzas activas e impersonales que permita acceder al proceso de formación, tanto de la agentividad subjetiva como de los poderes que trabajan en su domesticación. Para Foucault, atacar al humanismo y la metafísica significa atacar al último reducto del cartesianismo: la separación entre res cogitans y res extensa, entre interioridad soberana y exterioridad pasiva, para situar, en cambio, el centro del análisis en el complejo juego de fuerzas entre poder y contrapoder asumido por la investigación genealógica como un inmanente, contradictorio y siempre resistido circuito de regulación. Foucault con Canguilhem, evidentemente.
Quizá valga la pena subrayarlo: ciertamente, en la maduración de esta posición foucaultiana –en la que está en juego el sentido de la propia filosofía–, Nietzsche desempeña un papel central, tal como sostiene el autor de este libro. Sin embargo, un papel igualmente importante, aunque subestimado, lo desempeña también Marx. Para Foucault, el poder, desmitificado por la escritura que entonces lo escribe con P mayúscula, como Poder dotado de una intencionalidad específica y, por tanto, como Sujeto, no es otra cosa que una relación. El darse de una relación que, como los Sprachspiele de Wittgenstein, debe estudiarse de acuerdo con la determinación de sistemas de reglas específicos y factuales que diversifican su funcionamiento y su lógica según su acción local. Exactamente como en Marx –un Marx que Foucault lee junto al operaísmo italiano como un Marx más allá de Marx–, la relación de capital debe leerse como una relación social. Y es esta relación social, que se repite imponiendo modificaciones significativas a sus términos, la que debe ser indagada constantemente para conseguir colegir su cifra de innovación.
Es bien sabido que, para Michel Foucault, la auténtica filosofía debía sumergirse en la densa materialidad de la historia para acceder a su propia politicidad. En otras palabras, la filosofía sólo podía continuar su propia empresa accediendo a su déhors, a su «afuera». Fuera de su propio canon, fuera de su propia serie autoral, fuera de las protecciones ofertadas por la subsunción académica que había esterilizado la potencia crítica e inhibido el acceso a las contradicciones que atravesaban la realidad. La historia de los saberes permitía acceder al proceso de incesante modulación local de relaciones de fuerzas antagónicas de las que depende la instalación de los diferentes regímenes de veridicción y los diferentes dispositivos que regulan su expresión.
Por lo tanto, Iván Torres Apablaza tiene razón al leer bajo un lente político todo el arco de la producción teórica de Foucault. Incluso allí donde otros han visto, con cierta fantasía, derivas estructuralistas o impolíticas, él elabora una puesta en perspectiva filosófico-política de la circulación del saber y, al mismo tiempo, una auténtica política de la filosofía, si con esta expresión se pretende colegir la irreductible vocación ética del trabajo intelectual. Una vocación que se extiende hasta interrogar, en términos autorreflexivos, el estatuto disciplinar del propio discurso y las auténticas responsabilidades que de ello se derivan.
El tema del cuidado de sí –pero ésta es una tesis de la cual me hago cargo personalmente y no puede ser imputada al autor de este libro– madura bajo la égida de una doble intuición weberiana. De un lado, el que Foucault haya tomado a su cargo el demonio que tiene en sus manos los hilos de la vida de quien reconoce en sí mismo una irreductible vocación filosófica y política –la carta VII de Platón habla de la necesidad de un auténtico pasaje al acto, de un exergâzetai, del discurso filosófico para no traicionarlo y convertirlo en mera cháchara–; del otro, la indicación de la nítida alternativa que, en la época de la Reforma, separa la dirección católica de conciencia de la «innerweltliche Askese», el ascetismo intramundano protestante.
El último Foucault elabora esta distinción como la alternativa entre la recuperación del pastorado cristiano por las tecnologías de gobierno postsoberanas y las estrategias opuestas de subjetivación que el laboratorio socrático pone a disposición para aflojar el nudo tensado por el neoliberalismo entre individuación y gobierno de la conducta. Si la genealogía foucaultiana del poder se aproxima al pensamiento de la antigüedad tardía, lo hace tanto para sacar a la luz la raíz más remota de aquel léxico y de aquella racionalidad de gobierno liquidada por la juridificación moderna de lo Político, como porque, para los griegos –cuyo vocabulario no posee siquiera un término para indicar al individuo–, la idea de una gubernamentalidad, cuyo arco de aplicación se extendiera sobre la vida de los sujetos en toda su extensión, resulta absolutamente inconcebible. A la formalización del sujeto de derecho, operativa bajo el mando soberano, se opone una política de los cuerpos, la materialidad y el enfrentamiento de fuerzas, la imposibilidad de transcribir la tensión entre libertad y poder, entre subjetivación e individuación gobernada, en ningún trascendental que pueda resolverla, incluso aquel de naturaleza jurídica. La ethopoiesis es una práctica política singular, pero también colectiva, si lo que está en cuestión es, literalmente, las formas de vida.
Más aún. Lejos de ser la cifra de una retracción impolítica, la filosofía del último Foucault, que –vale la pena recordarlo– se mantiene tensionada por el reconocimiento de la irreductibilidad de la sublevación de las mujeres, precarios y ecologistas, al código universalista del Sujeto, de la Representación política y del Derecho, y que se desarrolla en estrecha relación con todo lo nuevo que señalan los movimientos sociales que sacuden la sociedad postfordista y el mundo postcolonial, entre fines de los años ‘70 y principios de los ‘80, apunta hacia una «política de sí mismo» en la cual resuena el inactual llamado de un Antiguo, de un antiguo hipermoderno en su ejercicio de exceder la reducción moderna del sentido del filosofar, allí donde filosofía y política se articulan indisolublemente la una sobre la otra. Como escribió Ludwig Wittgenstein en una de sus Vermischte Bemerkungen: será revolucionario sólo aquel que pueda revolucionarse a sí mismo («Revolutionär wird der sein, der sich selbst revolutionieren kann»). Esta es la cifra ético-política del cuidado de sí.
Es mérito indudable del libro, que confío al lector, el haber captado la relevancia de muchos de estos temas en todo el recorrido teórico de Foucault. Pero también –y quiero subrayarlo, dado que también Iván Torres Apablaza hace referencia explícita a ellos, por la responsabilidad que, todavía y permanentemente, tenemos por delante.